30 años de humillación y nueva Constitución
por Santiago Escobar 3 noviembre, 2020
Conviene recordar lo ocurrido en los albores de la recuperación democrática en 1990, para que no se cuelen los contrabandistas de la memoria en el debate sobre la transformación política del 80/20 del domingo 25 de octubre de 2020, en un curso de efectivo cambio constitucional.
La necesidad de una nueva Constitución siempre estuvo presente en parte importante de las fuerzas democráticas del país, mucho antes de que se recuperara la democracia en 1990. El procedimiento e itinerario institucional de la Constitución de 1980 –destinada a dar imagen de legalidad al régimen dictatorial– implicó una humillación que resultaba insoportable no solo para los demócratas, sino para la democracia misma como doctrina. Pero primó al interior del bloque político por el No, la idea pragmática de aceptar la Constitución de la dictadura para facilitar la transición.
Se supuso que esta sería difícil. Y que para ser estable y exitosa debía tener una agenda acotada y pactada como un libreto, en el que debía primar el orden fiscal y el control férreo de las demandas políticas y sociales, satisfaciendo lo esencial. Ello implicaba desechar la transformación de la fuerza electoral y su legitimidad como fuerza política para obligar a un proceso constituyente. Esa fue la opinión de quienes dirigían la Coalición por el No y decidieron mandar al pueblo victorioso a sus casas.
A propósito de memoria, no puede ocurrir nuevamente que un triunfo electoral de la magnitud del 25 de octubre, vuelva a diluirse en manos de los contrabandistas de la memoria, que no creen o reinterpretan las lecciones históricas del pueblo.
En principio, el diagnóstico no parecía erróneo y era al menos prudente. El 44% electoral de la dictadura y todo el poder de los militares se concentró en un matonaje político significativo y en dar los últimos zarpazos del Gobierno a los derechos ciudadanos. Entre ellos, las leyes de amarre económico, algunas de las cuales llegaron el 9 de marzo de 1990, a dos días del cambio de mando. La peor humillación de la victoria del pueblo en 1988, fue tener que aceptar a Augusto Pinochet como comandante en Jefe del Ejército durante los primeros 8 años de democracia y, luego, verlo asumir como senador vitalicio.
El mayor error de los dirigentes concertacionistas fue cultivar la mala memoria acerca de la legitimidad de origen que debe acompañar a toda Constitución en una democracia. Concentrados en el buen y exitoso gobierno, sus negociadores aceptaron que las orientaciones políticas gubernamentales tuvieran terrenos vedados. Tanto en lo económico como en lo político, y que el primer Presidente democrático ejerciera solo la mitad de su período. La pauta de la intangibilidad del modelo económico, determinó el acatamiento de facto de la ilegitimidad de origen de la Constitución de 1980 y en ello nos quedamos pegados 30 años.
Las numerosas reformas constitucionales fueron esfuerzos titánicos por modelar democráticamente algún tema urgente de la coyuntura. Nada más. La epifanía que produjeron en la elite política progresista las reformas de 2005, que por un truco administrativo permitió reemplazar la firma de Pinochet por la de Ricardo Lagos, no alcanzó para borrar toda la infamia previa. Y aunque las muchas reformas constitucionales salpicaran nociones democráticas en la Constitución del dictador, ese ciclo recién empieza verdaderamente a terminar ahora.
Los resultados del plebiscito del domingo 25 de octubre acaban de instalar formalmente un nuevo poder constituyente, el Pueblo, e iniciar un proceso de cambio constitucional. Pero hasta hace poco parecía imposible.
Lo ocurrido –así de grande es el cambio– permite esbozar lo que podría ser la redacción del artículo 5° de la actual Constitución, por una que diga por ejemplo: “Art. 5°. La soberanía reside esencialmente en el Pueblo. Este realiza su ejercicio a través del plebiscito y de elecciones periódicas para elegir aquellas autoridades que esta Constitución establece. Ningún sector del pueblo ni individuo alguno puede atribuirse su ejercicio por separado. El ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana. Es obligación del Estado y sus órganos respetar y promover tales derechos, garantizados por esta Constitución, así como por los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentran vigentes”.
Parecen pocas palabras reemplazadas, pero es mucho cambio. Hace menos de 8 años, pensar esto era un imposible. La mala memoria y la autosatisfacción de los poderes constituidos, sobre todo los demócratas más izquierdistas, habían transformado en un fetiche la imposibilidad de una nueva Constitución. Se habían hecho administradores del poder de otros.
Una reiteración de microcrisis institucionales y un debate impulsado por los movimientos sociales, llevó a dos senadores de la oposición el año 2012 –Ignacio Walker de la DC y Guido Girardi del PPD– a plantear la conveniencia de convocar a una Asamblea Constituyente. El presidente del Senado en ese entonces, Camilo Escalona, del PS, dijo: “No fumemos opio, no generemos una falsa expectativa. No generemos sueños que no se puedan cumplir”. Y agregó: “Aquí hay un problema de mayorías insoslayable. Para hacer un proyecto de cambios hay que tener mayoría”. “Si no hay una crisis institucional y un fenómeno crónico de desencanto(…), cuando nos ponemos a fumar opio, con propuestas inalcanzables, más se acentúa ese fenómeno crónico”.
La respuesta al timonel socialista y a toda la política, les llegó de improviso hace un año. Motivada por el más profundo agotamiento de la población, frente a un sistema de abusos exacerbados en materia de economía y de seguridad social. De una acumulación de frustraciones y de la precariedad institucional instalada por el letargo y autosatisfacción de las elites, que fue la génesis del llamado estallido social.
A propósito de memoria, no puede ocurrir nuevamente que un triunfo electoral de la magnitud del 25 de octubre, vuelva a diluirse en manos de los contrabandistas de la memoria, que no creen o reinterpretan las lecciones históricas del pueblo.
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