Cientos
de personas, ninguna autoridad, sólo gente: profesional, trabajadora,
migrante, vecina del barrio, jóvenes, viejos, adultos, niños,
representantes de organizaciones de derechos humanos, de movimientos
católicos, reunidos en su nombre para recordar a uno de esos curas que
reconcilian el mensaje de Cristo crucificado con la gente, con el
pueblo.
Alfonso, proveniente de una familia tradicional, estudio ingeniería civil en la Universidad Católica, pero en esos convulsos años de las décadas de los 60 y 70 optó por el compromiso con los pobres, formando parte del movimiento llamado "cristianos por el socialismo". En su breve humanidad reunió fuerza, coraje, bravura, amor, compasión, comprensión y compromiso.
Cura diocesano, pudo llegar a la jerarquía de la Iglesia, cuando en los 70 se le ofreció ser Obispo por Calama, pero él prefirió la vida sacerdotal del testimonio y del trabajo en la base. Vivió en la Población Caro, formó parte de los movimiento católico ligados a los trabajadores, a los derechos humanos. Pero yo lo recuerdo más como el amigo cura, ese que estuvo en los momentos felices y tristes de mi vida.
Lo conocí como Vicario de la Pastoral Obrera, cuando bajo su alero pudo crecer el movimiento sindical proscrito por la dictadura militar. La Coordinadora Nacional Sindical, primero y luego el Comando Nacional de Trabajadores conocieron de su apoyo y acogida. Manuel Bustos, compañero de mi vida y padre de mis hijos encontró en él no sólo el "paraguas protector", sino el amigo, el compañero de ruta, la persona en quien confiar, el cura que bautizó a sus hijos, el cura que escuchó sus confesiones pocas semanas antes de morir.
Alfonso, me ayudó a reconciliarme con la vida, con Dios y su palabra cuándo enfrenté la pérdida de mi amado hijo Manuel Francisco. Recogió los pedazos de madre dolida, de mujer asustada con el futuro, de mamá de una niña pequeña y hermosa que me necesitaba, de profesional con capacidades, de militante de la causa de la justicia y me habló, con cariño, con afecto, pero también con firmeza. Aclaró dudas, miedos, explicó lo inexplicable, me dio respuestas que me ayudaron a seguir.
Ese hombre, ese cura, no sólo tenía la claridad y valentía para guiar movimientos, para dar ejemplos, para superar los miedos naturales en momentos de cruel dictadura, para acompañar a quienes vieron violentados sus derechos humanos, a los familiares de quienes perdieron la vida en horribles circunstancias durante la dictadura militar, también podía salvar el cuerpo y el alma de personas simples, con dolores de vida; también sabía acoger a los migrantes, que buscan en otras tierras la posibilidad de desarrollarse y ayudar a sus familias; también sabía que su trabajo no terminó con el retorno de la democracia a medias que tenemos, sino que continuaba. Ese fue el cura Alfonso, el Chico Baeza, como le llamaban los dirigentes sindicales.
A esta Iglesia le faltan cientos de curas Baezas, llenos de humanidad, inteligencia, empatía, de amor por la justicia, la libertad y la igualdad. Iba ocasionalmente a sus misas, los domingos, y siempre su homilía de alguna u otra manera devengaba en lo contingente. Allí dónde más de una vez dijo que los pobres no eran pobres porque Dios lo quisiera, sino porque hay injusticias; que no se puede explotar a los más débiles, a los trabajadores, porque ellos son los que dan concreción a la economía. Alfonso, amigo, hoy, más que nunca y para siempre... "el pueblo está contigo".
Alfonso, proveniente de una familia tradicional, estudio ingeniería civil en la Universidad Católica, pero en esos convulsos años de las décadas de los 60 y 70 optó por el compromiso con los pobres, formando parte del movimiento llamado "cristianos por el socialismo". En su breve humanidad reunió fuerza, coraje, bravura, amor, compasión, comprensión y compromiso.
Cura diocesano, pudo llegar a la jerarquía de la Iglesia, cuando en los 70 se le ofreció ser Obispo por Calama, pero él prefirió la vida sacerdotal del testimonio y del trabajo en la base. Vivió en la Población Caro, formó parte de los movimiento católico ligados a los trabajadores, a los derechos humanos. Pero yo lo recuerdo más como el amigo cura, ese que estuvo en los momentos felices y tristes de mi vida.
Lo conocí como Vicario de la Pastoral Obrera, cuando bajo su alero pudo crecer el movimiento sindical proscrito por la dictadura militar. La Coordinadora Nacional Sindical, primero y luego el Comando Nacional de Trabajadores conocieron de su apoyo y acogida. Manuel Bustos, compañero de mi vida y padre de mis hijos encontró en él no sólo el "paraguas protector", sino el amigo, el compañero de ruta, la persona en quien confiar, el cura que bautizó a sus hijos, el cura que escuchó sus confesiones pocas semanas antes de morir.
Alfonso, me ayudó a reconciliarme con la vida, con Dios y su palabra cuándo enfrenté la pérdida de mi amado hijo Manuel Francisco. Recogió los pedazos de madre dolida, de mujer asustada con el futuro, de mamá de una niña pequeña y hermosa que me necesitaba, de profesional con capacidades, de militante de la causa de la justicia y me habló, con cariño, con afecto, pero también con firmeza. Aclaró dudas, miedos, explicó lo inexplicable, me dio respuestas que me ayudaron a seguir.
Ese hombre, ese cura, no sólo tenía la claridad y valentía para guiar movimientos, para dar ejemplos, para superar los miedos naturales en momentos de cruel dictadura, para acompañar a quienes vieron violentados sus derechos humanos, a los familiares de quienes perdieron la vida en horribles circunstancias durante la dictadura militar, también podía salvar el cuerpo y el alma de personas simples, con dolores de vida; también sabía acoger a los migrantes, que buscan en otras tierras la posibilidad de desarrollarse y ayudar a sus familias; también sabía que su trabajo no terminó con el retorno de la democracia a medias que tenemos, sino que continuaba. Ese fue el cura Alfonso, el Chico Baeza, como le llamaban los dirigentes sindicales.
A esta Iglesia le faltan cientos de curas Baezas, llenos de humanidad, inteligencia, empatía, de amor por la justicia, la libertad y la igualdad. Iba ocasionalmente a sus misas, los domingos, y siempre su homilía de alguna u otra manera devengaba en lo contingente. Allí dónde más de una vez dijo que los pobres no eran pobres porque Dios lo quisiera, sino porque hay injusticias; que no se puede explotar a los más débiles, a los trabajadores, porque ellos son los que dan concreción a la economía. Alfonso, amigo, hoy, más que nunca y para siempre... "el pueblo está contigo".
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