"...los representantes de la burguesía liberal, quieren finir con la autocracia sin molestar a nadie, por la vía de las reformas, haciendo concesiones; sin dañar a la aristocracia, ni a la nobleza, ni a la Corte, con muchas precauciones y sin romper nada, amablemente y con toda cortesía, como un gran señor y poniéndose guantes blancos..." (V.I. Lenin. Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática. 1905) |
Escribe Luis CasadoNo es la primera vez que recuerdo la figura del gran revolucionario ruso. Hace poco evoqué su intemporal aforismo que debiese figurar en los frontispicios de las escuelas de ciencias políticas del mundo entero: “La cuestión del poder es ciertamente la cuestión más importante de toda revolución. ¿Qué clase ejerce el poder? Ese es el fondo del problema.” Machiavelli (1469-1527), o bien mucho antes –en el siglo IV de nuestra era– Kautilya, autor del Arthaçastra, no hubiesen dicho otra cosa. Quienes se hicieron célebres poniendo en evidencia lo que salta a la vista, –incluyendo al excepcional Étienne de la Boétie (1530-1563)–, incursionaron también en la cuestión del método: si el fondo de la cuestión estriba en el ejercicio del poder, queda por aclarar cómo llegar a él. Kautilya y Machiavelli fueron maestros en las técnicas que permiten conservarlo, aun en las peores condiciones. Pero quien teorizó el método y el instrumento indispensable fue Vladimir Ilich Ulianov (1870-1924), más conocido como Lenin. En su reciente obra La Lucha de Clases en Francia en el Siglo XXI (Ed. du Seuil. París, enero 2020), Emmanuel Todd escribe en sus conclusiones: “Ha sido mucho cuestión de Marx en este libro. Más que en su pensamiento, me apoyé en su estilo, en su temperamento, para seguir e intentar anticipar las evoluciones en curso. Aquí parece venido el momento, por espíritu de simetría artística tal vez, de evocar a Lenin. Mejor que cualquier otro, Lenin comprendió los límites del espontaneísmo revolucionario, teorizando la necesidad de la organización. No le sigamos en la fundación de un partido bolchevique sectario y violento. Pero admitamos con él que sin organización, sin un mínimo de espíritu de sistema, sin la posibilidad de excluir a los ‘blandengues’ de esta organización, toda tentativa de retomar nuestro destino en nuestras manos es pura ficción.” Dejemos de lado –no es el momento de perder tiempo en eso– un par de hechos factuales: a.- el partido leninista, fiel reflejo de la teoría expuesta por el jefe de la Revolución Rusa, no existió nunca. Lenin escribió su célebre folleto ¿Qué Hacer? en el año 1902. De ahí en adelante las condiciones de la lucha revolucionaria, las persecuciones, la represión, la prisión, las relegaciones en Siberia, la dispersión de los cabecillas en toda Europa, la lucha ideológica interna y externa, la falta de medios materiales, la inmensidad del territorio ruso, la Revolución de 1905, la I Guerra Mundial y otros hechos no facilitaron precisamente la construcción de un arquetipo de partido político monolítico y acerado, un partido de Manual. Las continuas batallas internas relativas a la estrategia global y a la táctica a implementar en cada coyuntura muestran a un Lenin frecuentemente en minoría, o bien obligado a disputarse diariamente con la dirección bolchevique, cada uno de cuyos miembros no renunciaba a hacer prevalecer su propia opinión. Los aficionados a la historia leyeron Las Tesis de Abril, y saben por otra parte que Kamenev y Zinoviev delataron el proyecto de insurrección de octubre de 1917. No obstante, lo cierto es que Lenin hizo prevalecer la idea de la organización, de la conducción ideológica y de la estructura sistémica que habría de tomar el poder en Petrogrado y en el Imperio Ruso. Organización embrionaria, imperfecta, pero funcional. b.- el partido bolchevique de Lenin no era ni sectario, ni violento. Kamenev y Zinoviev siguieron formando parte de la dirección del partido, incluso después de lo que fue un chivatazo memorable que puso en peligro el éxito mismo de la Revolución: no hubo represalias, ni ‘congelamiento’ de su militancia (la panacea chilensis para los traviati…), ni nadie los pasó al Tribunal Supremo, ese patético sucedáneo de la inquisición política. Ejemplos hay miles de la fraternidad que se impuso, al menos en los primeros años de la Revolución, entre los revolucionarios. (Contrariamente a la práctica de la socialdemocracia europea, que comenzó asesinando en Alemania a sus propios camaradas