Vistas de página en total

jueves, 30 de noviembre de 2023

Provincias del Imperio - Parte II - Capítulos VII y VIII

 

Levi-Strauss
 
film

VII

Antoine von Klaveris hizo el anuncio a través de la prensa extranjera y los medios locales lo replicaron con el reflejo condicionado de querer sentirse al menos una provincia del imperio. Un chileno radicado en Nueva York filmaría una película con el actor de culto como protagonista. En el tercer o cuarto párrafo los diarios nacionales reproducían mi nombre porque Helmut lo había mencionado al pasar, así que algunos conocidos me llamaron por teléfono para preguntarme si se trataba de mí o era una coincidencia, y enseguida me felicitaron pues a la gran mayoría de las personas les nace felicitarte cuando apareces en los medios de comunicación como si de ese modo se verificara por fin tu existencia, y sobre todo cuando se trata de una noticia como esa, que va de la mano con ser una provincia del imperio. Con inagotable paciencia a cada uno le repetí la genealogía del proyecto explicándole enseguida cómo Helmut entró en relaciones con el actor de culto, la larga espera a la salida del teatro en Manhattan y lo demás, y le hice saber que buena parte del rodaje se filmaría en una isla desolada del extremo austral, que era un lugar con el que soñé hacía unos cuantos años. Se lo había descrito a Helmut en una conversación telefónica y luego lo transcribí en un mensaje de correo electrónico tal como lo había anotado en mi diario. Se puso eufórico y decretó que ese era el lugar donde tenía que rodarse Los cielos más oscuros.

—Pero ese lugar no existe, lo soñé.
—Para mí es como si existiera.
—¿Dónde lo vas a encontrar?
—Vamos a viajar al sur austral, vamos a recorrer todas las islas, todos los archipiélagos y los fiordos, y vamos a encontrar un lugar así, estoy seguro.

En esos días yo también lo daba todo por hecho, con el entusiasmo que logró contagiarme Helmut en sus llamadas de larga distancia a la oficina. Por esa razón se lo conté a una amiga de entonces, hoy enteramente asimilada a la marea del futuro, que trabajaba como correctora de pruebas en una casa editora transnacional, y ella me propuso escribir un diario del rodaje para contar en primera persona las aventuras con Antoine von Klaveris en la perspectiva de publicarlo como un librito, una curiosidad y, a la vez, por qué no, una perla en el anecdotario del cine a otra escala.

Con el paso de los años la propuesta de mi amiga correctora de pruebas, hoy ex amiga, me indujo a pensar en todo lo que puede hacerse con un animal descuartizado: la bestia se desposta, se comercian los cortes según su calidad y prestigio culinario. Los huesos van para las cazuelas y los perros. Se aprovechan los cartílagos y las patas, también los interiores, las criadillas y menudencias. Se procesan subproductos como chunchules, prietas, longanizas y otros embutidos. Siempre traqueteando arriba de una micro le pregunté a Ariel Palma en qué categoría de derivado podríamos encajar un diario de rodaje de Los cielos más oscuros, si al lado de una figurita coleccionable del protagonista, un afiche o póster de gran formato o tal vez en el estante de la banda sonora. Como la película nunca vio la luz y solo recibí dos transferencias de dinero por los servicios del agente que perseguía fondos para la producción —los que contribuyeron al pago del arriendo a don Eugenio—, con el tiempo la idea de escribir un diario del rodaje real fue virando hacia la idea de escribir un diario del rodaje ficticio, un texto absolutamente libre, le hice saber a Ariel Palma, en el que me figuraba —entre otras escenas que vienen a continuación— recorriendo en compañía de Antoine von Klaveris esa isla del extremo austral con un viento en contra que nos alzaba del suelo y un frío cortante como jamás había sentido en la piel. No parecía un lugar muy hospitalario para discurrir sobre la existencia y el destino del hombre, sin embargo, la adversidad climática me lo volvía aún más propicio para desarrollar mis conversaciones con el actor de culto, que a mi modo de ver tendrían por asunto principal la cuestión de discernir qué era la vida y qué la no-vida, cuáles eran las implicancias de estar inmerso en una o en otra, y me figuraba, además, que nuestras conversaciones en aquel paisaje inhumano y a otra escala irían develando si Von Klaveris había conquistado por fin la vida valiéndose de la no-vida, cuestión que hasta aquí me parecía inconcebible o, aun peor, espantosa. Cuando volví a reunirme con mi amiga de la editorial le conté del proyecto. Así como se lo describía, me dijo sin rodeos y con toda su satisfecha suficiencia intelectual, era un completo desvarío, mejor que lo olvidara.

