La derecha dura corre hoy el riesgo de que, con el éxito en su demonización del “octubrismo”, crea que detrás hay comodidad con el statu quo, lo que no es tal. Reducir el “octubrismo” a la violencia podrá ser efectivo para ganar una elección, pero es receta segura para el fracaso una vez gobernando.
Basta recordar las reacciones de Marcela Cubillos ante quienes cuestionaron su remuneración en la Universidad San Sebastián, para constatar una vez más que el llamado “octubrismo” se convirtió en un concepto difuso, que la derecha dura ocupa con deliberada vaguedad para denominar todo aquello con lo que no comulga.
Así, la categoría de “octubrista” incluye, con igual imprecisión pero con efectividad, a quienes creen que durante 2019 se cometieron violaciones de los DD.HH., quienes desean un componente de solidaridad en el sistema de pensiones, o quienes piden mayor progresividad en los impuestos, por nombrar algunos posibles ejemplos. La histórica “marcha del millón” o el reconocimiento mundial a la performance de Las Tesis, que daban cuenta de un pueblo cohesionado en su esperanza, parecen vivir solo en la mente de un puñado de nostálgicos.
Es más, la reciente encuesta CEP no solo constata que el llamado estallido social ha ido perdiendo apoyo, sino que además –en un acto difícil de explicar– cada vez menos gente reconoce haber apoyado, en su momento, las marchas y otras manifestaciones pacíficas. A ello se suma que, independientemente de su postura original, hoy un 50% de los encuestados considera que los hechos fueron malos o muy malos para el país, lo que sugiere que, al menos en parte, el discurso de la derecha demonizando el movimiento popular ha sido efectivo.
El mismo epíteto de “octubrista” fue enarbolado por numerosas columnas y editoriales para referirse al Informe sobre Desarrollo Humano realizado por el PNUD, en gran medida porque este, con el rigor empírico que le caracteriza, daba cuenta de que las demandas levantadas por parte importante de la población en 2019 seguían hoy siendo anheladas por esta, por más que las prioridades hubiesen variado hacia delincuencia, migración y empleo. A ello se suma un capítulo del informe que analiza un gran volumen de textos de opinión en la prensa y concluye que parte de los problemas de conducción de las reformas necesarias pasa por la inhibición de una pluralidad de visiones en la discusión pública.
La cobertura mayoritaria que ha recibido el informe en la prensa más conservadora confirma esta última conclusión. El tratamiento del documento del PNUD en algunos medios lo ha encasillado como una especie de panfleto, un encargo del Gobierno u otros calificativos que no se hacen cargo del estándar científico de este. Con ello, malamente (casi) se zanjó una discusión que poco trató de los relevantes resultados de fondo del informe.
Lo anterior robustece otra de las conclusiones del señalado documento: la desconexión de las élites con el resto de la población. En parte, dicha desconexión radica en que las élites discuten los problemas públicos en función de sus propios intereses y, desde ahí, dejan de conversar con los anhelos de la población.
Es cierto, por ejemplo, que parte de la población quiere un mayor componente de solidaridad en el sistema de pensiones, mientras que otras personas prefieren solo capitalización individual, pero la gran mayoría anhela una reforma que implique un alza en las pensiones. Las élites, en tanto, se congratulan de cerrarle la puerta a una posible reforma por medio de discursos altisonantes que entierran el problema, pero no lo solucionan, acrecentando la frustración de las personas.
La derecha dura corre hoy el riesgo de que, con el vuelo de su triunfo comunicacional que demonizó el “octubrismo”, crea que detrás hay cierta comodidad con el statu quo, que en realidad no es tal. Reducir el “octubrismo” a la violencia que allí ocurrió, podrá ser efectivo para ganar una próxima elección, pero es una receta para el fracaso una vez gobernando.
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