para salvar al capitalismo de la Revolución de 1919: Rosa Luxemburgo y Karl Liebnecht fueron dos víctimas de la “tolerancia” practicada en el partido socialdemócrata alemán. La evolución del partido bolchevique a partir de la muerte de Lenin (1924), y el poder omnímodo de Stalin, demuestran si fuese necesario demostrarlo, que el partido bolchevique (devenido luego el PCUS) no tenía mucho de “leninista”. En cuando a la ‘violencia’, merece la pena leer el prólogo de Ted Grant a la edición del Estado y la Revolución de Lenin, preparada por la Fundación Friedrich Engels de Madrid (Londres, 4 de septiembre de 1997): “Uno de los argumentos que siempre se suele utilizar como un arma arrojadiza contra los marxistas es la acusación de que abogamos por la violencia. Semejante argumento carece de toda base. Los marxistas deseamos una transformación pacífica de la sociedad, pero también somos realistas, y sabemos que ninguna clase dominante en toda la historia ha abandonado jamás su poder y sus privilegios sin una lucha y, normalmente, una lucha sin cuartel. Este hecho ha sido demostrado tantas veces que sería superfluo argumentarlo. No tenemos que ir más allá de los acontecimientos en España entre 1931 y 1939, cuando la clase dominante no vaciló en desencadenar una guerra civil sangrienta contra la clase trabajadora. De nada sirvió el hecho de que el gobierno del Frente Popular había sido elegido democráticamente. De nada sirvieron los llamamientos a la legalidad o a la constitución. Lo único que importaba a los capitalistas y terratenientes era que sus intereses de clase estaban amenazados.” Nosotros, chilenos, tenemos nuestro propio ejemplo: el golpe de Estado orquestado por los EEUU y sus sicarios cívico-militares el 11 de septiembre de 1973. Desde entonces el Estado ‘subsidiario’ chileno, que privatizó (o permitió el saqueo de) los servicios y el patrimonio públicos, no conserva para sí sino el derecho a usar la violencia para reprimir a quienes cuestionan el orden establecido y la Constitución de Lagos-Pinochet. El Estado –por consiguiente– es la prueba viviente de la justeza de la concepción leninista: una organización especial de la fuerza, una organización de la violencia para reprimir a las clases sociales sometidas y explotadas. Despejado lo cual, volvemos a Emmanuel Todd, que se inquieta de ver Francia hundirse en la sumisión a poderes más fuertes que ella. La estructura social que describe Todd se caracteriza por la atomización de sectores sociales que no se reconocen en la superestructura política, ni se identifican a sí mismos sino por oposición, desprecio o discriminación de cara a más pobres, más vulnerables, más frágiles y/o menos educados que ellos. Esos sectores, mayoritarios, que Todd sitúa en el centro sociológico, o más bien en el vientre emoliente de la sociedad, no disponen ni de organización política, ni de ideología propia, ni de programa político. Ergo… invocación de Lenin. El paralelo con Chile está lejos de ser evidente – soy consciente de la enorme distancia geográfica, geopolítica, histórica, sociológica, económica, financiera, cultural, antropológica, religiosa, diplomática, militar…– y sin embargo afirmo que la costra política parasitaria que devora las entrañas de nuestro país no puede sino perennizar el modelo injusto y depredador del cual vive. Ergo… mi propia invocación de Lenin. Que la inmensa mayoría de la ciudadanía –casi un 80%– haya manifestado su voluntad de deshacerse de una Constitución que no es sino el corral de ganado que antecede el matadero no basta. Ni siquiera ese tremendo detalle que consistió en darle aun más mayoría a la opción que excluye a los políticos profesionales y las murgas de pachanga que son sus partidos. Lo dicho: no basta. Para hacer realidad el sueño, para ponerle término a la negra noche que se impuso en septiembre de 1973, para que por fin se abran las anchas Alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor… hacen falta un programa, objetivos claros y la organización capaz de transformarlos en acción política concreta para que sea el pueblo quien tome el poder. O bien, para ponerlo en las palabras de Emmanuel Todd… "admitamos con él (Lenin) que sin organización, sin un mínimo de espíritu de sistema, sin la posibilidad de excluir a los ‘blandengues’ de esta organización, toda tentativa de retomar nuestro destino en nuestras manos es pura ficción.” |
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