VIII

Los cielos más oscuros. Int/Ext. Noche/Día

Un hombre solo, íntimamente solo diría yo, pero al mismo tiempo circunstancialmente solo (¿cómo expresarlo imágenes?) camina a eso de las siete y media de la tarde por una vereda urbana midiendo los pasos como cada vez que necesita escanciar los pensamientos sobre las consecuencias de sus actos, en particular de un solo acto, lo ve con claridad, que se agita en su mente afiebrada pero de ningún modo en la mente de la otra persona en cuestión, que vendría a ser una mujer de nombre Javiera. Uno podría preguntarse con él, al ritmo de sus pasos, qué facultades creativas despierta el deseo, o si acaso las fantasías tienen algún poder de zamarrear la realidad.

He dicho que el hombre en cuestión se encuentra circunstancialmente solo, en esa condición hipócrita que se conoce como “viudo de verano”, entre el lamento de la soledad y los susurros de las tentaciones. En esta parte de la escena está permitido volver sobre una idea anterior, la idea de que si el tiempo se detiene el espíritu se cobra revancha. Y asimismo preguntarse de nuevo: ¿revancha a favor en contra de uno?

Como digo, el hombre camina despacio sopesando las ideas en su andar, dibujando las posibilidades de la noche, sus puertas o portales, sus cerrojos y cadenas. Sus pensamientos se suspenden en el momento preciso en que toca el timbre del departamento 301, bloque C. Ding-dong, así suena. J aparece en el umbral con el pelo suelto, mojado, y lo invita a pasar al living-comedor disculpándose por no estar lista todavía. Que lo espere un ratito, le pide. D, el otro personaje en cuestión, antes de pasar se limpia las suelas en el felpudo de entrada donde se lee un mensaje un tanto agresivo: “¡Malas vibras afuera!”, y toma asiento en el sillón de un cuerpo con el tapiz desflecado por las garras de los gatos, dos felinos grises que se pasean desafiantes por el piso (¿cómo hacemos actuar a los gatos, Helmut?). En la ventana, el disco lunar está asomando por detrás de las montañas y derrama su fluorescencia alba sobre la sala en penumbras (J olvidó encender luces, D no se atreve a pulsar el interruptor de la pared). Da para pensar que los gatos se ríen de sus intenciones, de sus dificultades para adaptar las pupilas a la semioscuridad, de su insensato plan para introducir otro palillo chino en la no-vida. Al frente hay un librero de varios estantes que exhiben adornos de otra época y expelen el olor de una clase social en vías de extinción, más apagada, menos estridente, no pobre eso sí; objetos de dudoso gusto que hacen pensar en tías abuelas, en viejas solteronas, en penurias morosas aunque no apremiantes, y que sin embargo abren un modesto bolsón de vida en la no-vida (¿será tan así, Helmut?). Un pescador chino de loza sentado sobre una piedra con su caña y su hilo de nylon. Una virgen de escayola en actitud de plegaria. Un pesebre en miniatura. Una foto en marco metálico de las hermanitas cuando niñas, de donde se adivina que la mayor tendrá un rostro más delicado, pero J la superará en sensualidad. Una yunta de bueyes tallada en madera en cuya base se lee “Temuco”. Y así. No hay más tiempo de inventariar, porque una voz se adelanta desde el pasillo:

—¿Tu eres D, cierto?

Se reconocen de inmediato, con un golpe de corriente. Viene con el perro salchicha en brazos, parece bastante informada de su visita. D se levanta y le tiende la mano como si no la hubiera visto en su vida.

—¿Coca-Cola?... ¿Agua?...

—Nada, gracias…

El mismo cabello con tintura oro pálido, ensortijado. Como recordándose del encuentro anterior, el perrito empieza a ladrarle.

—¡Perro pesado! —dice la mujer besándole el morro.

Se devuelve por el pasillo, D supone que ha corrido al baño para advertirle a su hija la clase de individuo con quien va a salir esta noche: un tipo que anda pensando en palillos chinos, digamos.

