El proceso constituyente es la Cápsula Fénix que lleva a la superficie la voz de un sujeto históricamente marginalizado capaz de levantar sus propias convicciones con el mismo peso o ligereza que cualquier otra voz. Sin embargo, la política partidista no sabe desenvolverse en este escenario novedoso de diálogo transversal donde el poder no lo tiene asegurado por sus propias reglas. “La carta de los 34” es un recordatorio de que la Convención Constitucional es un espacio autónomo del cual, como sucedió con el rescate de los 33, podemos esperar lo inesperado, y esto sólo sucede cuando los acuerdos no están predefinidos en el desierto de la política institucional.
Conversando con un amigo bromeábamos en torno a una analogía entre la carta de la denominada “Vocería del Pueblo” firmada por 34 convencionales y el famoso mensaje “Estamos bien en el refugio los 33” escrito por los mineros atrapados bajo tierra en la mina San José hace ya una década atrás. El triunfo de las y los independientes en la elección constitucional de mayo pasado ―y, en particular, la energía con la cual la Lista del Pueblo penetra en el debate público― abre la posibilidad de un proyecto político nuevo que buscará conquistar otros espacios políticos tanto institucionales como no institucionales. Al mismo tiempo, considerando la analogía con los mineros, la arremetida de este discurso político des-institucionalizado ha evidenciado también la existencia de una voz, un sujeto social, que ha estado en 30 años de democracia soterrado bajo la administración política del modelo económico y cultural impuesto desde la dictadura. Un sujeto negado en su discurso cuya realidad ha sido puesta bajo tierra como un sacrificio necesario para posicionar en la superficie la reproducción del relato de Chile como un país “en camino al desarrollo” que se destaca por ser, tal como célebremente dijera Sebastián Piñera, un oasis dentro de la región.
La energía social que se acumula subterráneamente hasta encontrar su cauce natural en el estallido social termina por reventar, finalmente, las fisuras de una institucionalidad que ya se encontraba en una profunda crisis de confianza y representatividad. La violencia y caos de la protesta social manifestada desde el 18-O es impugnada como ilegítima por el discurso oficial en la medida de que toda institucionalidad, como instinto de sobrevivencia, transforma aquello que la asedia en expresiones groseras, salvajes, sucias e irracionales que no hacen más que desestimar y deteriorar sus logros civilizatorios.
Sin embargo, si hay algo que el discurso institucional valora profundamente es el respeto de las reglas. Son estas las que simbolizan su poder de regulación de las relaciones sociales que tejen las fibras que componen la cultura. Desde el punto de vista institucional, las reglas deben ser respetadas porque la opción que queda es absolutamente indeseable: la anomia. En este escenario su juego se debilita ante la incapacidad de anticipación, cálculo y control de las posibles variables de los fenómenos sociales. Sin un reconocimiento tácito o manifiesto de reglas claras, los sujetos se vuelven impredecibles por las estadísticas, las encuestas y los analistas profesionales. Sus acciones no pueden ser explicadas linealmente ni tampoco por relaciones causales de modo que, literalmente, en cualquier momento puede suceder cualquier cosa; tal incertidumbre resulta ser insoportable para el diseño legislativo del poder institucional.
“La carta de los 34” es una declaración de puntos específicos (la desmilitarización del Wallmapu, la liberación de los presos políticos de la revuelta, una reparación de las violaciones a los derechos humanos, entre otros) como condiciones, tal como ellos y ellas plantean, para el comienzo de una deliberación constitucional que no tenga como trasfondo la violencia del Estado. Sin embargo, el planteamiento de una “no subordinación a un Acuerdo por la Paz que nunca suscribieron los pueblos” ha sido, sin lugar a duda, el detonante de una defensa corporativa unísona y perfectamente armonizada, de orilla a orilla, del mundo institucional tradicional. Prácticamente todos sus discursos se han enfocado en una protección de las reglas de los acuerdos democráticos. No sólo eso: con elocuencia lógica, se arguye que el hecho de que las y los ciudadanos, al haber sufragado, tanto en el plebiscito del 25 de noviembre del año pasado como en la reciente elección de los constituyentes, han aceptado también con ello las condiciones y reglas del acuerdo político por la paz. Sin demora alguna, “La carta de los 34” es entonces inmediatamente leída como una “traición” a la voluntad del pueblo de Chile.
Sin embargo, nuevamente presenciamos el pensamiento lineal y causal del discurso oficial que es incapaz de comprender fenómenos sociales divergentes y contradictorios que avanzan a contrapelo de los códigos morales institucionales. Probablemente (aunque no hay como saberlo), la declaración de “Los 34” no logre convocar la fuerza política suficiente entre el resto de los convencionales e, incluso, muchas de sus peticiones son imposibles de satisfacer en el corto y mediano plazo. No obstante, la carta instala un hecho político que remece a la Convención antes de que comience a sesionar: la existencia y garantía del histórico proceso no está en el acuerdo del 25 noviembre, sino en la movilización y organización social que ejerció la presión necesaria para acorralar el poder institucional.
Así, mientras para el sistema político la apertura del proceso constituyente fue una medida desesperada de autoprotección que se disfraza de un valor épico, para la ciudadanía movilizada es un logro que renueva su esperanza con su autolegitimación histórica. Esto último, como uno de los sentidos de la “Carta de los 34”, no implica ningún tipo de deuda moral o política con las reglas y acuerdos alcanzados por una institucionalidad incestuosa dueña de un poder cada vez más nominal que real. Por consiguiente, ninguno de los constituyentes electos le debe su escaño al acuerdo del 25 de noviembre, sino a la revuelta social que lo hizo posible.
La Convención Constitucional, gracias a la racionalidad del voto popular, se transformó finalmente en un espacio democrático en el que cada sujeto es dueño de un discurso legítimo por sí mismo sin las sobrerrepresentaciones tradicionales que han tergiversado permanentemente las concentraciones del poder político. Por esta razón, continuando con la metáfora que surgió bromeando con mi amigo, el proceso constituyente es la Cápsula Fénix que lleva a la superficie la voz de un sujeto históricamente marginalizado capaz de levantar sus propias convicciones con el mismo peso o ligereza que cualquier otra voz. Sin embargo, la política partidista no sabe desenvolverse en este escenario novedoso de diálogo transversal donde el poder no lo tiene asegurado por sus propias reglas. “La carta de los 34” es un recordatorio de que la Convención Constitucional es un espacio autónomo del cual, como sucedió con el rescate de los 33, podemos esperar lo inesperado, y esto sólo sucede cuando los acuerdos no están predefinidos en el desierto de la política institucional.
Académico del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule, Talca.
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