El resultado en Las Condes fue categórico e histórico. Por un lado, fue una verdadera rebelión política de Catalina San Martín, pero principalmente fue la constatación de que los chilenos son más inteligentes de lo que la clase política cree y saben separar la paja del trigo.
Marcela Cubillos Sigall se impuso como candidata del sector por Las Condes a la fuerza. Desde España, movió las piezas que necesitaba para postular a una comuna en que no corría ningún riesgo. Una sandía calada políticamente. Poco esfuerzo, baja inversión para un puesto seguro en una de las comunas del sector oriente, todas gobernadas históricamente por la derecha.
Marcela llamó a sus excompañeros de partido –la UDI– y a sus cercanos en Republicanos y los convenció de su tesis política: que ella era la unidad que lograría romper las barreras entre las dos derechas. Si el diseño funcionaba, se pavimentaría el camino para enfrentar juntos las elecciones parlamentarias y la presidencial de 2025. Por supuesto, el experimento se ejecutaría en el bastión de la derecha, por tanto, cero riesgos.
Para imponer su tesis, Marcela no tuvo contemplaciones. Usando un estilo rudo y agresivo, convenció a Chile Vamos –particularmente a la UDI– de desplazar sin anestesia a la alcaldesa en ejercicio, en un acto de brutalidad y prepotencia política pocas veces visto en Chile. Una vez despejada la cancha, volvió al país preparando una puesta en escena digna de una rockstar. Se bajó del avión entre cámaras y flashes, como si ya fuera la alcaldesa electa. Por tanto, no era necesario hablar de los intereses ni las preocupaciones de los vecinos de Las Condes: había que pasar a la gran política, esa que la podría llevar a La Moneda.
Su relato, agresivo claro está, se concentró en que había que derrotar al “octubrismo” –¿en Las Condes?–, en decir que el Gobierno de Boric era la peor maldición que le había pasado al país y, por supuesto, prometer el sueño de un país gobernado por la derecha más dura, capaz de sacar del poder a la extrema izquierda, como dice ella.
En el camino, Marcela iba dejando heridos, partiendo por los propios. Además de Daniela Peñaloza –que merece un acto de desagravio de la UDI, al menos–, se sumó luego Catalina San Martín, la destacada concejala ex-Evópoli, que no toleró el acto de prepotencia y decidió renunciar a este partido como señal de protesta, junto con iniciar su campaña para la alcaldía. Catalina sabía que la batalla estaba perdida de antemano. Sin embargo, tenía una tremenda ventaja respecto de Marcela: conocía la comuna, a su gente y había trabajado codo a codo con la alcaldesa Peñaloza. Convicción, le llaman a eso.
Un mes antes de la elección, todo hacía suponer que el estilo de Cubillos se impondría. Pero vendría el tropiezo, el error comunicacional y político que dejó en evidencia, que transparentó de tomo y lomo a Marcela: en el voto decía Ella es, pese a que la otra Marcela Cubillos ya había sido candidata antes que ella, es decir, en 2021.
La exministra montó en colera cuando se conoció el sueldo millonario que había estado recibiendo en la Universidad San Sebastián, a pesar de no tener los antecedentes académicos para ello y ser un establecimiento que recibe fondos públicos. Esto, porque además era de público conocimiento que durante gran parte del periodo en que se desempeñaba media jornada –por 17 millones, imagine cuánto sería la jornada completa– se encontraba en Madrid.
Pero Marcela, lejos de hacer lo que cualquier asesor de comunicaciones habría indicado, bajarle el perfil a la controversia, salió a contraatacar con fuerza. Convocó a puntos de prensa y recorrió todos los medios que pudo en 48 horas, con un relato que, más que apagar el incendio, le puso bencina.
Defendió el monto desde un relato muy propio de la derecha radical: el mérito y la libertad. De paso, aprovechó de atacar al Gobierno –que no tenía arte ni parte en el tema–, clasificó a moros y cristianos como “octubristas” y responsabilizó a la izquierda de estar detrás de un montaje. Pero hubo cero autocrítica y cero empatía con el 99% de chilenos e incluso habitantes de Las Condes que viven con bastante menos que 17 millones.
Claro, Marcela sentía que el espacio público de su batalla era el nacional, la estación siguiente –¿candidata presidencial?– y no el territorio de Las Condes. Cubillos cayó en su propia trampa, autoprovocándose un daño irreparable, del cual no tuvo conciencia hasta el mismo 27 de octubre.
Mientras Marcela Cubillos se ocupaba de seguir contraatacando y legitimando el derecho a ganar 17 millones, Catalina San Martín hacía campaña, puerta a puerta, siendo reconocida por los vecinos, gracias a su rol de concejala.
Y claro: su expartido se dio cuenta en el tramo final del error, del acto de traición que habían cometido, y tomó la decisión de “dejar en libertad de acción” a los militantes de Evópoli, un gesto al estilo de nuestros políticos. ¿Por qué no fueron capaces de decir “vote por Catalina” si tenían la convicción de que no querían apoyar a Cubillos? Porque el miedo a la represalia de los dos partidos grandes del bloque pesó por sobre los principios. Nada nuevo. O pragmatismo, como le llaman.
El resultado en Las Condes fue categórico e histórico. Por un lado, fue una verdadera rebelión política de Catalina San Martín, pero principalmente fue la constatación de que los chilenos son más inteligentes de lo que la clase política cree y saben separar la paja del trigo. Si bien Chile Vamos y la UDI la sacaron barata por el caso Hermosilla y sus aristas Chadwick y Guerra, los ciudadanos no dejaron pasar por alto cuando alguien estaba involucrado directamente, como la profesora Cubillos en la USS.
Lo mismo le pasó a Luciano Rivas, el único gobernador de derecha elegido en 2021, que el domingo recibió una paliza de manos de René Saffirio, a pesar de ser La Araucanía una región históricamente de derecha. ¿La razón? En esa región se presentó el desfalco más grande del caso Convenios. En Antofagasta, donde empezó el caso, la derecha conquistó el triunfo, otro ejemplo de un voto castigo.
Veremos si en Chile Vamos logran aprender de este episodio y se dan cuenta de que los ciudadanos son bastante más inteligentes de lo que nuestros políticos creen. Atrás quedaron una alcaldesa traicionada, una concejala que se rebeló, un partido que se arrepintió a última hora y una figura nacional que utilizó la prepotencia y pensó que el sillón alcaldicio lo tenía ganado por derecho, y, por supuesto, cuando un caso nos viene a refregar los privilegios y falta de equidad en el país, termina influyendo a la hora de votar en las urnas.
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