Corte a:

Exterior domingo, mediodía, sol, etc. El personaje D, en cuestión, pasea por el antejardín del edificio con su perro Febo a la espera de que haga sus necesidades. Febo olfatea minuciosamente las hojitas y luego mea. El plan es darle una vuelta a la manzana para satisfacer sus necesidades mayores. Entonces, en un segundo de distracción, D oye un revoltijo de ladridos y gritos histéricos. Al volverse obtiene el cuadro completo de la situación. Una mujer de cabellos ensortijados, que no se parece ni de lejos a Ricitos de Oro, levanta en sus brazos a un perro salchicha mientras Febo le salta encima para atacarlo. D amarra a su perro y se deshace en disculpas con la mujer, que se niega a aceptarlas y le refriega en la cara su grave falta con todos los argumentos que proporciona la ley de tenencia responsable de mascotas y otras leyes del presente. Pues el salchicha va con su correa y Febo no. D tiene todas las de perder y lo sabe, y por eso se disculpa con la mujer.

No, no y no. De ninguna manera acepto tus disculpas, tienes que pagar por tu gravísima falta, parece decirle con fruición la mujer frente a quienes circulan por ahí. ¿Qué más puedo hacer por ti, mujer? Ya te pedí disculpas, por favor dime qué más, podría decirle D, presintiendo que la situación es una válvula de escape para la mujer platinada, un desahogo de frustraciones de nunca acabar. El perro salchicha ya no ladra, pero su dueña es infatigable.

En medio de la monserga la mujer le recuerda que son vecinos, ella vive en los bloques de departamentos de más allá, llegando a la avenida, muy cerca de aquí, en todo caso vecinos, repite, para que D no vaya a menospreciarla por vivir en unos bloques de capa caída, somos personas de clase media, podría decirle, tenemos los mismos derechos, pagamos las mismas cuentas, contrajimos las mismas deudas. Con toda probabilidad (¿cómo ponerlo en imágenes, Helmut?) ahora partió a decirle a su hija que está secándose el pelo: Lo conozco, el otro día me miró a huevo, se cree el hoyo por vivir en el edificio celeste de allá. ¡Mamá, no te pases rollos!, podría uno imaginar que dice J frenándola en seco, pues para la marea del futuro las diferencias sociales son una anécdota en el paisaje, le digo a Ariel Palma arriba de una micro.

Corte a:

Interior departamento. Día.

Volviendo del paseo con Febo suena el citófono en el departamento de D. Es don Willy:

—Una señora con un perrito lo busca aquí abajo…

¿Qué pasa ahora?, se pregunta D llamando el ascensor con malos presentimientos, pues sabe que siempre habrá voluntarios para las batallas cotidianas más insignificantes. Se abren las puertas del ascensor y la encuentra muy plantada —empoderada, podría decirse hoy— en la recepción del edificio con el perro salchicha en brazos, don Willy a su lado con cara de circunstancia. En su rostro cuaja una expresión de profunda gravedad. Mira, le dice enseñándole una patita delantera del salchicha con una herida abierta, roja, profunda, de unos tres centímetros de largo.

—Tu perrito —dice la mujer.

D estudia un momento la abertura de la carne entre los pelos, bastante más que un leve rasguño.

—Llévelo al veterinario, yo se lo pago.

La expresión de ella se desarma, se descoloca. ¿Cómo?, parece decir su desconcierto. ¿No vamos a matarnos por dinero? Incluso podría decirle por telepatía (si un guion permitiera este recurso): ¡Amo pelear por dinero! ¡Me encantaría desplumarte, dejarte en la calle como a un mendigo!

—Yo se lo pago —repite D.

D no puede desentenderse ni oponerse a la mujer, si lo hace —se dice en off— la tendrá todos los días a las puertas del edificio llamándolo por citófono, lo visitarán abogados de pleitos infames, recibirá citaciones a juzgados de policía local en sobres de grandes dimensiones. Así que dice, por tercera vez en la escena:

—Yo se lo pago.

Corte a:

Interior departamento 301, bloque C, noche de luna llena.

