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martes, 21 de noviembre de 2023

El Imperio de la Libertad

 

Rousseau
 

Lo conocí por culpa de Fausto, con el concurso de Emilio Pacull, en París. Este cuate, que pide por abajo, se las trae. Escribe libretos para el cine, y libros a partir de los libretos. Libros para iniciados o malucos de la cosa escrita. Aún no le cuento lo mal que pienso de su prosa. El tiempo solo me dio para hablar de lo bueno. Pasa que Antonio, otras cosas no, pero para escribir tiene un par de cojones que no veas. Comienza citando a George Orwell, lo que me recordó mis conversaciones con mi pana Víctor Pey Casado (amigo de Salvador Allende), quién, hablando de Orwell me dijo: "Nos cruzábamos en Barcelona, en lo de la Columna Durruti, cuando la guerra civil española". Combatientes de la Libertad. Y yo, simple militante de la causa, me acojonaba ante la Historia...


espace odissey

2001: Odisea del espacio


"La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza"
Inscripción en la fachada del ministerio de la Verdad en 1984, de George Orwell


por Antonio Beltrán Hernández - prefacio a la edición del año 2002 de su libro El imperio de la libertad


Stanley Kubrick lo soñó, Usama Ben Laden lo hizo.

Mi angustia crecía mientras más avanzaba el año 2001. Stanley Kubrick y Arthur C. Clarke nos habían prometido fantásticas maravillas para ese año y nada que se pudiera parecer se veía en el horizonte.

Además, para que todo fuera todavía más amargo, en marzo la película fue exhibida en el mejor cine de París, en donde vivo. Ahí pudimos todos darnos cuenta de la distancia inconmensurable que nos separaba de la Luna, de Júpiter y de más allá del infinito.

Por lo que a los simios concernía, no teníamos de qué preocuparnos: ya habíamos inventado suficientes armas para romper eficazmente el cráneo de nuestro prójimo y recobrar así lo que nos había robado.

Pero todas las otras maravillas que aparecían en la peli me dejaban completamente deprimido.

El transbordador espacial de pasajeros de la Pan Am no existía —¡hasta la Pan Am, cuya legendaria torre había, durante tantos lustros, dominado el cielo de Nueva York, no existía! Y qué decir de la estación espacial Hilton, de la amistad sovietoestadounidense (¡la Unión Soviética tampoco existía!), de las colonias lunares, de los viajes hacia Júpiter, de volverse Hijos de las Estrellas...

Volví a ver la película el 18 de marzo de 2001, día de mi cumpleaños y aniversario de la expropiación petrolera en México. Ya no quedaban más que nueve meses y medio entre esa fecha y el fin del año, así que yo estaba segurísimo de que en tan poco tiempo ninguna odisea espacial podría cumplirse.

Y de repente —quizás para conmemorar a aquellos dos aviones que, un martes 11 de septiembre, destruyeron el palacio presidencial chileno—, una sarta de cobardes (como yo) migrantes (como yo) armados con útiles de papelería (como yo) efectuaron un periplo aéreo que los llevó más allá del infinito. Entonces mi aparato televisor se transformó en una especie de Puerta de las Estrellas (Stargate), y al encenderlo fui transportado a otro planeta —o hasta a un universo paralelo. La Cuarta Guerra Mundial acababa de empezar.

Al principio me sentí bastante mal. Estaba terminando la primera corrección de la versión francesa de este librito y me dije que no era posible, que había que comenzar todo de nuevo. Luego, en el minuto siguiente, me sentí colmado de alegría al pensar que esos sucesos serían una formidable publicidad para este estudio que analizaba de un punto de vista nuevo la conquista del mundo por los Estados Unidos.

En realidad estas dos primeras reacciones resultaron ser erróneas y hasta estúpidas: aun en un universo paralelo las cosas no serían tan diferentes como para reescribir todo mi estudio y, aun si el golpe que los aviones le asestaron a los símbolos del poderío estadounidense era muy telegénico, aquello no significaba forzosamente que toda la Meca editorial parisiense del barrio de San Sulpicio se pelearía este manuscrito realizado por alguien cuyo currículum universitario (aquí la palabra ridículum sería más que pertinente) cabe ampliamente en la faz de una hoja ordinaria tamaño carta.

Así pues, el libro no fue publicado en París sino un año después de la odisea aérea de los migrantes papeleros, y esto gracias a una editorial valiente (adjetivo algo desgastado pero bastante pertinente en este caso) que no se espantó con mi lógica de sub-americano. Una lógica que en un país altamente civilizado como Francia podría parecer un tanto simplista.

