Cuando las heridas no cicatrizan
por Jorge Pinto Rodríguez 27 septiembre, 2021
En las vidas personales y colectivas arrastramos dolores causados por heridas que el tiempo suele curar. Sin embargo, hay ocasiones en que no cicatrizan, derivando en dramas que afectan la convivencia. En Chile hay dos ejemplos de historias que han causado enorme daño y que explican, y a veces ayudan a entender, la violencia desencadenada en las últimas décadas.
La primera se inició hace 500 años cuando los europeos descubrieron América y se desplazaron hacia el sur hasta lo que hoy es Chile. Instalados en el siglo XVI en La Araucanía, iniciaron una cruenta guerra contra sus primeros pobladores, cuya resistencia es un ejemplo de valor. Casi un siglo de lucha concluyó con una política de acuerdos que tranquilizaron al Wallmapu. La región prosperó y contribuyó de manera importante a sostener la economía de lo que entonces se llamaba el Reino de Chile. Todo iba bien, en la memoria quedaban huellas de las heridas, pero suavizadas por el tiempo, hasta que a mediados del siglo XIX se volvió a repetir la historia del XVI. Esta vez fue el Estado chileno el que emprendió una cruzada para terminar, según quienes lo conducían, con la barbarie, encarnada en un pueblo, el Pueblo Mapuche, que impedía el progreso del país. Animales de rapiña se les llamó y se proclamó su exterminio en bien de la humanidad. La violencia, acompañada de injusticias, abusos y discriminaciones, revivieron las heridas y, aún más, las agravaron en las décadas siguientes porque las injusticias, abusos y discriminaciones no terminaron. Las heridas son profundas, lacerantes, impulsando una violencia que todos condenamos, pero cuyo origen no todos conocen.
La segunda historia parte en la década de 1970. Un proyecto de sociedad impulsado por trabajadores y trabajadoras que creyeron podían cambiar la historia se estrelló con intereses de otros grupos en una contienda que derivó en uno de los episodios más tristes de nuestra Historia. La violación de los derechos humanos y la extinción del Estado de Bienestar Social provocó daños enormes que generaron otras heridas que siguen supurando y marcando las tensiones que hoy nos dividen.
Este parece ser un cuento de nunca acabar. Mientras no cambiemos de actitud e impongamos el respeto, el reconocimiento y reparemos los daños provocados con justicia, estamos condenados a seguir viviendo en las condiciones que hemos apreciado en los últimos años. El diálogo parece ser la mejor alternativa. En eso estamos de acuerdo; sin embargo, creo que antes debemos iniciar un proceso de sanación. Hoy, más que nunca, necesitamos terapeutas que curen a una sociedad enferma de ira, que nos enseñen a comprender los sentimientos del otro, a desterrar las injusticias, a interpretar correctamente lo que está ocurriendo y nos acerquen a la humildad para estrechar voluntades en un Chile que requiere de un diálogo sincero. Estoy seguro que los jóvenes de hoy están dispuestos a iniciarlo.
La nueva Constitución podría ser el punto de partida, siempre y cuando dejemos trabajar a los miembros de la Convención Constitucional con tranquilidad, sin interferencias ni acusaciones intrascendentes. No se trata de instalarlos en un limbo. Por cierto, están expuestos a la contingencia, pero esta no debiera perturbar su trabajo. Por lo demás, llegado el momento, la propuesta que formulen será sometida a la consulta pública. Como señaló una de las convencionales constituyentes, a pesar de los avances logrados, no han podido vencer el cerco publicitario. Este es, tal vez, uno de los tantos desafíos que tienen por delante. Y en esto, como recordó Juan Pablo Cárdenas, a los medios de comunicación les cabe una gran responsabilidad.
Jorge Pinto Rodríguez, Instituto Ta Iñ Pewam, Universidad Católica de Temuco
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