Noventa mil pesos costó el ataque de Febo, se recuerda D en el sillón desflecado. Podría haberle dicho: Con la diferencia te tiñes a lo Marilyn Monroe o juntas plata para arreglar el tapiz. La oía −o la imaginaba− en el pasillo (no puedo decidirme, Helmut) hablando pestes de él a su hija, que se pasa la plancha eléctrica por cada una de sus mechas. Uno de los gatos se acerca sinuosamente hasta sus pies solo para decirle en voz baja: Meter un palillo en la no-vida cuesta caro. ¿Quién te dijo que salía gratis?

Corte a:

Interior edificio céntrico (la mole). Día. D va subiendo por las amplias escaleras en busca de su café purgante de la mañana cuando se cruza con J, que viene bajando del casino con un vaso de té humeante. Se congelan a dos peldaños de distancia. La cara de complicación y la congoja de la mujer son notorias, ya circula por la mesa de dinero una frase que la describe con rayos X: la mina es hueviada de la cabeza. Al tiempo que este encuentro a boca de jarro con la tristeza lo toma desprevenido, D se estremece ante la falda oscura que se le adhiere a las piernas y las caderas, un estupor que lo induce a preguntarse en voz alta arriba de una micro, ya se sabe en compañía de quién, si ante reflujo del pudor de los últimos treinta o más años habremos experimentado a cambio una verdadera liberación sexual gestada a sus espaldas como tantos otros cambios de estos tiempos, o no ha sido más que una renovación del envase para condiciones de mercado más exigentes.

Como sea, D se queda de una pieza, aturdido por este encuentro en las escaleras de la mole que se lo traga día tras día. Ella parece un reflejo de su propia perplejidad. Entonces a D se le escapa una pregunta entre los labios: ¿Cómo te sientes? No entiende por qué pregunta tal cosa, por qué se interna en un terreno donde no tiene nada que hacer, donde no podría ser más que un intruso. Pero J agradece la pregunta ablandando su expresión. Más o menos, dice con un tic de los párpados como si todo lo que le hubiera acontecido a partir del “algo” con Espejo fuese un asunto de Estado. A D se le ocurre decir: “Lo siento”.

Ahí termina el diálogo en las escaleras, cada cual sigue su camino pero nada más volver a su lugar en la sala anexa a D lo coge una inspiración muy propia de quienes apuestan a los palillos chinos como a la ruleta y le escribe uno de los mensajes más ridículos de toda esta historia a ras de suelo:

Viudo de verano invita a viuda de lo desconocido a salir algún día (¿?)

No pasan dos minutos y recibe de vuelta, en el lenguaje más íntimo de las mesas de dinero:

Cerrado!

Corte a:

Int. Departamento. Noche. A partir de aquí —si fuera posible, Helmut— trataría de descomponer el tiempo y las relaciones que se urden en su telar mostrando cómo el intento de introducir un palillo chino pone en riesgo toda la estructura, de por sí amenazada, pero sobre todo amenazante. Trataría de repetir el trabajo de animación del cortometraje con la Pasarova. Pero iría más allá, hasta el límite, Ariel Palma podría ayudar en esto, tiene un pulso de cirujano. La idea, como aquí la concibo, es que los fotogramas empiecen a desacoplarse, primero imperceptiblemente para luego dispersarse en el espacio, en el vacío, en lo que sea, Helmut. Que vayan flotando a la deriva, digo.

J está lista para salir. Una chaqueta liviana cuelga de su antebrazo. Una camiseta blanca sin mangas hace lucir sus hombros pulidos. D pensaba levantarse del sillón, pero ella le trajo un vaso de Coca-Cola y ahora están sentados frente a frente hablando sobre la mesa de dinero en un tono quizás demasiado alto, pero no tanto si tomamos en cuenta que J quiere que su madre los oiga, que su madre se tranquilice al oír de estos asuntos sin ningún interés, quizás J desea demostrarle a la mujer de pelo dorado que D no es ningún psicópata, nunca como hoy se ha sentido tanto miedo a los psicópatas, incluso más miedo que a la propia DINA o la CNI, verdaderos regimientos de psicópatas.

—Mamá, D no quiere partirme en trocitos —oye D en el aire imaginario, en el audio de un fotograma que se echa a volar.

—Mamá, D quiere consolarme por todo lo que me han hecho pasar en la mesa de dinero personas muy mal intencionadas, malas de adentro. Se ofreció a ser mi paño de lágrimas, es lo único que le interesa, es el confidente que necesito en estos momentos —oye D en el aire, en una ráfaga que arranca pétalos del presente deshojándolo fotograma por fotograma.