Muchísimas cosas más sucedieron durante ese largo año. Poco después de los avionazos y de la liberación del ántrax, Afganistán fue liberado gracias a un artículo multiusos de la Carta de las Naciones Unidas, el artículo 51 -el mismísimo que utilizó la finada Unión Soviética para legitimar su invasión- liberación de 1979, y esta libertad condujo a la liberación de las afganas, todo dentro del marco de una operación llamada Libertad Inmutable.

El islamismo se convirtió así en el enemigo que los Estados Unidos esperaban desesperadamente desde la desaparición de comunismo para justificar sus conquistas.

El implacable organizador de la masacre de Panamá de 1989, el general Colin Powell, el carnicero de Irak durante la llamada “Guerra del Golfo” de 1990-91, se volvió un delicadísimo diplomático. El director de la espantable CIA, George Tenet, se convirtió en mensajero de paz en Medio Oriente. Rusia, cuyas operaciones en Chechenia se transformaron en lucha legítima contra el terrorismo, se dejó rodear un poco más, tanto geográficamente como por su reintegración dentro de las estructuras de la OTAN.

En fin, si quisiera seguirle el paso a la actualidad debería rescribir el libro más o menos cada dos o tres meses. Siendo haragán, decidí no modificar el texto original y redactar esta pequeña nota para explicar por qué no se encontrará en el libro ninguna alusión a Usama (ma’USA al revés) ben Laden, mientras que el ayatola Jomeini, que hoy en día está completamente pasado de moda (y hasta muerto), aparece unas dos o tres veces en el texto.

De todas maneras estoy seguro de que todo lector sensible a la lógica un tanto simplista de esta obra no necesitará que se le haga un croquis para entender que los eventos que sucedieron entre el fin del año 2001 y septiembre de 2002, mes de la publicación del libro, encuentran su fuente en la historia que aquí me propongo contarle.

Y es urgente que esta historia sea revelada al mundo. De todos los eventos que sucedieron desde el fin de 2001, el que indudablemente más me impresionó —más aún que las imágenes de esas personas que se tiraban por las ventanas de las Torres Gemelas— fue la imagen de Yasser Arafat donando su sangre para los supervivientes de aquellas mismas torres.

¿Cómo —me dije— cómo puede pensar que ese gesto, más patético que otra cosa, podrá atraerle la buena voluntad de aquéllos que alimentan de todos sus males? La respuesta me llegó unos segundos más tarde, orbicular y perfecta, como diría Borges: es obvio, me dije, este libro todavía no existe, Arafat no pudo haberlo leído.

Sin embargo me enteré más tarde que los efectos benéficos de este libro inexistente comenzaban a hacerse sentir. No sé si mis editores se lo soplaron a alguien, pero el caso es que el juez español que en 1998 había ordenado el arresto del general Pinochet en Londres, se acordó de repente que el doctor Henry Kissinger tenía también algo que ver con los estropicios cometidos en Chile.

Fue así cómo el olvidadizo juez Garzón se decidió por fin, el 15 de abril de 2002 —tres años después de la orden de arresto que lanzó contra el general chileno—, a convocar al doctor Kissinger como testigo. Quizás para que todo fuera más simétrico, la comisión rogatoria internacional fue presentada en Londres, a donde el doctor Kissinger debía viajar el 24 de abril de ese año. Hasta ahí llegaba, empero, la simetría. Contrariamente a lo que sucedió con Pinochet, el consejero y secretario de Estado del presidente Nixon, no fue molestado. Según la ley en vigor en el Reino Unido —rezaba una declaración del gobierno británico—, no es posible convocar testigos sin su consentimiento.

Todo esto era normal, el libro aún no existía. Su influencia bajo la forma de manuscrito era todavía muy limitada. Había que acelerar su publicación.

Y existía además otra muy buena razón para darse prisa.

A muchas gentes de buena voluntad les sorprendió muchísimo el golpe de los migrantes voladores. Desde el saqueo y el incendio de la ciudad de Washington perpetrado por los británicos durante la guerra anglo-estadounidense de 1812-14, nunca nadie había osado atacar el territorio americano de los Estados Unidos.

Pasmado, el presidente George Bush II declaró en la tele:

"Me sorprende que haya tal incomprensión para con nuestro país, y que tanta gente nos pueda odiar. Yo, como la mayor parte de los estadounidenses, no
lo puedo creer, puesto que sé que somos buenos."

Este libro se propone, así pues, iluminar esta terrible duda existencial que
atormenta a los habitantes de los países imperiales. Tratará de mostrarles que a fin de cuentas no son tan buenos como creen. En todo caso que no son mejores que nosotros, la basura.

 

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