Y hay más.

La voz material de J se traslapa con otra voz, se trenza y confunde con la de su madre que viene del pasillo, de un dormitorio, tal vez del baño. La mujer habla por teléfono con un niño a juzgar por el modo en que lo trata, pero podría ser tal vez un viejo chocho: ¡Volví de Iquique, amorcito! −la boca de J se mueve como la de un ventrílocuo−, te traje la muñeca y los juguetes, te traje el parlante ¿ya?, ¿me vas a cantar, vas a cantarme?

¡Nos compraremos una camioneta!, oye D en un fotograma en vuelo, ¡nunca más nos faltará nada, levantaremos un castillo con las cosas compradas!, ¡nunca más una humillación!, ¡nos vengaremos, amorcito, el tiempo se detuvo y está de nuestro lado! ¡D no podrá impedirlo!

Corte a:

Ext. Calles/terraza de un bar, noche, luna menguante.

El Virgilio es un bar equidistante de los edificios de J y D. Forma con ellos un triángulo isósceles cuyo vértice superior apunta hacia el norte como las brújulas. Un bar de barrio, lugar de encuentro para los vecinos, fuera de los radares del mundo financiero. Así es mejor, mucho mejor, se dice D en off, así podrá jugar de local, con las condiciones del medio a su favor.

—Te traje hasta aquí —le dice a J— con la vaga esperanza de encontrar una intersección de nuestros mundos, un subconjunto en común, un espacio donde soportar la no-vida. La marea del futuro nos aparta poco a poco, nos arrastra en su corriente como una marea fluvial y en cualquier momento creo que va a tirarme por la borda. No hay lugar, Javiera, y no se divisa ninguna esperanza.

—¿Qué puedo hacer por ti? —dice ella.

O tal vez dice:

—¿No has probado con el yoga o los medicamentos?

—Mejor cambiemos de tema —dice D—: ¿sabías que Virgilio fue un poeta de la Antigüedad, célebre no solo por sus obras sino porque otro poeta más grande aún, Dante Alighieri, lo convirtió en personaje de su Divina Comedia? En la obra Virgilio sirve de guía al propio Dante en el descenso a los infiernos y en el ascenso al purgatorio (no puede entrar en el paraíso porque no es cristiano). Lo más interesante de la historia, lo que más me admira y me deslumbra, es la concepción de un mundo organizado según un orden trascendente que orienta toda nuestra vida: la distancia a la que nos encontramos de Dios. La distancia es todo, la distancia crea el orden. Los anillos concéntricos del infierno, el monte del purgatorio, los nueve cielos materiales y el Empíreo, el cielo inmaterial donde moran Dios y los beatos. Es el viaje de Dante en su poema, donde cada ser humano allí representado ocupa el lugar que le corresponde por justicia divina: cumple una pena o un suplicio eterno, expía sus pecados o vive en el éxtasis místico por sus actos en la vida terrenal, es decir, de acuerdo con la distancia a la que se encuentra de Dios… El poema puede leerse como un soberbio ajuste de cuentas de Dante con su tiempo... Pero también podría ser la más profunda cosmovisión creada por un artista —concluye D arrebatado y algo fuera de foco, hay que decirlo.

Con esas palabras ha conseguido atraer toda la atención de J, que ahora se inclina hacia él por encima de la mesa para preguntarle mirándolo directo a los ojos:

—Si tuvieras el poder de impartir justicia divina, ¿en qué lugar de ese mundo me colocarías?

—Todos, absolutamente todos nos merecemos el cielo, eso está escrito en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Pero yo sigo creyendo —lo tengo escrito por ahí, quizás lo publique en un libro— que el infierno es un derecho humano.

En cuanto se apaga la voz de D las luces del bar Virgilio empiezan a titilar y disminuyen progresivamente de voltaje como si un hecho sobrenatural o un cataclismo devastador estuviera a punto de sobrevenir. J se encoge sobre sí misma para protegerse de la destrucción inminente, mientras D se recuerda de unos versos que son el detritus o la escoria de la poesía dantesca.

Sobreimprime:

…mi propia ruina no era la muerte
—tampoco la vida—
Era un puente curvo enclavado
en la sangre de mi espalda
que yo no alcanzaba jamás a cruzar.

Funde a negro.

 

©2023 Politika | diarioelect.politika@gmail.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores