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sábado, 14 de diciembre de 2019

Los principales culpables del estallido social: medio siglo de observación periodística


By Juan Pablo Cárdenas  Diciembre 14, 2019  142  
Los principales culpables del estallido social: medio siglo de observación periodística
Explicación previa
En algunos escritos o comentarios anteriores he contado que mi interés por los asuntos políticos se despierta a temprana edad. En mi hogar fue siempre el tema más recurrente de nuestras conversaciones familiares y desde niño fui testigo de cómo la política era capaz de provocar las más ríspidas discusiones y desavenencias en los mayores. Si me decidí por estudiar periodismo fue sobre todo por el afán de conocer el mundo, por lo que siempre busqué desempeñarme en medios de comunicación que tuvieran real compromiso de servir a la misión humana de “comprender y transformar la historia”.

Mis mejores maestros me inculcaron  que la “objetividad” simplemente no existía, que era solo una utopía, y que los buenos periodistas debían ser personas de formación política, ética y cultural. Que debíamos practicar nuestra libertad de pensamiento haciendo caso omiso del influjo que corrientemente logran los equilibristas y “ponderados”. Asumiendo, además, que todos los seres humanos indefectiblemente veíamos y escuchábamos distinto según  fuera nuestra condición sexual, edad, nivel educacional u origen social. Hice siempre muy mía esa esa sentencia evangélica “a los tibios  los vomitaré”,  para fustigar justamente el eclecticismo y la falsa presunción de algunos medios y profesionales de pasar como objetivos.

 Me acuerdo siempre de aquel profesor que nos hizo observar un mismo acontecimiento para después demostrarnos que en nuestros relatos sobre el mismo tema dábamos versiones muy distintas, hasta contradictorias, sin que nadie buscara mentir o acomodar caprichosamente los hechos. Lo corriente en los jóvenes de mi generación era que nos involucráramos desde temprano en la política.  Debíamos aprender a  militar tempranamente con las ideologías, cualquiera fueran ellas o los partidos que lograran seducirnos. Lo peor sería mantenerse insensibles frente a la contingencia nacional o internacional. Ello explica, por ejemplo, esas multitudinarias manifestaciones en todo el mundo contra la guerra de Vietnam, en un tiempo que no existía el internet ni las redes sociales que han acercado enormemente ahora a todas las naciones.

Siempre hubo otras pasiones como el arte y el deporte que no exigían de sus cultores tanto apego a los avatares de la política. En mi caso, la música era un asunto muy gravitante en nuestro hogar, pero no fue una opción para sustraernos de la suerte del país, esto es de la política. Ahora parece divertido recordarlo, pero se relacionaban tanto como que a la hora de almuerzo muchas veces se nos ponía un terrorífico busto de yeso de Beethoven a fin de que comiéramos sin excusas todo lo que se nos sirviera. Porque una de las conductas más deplorables, según los mayores,  era que dejáramos sobrantes en nuestros platos, “cuando había tantos pobres que no tenían la posibilidad siquiera de consumir un pedazo de pan”.  

Desde pequeño aprendíamos mucho frente al mapa para identificar donde estaban en el planeta las naciones más pobres y subdesarrolladas, con las cuales debíamos identificarnos y ser solidarios. Aunque en Chile siempre distinguimos los barrios donde vivían los ricos, los pobres y los sectores medios. Justamente la hoy Plaza de la Dignidad, como ha sido rebautizada por el pueblo, era la que marcaba los límites de nuestras diferencias y segregaciones capitalinas, como era eso de vivir “de la Plaza Italia para arriba, o para abajo…”

Uno de los gratos hábitos que se nos inculcó fue la de leer asiduamente los diarios y llevarle el pulso a las sesiones públicas del Congreso Nacional,  costumbre que ya prácticamente no existe, salvo que en sus hemiciclos estalle alguna severa controversia. Escuchar los comentarios políticos de un inmenso periodista como Luis Hernández Parker era un culto cotidiano, tan estricto como asistir a “misa entera todos los domingos y fiestas de guardar”. O tomar el tranvía que corría por la calle Agustinas para asistir a los matinales del cine Metro, cuando los niños podíamos a temprana edad circular solos y sin riesgo por el centro de Santiago.

En aquellas maratones parlamentarias aprendí a valorar el ejercicio de la oratoria. Más allá de las posiciones que sustentaran, descubrí senadores y diputados de derecha, centro e izquierda que podían maravillarnos con su verbo y amplia cultura. Es la época de legisladores de la talla de Salvador Allende, Eduardo Frei Moltalva, Francisco Bulnes, Raúl Rettig, Raúl Ampuero y otros que manifestaban realmente vocación por el servicio público y descollaban enfrente de esa ralea de políticos superficiales que habitualmente dormitaban en los curules del Congreso a la espera del almuerzo o la hora del té, instancias culinarias que en el Palacio Legislativo solían ser buenas, abundantes y, al parecer, gratuitas.  Ya a los 22 años compartía con frecuencia con don Bernardo Leighton, el propio Radomiro Tomic y otros destacados y brillantes líderes. Así como más tarde tuviera la oportunidad de conocer y valorar también a comunistas como Volodia Teiltelboim, Luis Corbalán y a la misma Gladys Marín, en quien descubrí valores humanos que algunos hasta hoy le nuegan. Peleadora y porfiada como era.

Y no es que me propusiera cultivar amistad con los políticos; muy por el contrario. El gran periodista Mario Planet, con quien viví tantas jornadas y tuve el honor de tenerlo como redactor de la revista Análisis, siempre me advirtió que con los políticos no se podía llegar a ser realmente amigos,  ya que entre ellos mismos era muy difícil la camaradería y fraternidad. Por más que recurrieran tan frecuentemente a estos términos para saludarse y aludirse en discursos y textos. Además de usar ese apelativo de “honorable”, que incluso hasta hoy suelen expresar con cinismo o desfachatez para referirse a tanto pelafustán que pulula en la política y los poderes del Estado.

Otra cosa era nuestra relación con quienes conocimos en el periodismo activo. Años atrás conté en una crónica lo maravillado que quedé con la destreza demostrada en la máquina de escribir por nuestro profesor Gastón Cruzat, abogado y director del semanario católico La Voz, cuando le pedimos ayuda para redactar una proclama estudiantil. Así como con los años, en mi amistad con el poeta y periodista Andrés Sabella, adopté la rutina de escribir todos los días, demostrándome que esta rigurosidad podía ser compatible con la bohemia que ciertamente se vivía mucho más intensamente que hoy en nuestro ámbito profesional.  Un “carreteo” que, sin duda, era más culto y mejor hablado de lo que suelen ser las actuales tertulias periodísticas tan asaltadas por lo anecdótico, lo insustancial o la chismografía , como si las ideas ya no existieran o estuvieran al servicio solo de los pedantes.

La ética como carta magna

El derrumbe institucional de 1973 nos obligó a cumplir con ello de que el periodismo cuando mejor se ponía a prueba era en los momentos difíciles de los países. Pero la Dictadura y la posdictadura de verdad silenciaron a tantos buenos reporteros, redactores y medios de comunicación, mientras que los mejores políticos fueron encarcelados, exiliados o finalmente fallecieron en el largo tiempo de interdicción ciudadana.

Sin embargo, los que pudimos ejercer el periodismo disidente debemos valorar la gran posibilidad que tuvimos de conocer y convivir con innumerables dirigentes sociales, figuras morales y hasta heroicos combatientes. Muchos de los cuales fueron ultimados, también, por la represión, así como proscritos durante el pretendido retorno a la democracia. Muy pocos de ellos llegarían a convertirse en parlamentarios, alcaldes y concejales o cumplir tareas de gobierno. Verdaderamente, la maquinaria de los partidos arrasó con muchos y ejemplares luchadores para darles sitio a los militantes que vieron la posibilidad de medrar como operadores políticos más que como servidores públicos. Amparados, desde luego, por los caudillos, el sistema electoral binominal, la “política de los acuerdos”, como las tentaciones que el poder y los grupos fácticos les ofrendaron a cambio de las impunidades que  hasta hoy se arrastran…

Es la época en que se impone la llamada “ingeniería electoral”, ejecutada por quienes operan para manipular el ejercicio de la soberanía popular y conseguir los millonarios recursos que hoy acompañan a los distintos candidatos y suelen ser tan determinantes en su elección. La práctica de “hacer caja” para los partidos es lo que explica la corrupción que ahora se ha hecho ostensible en la “clase política” y que no trepida en desviar recursos públicos, recibir sobornos de los empresarios, lisonjear a los narcotraficantes y sacarle la correspondiente “tajada” o peaje a las inversiones extranjeras.

Todo esto dejó en los suelos a la política, por lo que más de la mitad de los electores no concurre ahora a sufragar, cuando en 1990 la participación ciudadana se hizo ejemplar dentro de nuestro continente. Las encuestas señalan que las instituciones peor evaluadas por el pueblo chileno son el Congreso Nacional y los tribunales de Justicia. Compitiendo en su desprestigio con las grandes patronales empresariales, las administradoras de fondos de pensiones (AFP), las isapres y, otra vez, los militares y policías. Cada vez más involucrados en el fraude fiscal, la evasión tributaria y el enriquecimiento ilícito de sus altos mandos.

 En lo anterior se explica que haya prosperado en estos años la desigualdad social y la discriminación en un país en que la concentración económica es cada vez más bochornosa. Tanto así que los llamados “representantes del pueblo” en el Gobierno y el Parlamento llegaron a exhibir comparativamente los más altos sueldos del mundo. Es decir. Unas veinte o treinta veces más del salario promedio de los trabajadores y pensionados chilenos. En una situación tan escandalosa y flagrante que la criminalidad se hace cada vez más aguda en los cotidianos portonazos, los asaltos a mano armada, las violentas acciones del narcotráfico y otras lacras derivadas de la inequidad, así como estimuladas por el mal ejemplo de los gobernantes.

Ha llegado a ser un lugar común reconocer que la corrupción se ha empoderado en nuestra institucionalidad y el quehacer de la política. Si por años se pensaba que Chile escapaba a este trastorno, hoy solo los hipócritas siguen buscando diferencias con lo que sucede en otros países del continente. En efecto, todos los días nos enteramos de un nuevo escándalo, a pesar de los intentos corporativos de  partidos y dirigentes por cubrirse unos a otros, recurriendo a los mismos resquicios o triquiñuelas legales para salvar ilesos de la Justicia.

A los escándalos del régimen de Pinochet, con la velocidad de un rayo se sumaron los de sus sucesores: desde que el primer gobierno de la Concertación dejara en la impunidad a todos los amigos del Dictador (a quienes les había regalado o vendido a precio vil las empresas del Estado) y se sucedieran los bochornosos sucesos del  MOP gate y los sobornos directos a los legisladores,  provenientes de algunas poderosas constructoras,  empresas pesqueras y algunos bancos. Hasta ahora en que Odebrech y Lava Jato también remitieran desde el extranjero recursos para financiar la política chilena. Igual como lo hicieran en Brasil, Perú, Argentina y otras naciones. Siempre en el propósito de encontrar buena acogida a sus inversiones en nuestro país.

Si bien es cierto que algunos pocos parlamentarios o ministros han debido dejar sus cargos por denuncias de corrupción,  nos rendimos al hecho de que en su generalidad salvarán exonerados, bien por el pago ulterior de sus deudas tributarias o favorecidos por las prescripciones. Tanto así que hay al menos dos o tres inculpados de la derecha, del Partido Socialista y de la Democracia Cristiana que han retornado a la arena política luego de ser absueltos, no por haber demostrado su inocencia, sino por acogerse a estos beneficios legales. Incluso por la posibilidad de achacarles sus fechorías a algunos de sus colaboradores que, es un secreto a voces, son debidamente recompensados por inculparse, inmolarse  o “poner la cara” por sus jefes. Al mismo tiempo que también se ha promovido una suerte de compasión y remisión en favor de  quienes robaron o recibieron coimas que no fueron en beneficio de sus bolsillos sino de sus partidos y afanes electorales.

Cuando Patricio Aylwin asumió la Banda Presidencial de manos de un Pinochet, quien se aseguraría después como senador vitalicio, se produjo un prolongado fervor social que hizo muy difícil el trabajo de la prensa crítica al momento de descubrirse las primeras defecciones de las autoridades respecto de lo prometido, así como los primeros vicios de corrupción y otros abusos de poder, como el tráfico de influencias y el nepotismo. Reinó por años en el ejercicio de periodismo la complacencia con las nuevas autoridades cuanto la confianza en que realmente podríamos estar encaminados por ellos hacia una democracia en serio. Habían obtenido un “cheque en blanco” en las primeros comicios que los favorecieron.

De esta forma, la convivencia entre los comunicadores sociales empezó a hacerse muy disímil y hostil entre una prensa servil a los poderes fácticos y el oficialismo y la de aquellos profesionales que, gracias al internet y las redes sociales, se resolvieron a desarrollar medios libres, críticos y cada vez más atrevidos. Expresiones que poco a poco fueron “robándole audiencia a la televisión, las radios y la prensa de papel, uniformada en la farándula, los llamados “rostros” de sus pantallas y ese por doquier número de columnistas y panelistas que fueron reconocidos felizmente como “opinólogos” más que genuinos y libres  analistas o columnistas.

Al respecto, debemos alegrarnos que, después de varios años de constituir prensa “alternativa”, algunas radios, diarios electrónicos e, incluso, ciertas expresiones audiovisuales e impresas  empezaran a posicionarse en la opinión pública. Tal como bajo dictadura lentamente lo habían conseguido un conjunto de revistas y un par de emisoras disidentes que colaboraron con tanta influencia con la lucha democrática, la movilización social  y  la denuncia de las violaciones de los Derechos Humanos.

Por supuesto que estas expresiones serían ultimadas, después,  por los sucesores de Pinochet en el Gobierno por no postrarse  ante la Transición Pactada. En un proceso de exterminio programado que alentara a los grandes medios serviles a la Dictadura pactar una tregua ideológica con las nuevas autoridades, a cambio de que el Banco del Estado les cancelara sus cuantiosas deudas. Condonación que les fue fundamental para recuperar, a los pocos años,  su poder y hegemonía. Y volver, actualmente, por sus fueros autoritarios, propuestos a defender el orden establecido por Pinochet y sacralizado por la posdictadura.

Pero de nuevo, como tantas veces antes en nuestro sistema republicano, fueron los comunicadores sociales y medios libres uno de los grandes artífices del estallido social y del cambio. Desde aquellas páginas de la Aurora de Chile de fray Camilo Henríquez hasta este nuevo conjunto de esfuerzos periodísticos que ahora, especialmente por internet, contribuyen a que se derriben, por fin, los enclaves dictatoriales y neoliberales. Y el pueblo replete ahora las anchas alamedas.

En el triunfo de la ética sobre la corrupción. De la sublevación popular contra la democracia “representativa”.

Traición y “reciclaje”

Salvador Allende fue traicionado por las Fuerzas Armadas, el gobierno norteamericano de Nixon y un conjunto concertado de partidos e instancias gremiales que entraron a conspirar incluso antes que éste arribara a La Moneda. Pero hay que reconocer que al Golpe también colaboraron la Democracia Cristiana y otras fuerzas de centro o centro izquierda que adoptaron el discurso del terror alentado por el Departamento de Estado y algunos medios de información, como el poderoso consorcio informativo de El Mercurio.

Pero también colaboraron a la desestabilización de su gobierno las termocéfalas expresiones de la izquierda chilena y muy especialmente de algunos dirigentes de su propio Partido Socialista. Recién iniciado en el periodismo, fui testigo del doble discurso de muchos políticos, especialmente de quienes le atribuyeron a Allende aplicar mano blanda con la oposición, como de encapricharse en compatibilizar su proceso revolucionario con el orden institucional “burgués”. Personajes que se hicieron humo con los primeros ataques a La Moneda.

Sin embargo, al momento de desatarse la conspiración, el “Pije” (como algunos lo llamaban) fue a encarar a los golpistas en el Palacio Presidencial, mientras varios de sus compañeros más  radicales corrían a esconderse o quedar a resguardo en las embajadas. Poco antes de morir, Allende lanzó su famoso discurso de despedida, un texto lleno de elocuencia, coraje y consecuencia, que ha quedado en la historia para vergüenza y escarnio de los numerosos mandatarios del Continente que no habían ofrecido resistencia al imperialismo y a la deslealtad castrense al momento de ser acosados o derribados.

Tal como lo había prometido, desde la sede del Poder Ejecutivo, Allende salió muerto antes que negociar con los militares sediciosos y, como muchos creemos, y alcanzara a vocearlo su médico y asesor Enrique Paris, en realidad parece que éste fue asesinado por el comando que primero ingreso hasta el segundo piso de La Moneda. Existen varios testimonios al respecto que contradicen la versión oficial del suicidio del Mandatario. Porque realmente, es difícil que una persona que toma un fusil y se dispone a combatir contra los militares golpistas termine inmolándose por su propia mano y no caiga acribillado por éstos. Raro es que nunca se le haya hecho una minuciosa autopsia a su cadáver, toda vez que se sabe del testimonio de algunos oficiales que al llegar a Estados Unidos se ufanaron de haberle dado muerte al Presidente por sus propias manos.

No olvidamos que uno de estos jóvenes oficiales, ante muchas personas, lució en su muñeca como “trofeo de guerra” el reloj del Mandatario, objeto que nunca apareció entre las especies personales del Jefe de Estado recuperadas después del asalto. El propio ministro de Educación Edgardo Enríquez nunca dio crédito a la versión del doctor Guijón, de quien los militares recabaron la certificación del suicidio; documento que, pensamos, le salvara la vida durante todos los años posteriores.

Investigaciones periodísticas han evidenciado los enigmas que existen al respecto y que se multiplicaran a partir de la apresurada, nerviosa y poco transparente sepultura que se le dio años después, cuando Patricio Aylwin y su ministro Enrique Correa administraron sus exequias oficiales. Por algo se asegura que entre los acuerdos cívico militares que se pactaron para darle curso a la Transición existió este verdadero pacto de sangre sobre la versión  del suicidio, a objeto de desalentar los efectos que habría tenido y podría tener, todavía, la constatación del magnicidio.

Se trata éste de un tema del cual quizás haya que esperar por muchos años para que se reconozca lo que realmente ocurrió, pero ciertamente son cada día más los que creen que Allende cayó en combate, como un verdadero héroe y mártir. Aunque la posibilidad real del suicidio en nada menoscabaría su arrojo y ejemplo.

Todavía viven oficiales, tanatólogos y otras personas que podrían avalar la idea de que Allende fue asesinado por aquel teniente que acompañaba a Fernández Larios y otros militares que ingresaron con el general Javier Palacios a La Moneda, una vez cesado el bombardeo. Pero al parecer al juez instructor Carroza lo que más le acomodó es la versión oficial convenida hasta con algunos familiares y colaboradores de Allende. Sometidos a una “verdad” que contrasta tanto con la adoptada por la hija del extinto presidente Eduardo Frei Montalva, por ejemplo, quien se empeñara posteriormente por largos años para que la Justicia acreditara que el líder demócrata cristiano fue en realidad asesinado también por la Dictadura Militar. En una causa que todavía no culmina del todo en nuestros Tribunales. Se sabe que el pragmatismo político o los “secretos de estado” muchas veces esconden horrendos crímenes, infundios  y traiciones como el acontecido en aquellas horas en el abatido palacio de Toesca.

Pero la gran traición a Allende es sobre todo ideológica. En ello pensaba en la Universidad de Guadalajara, cuando tuvimos la oportunidad, muchos años después, de ver en un notable registro audiovisual  el discurso que pronunciara Allende frente a una concurrida comunidad de profesores y estudiantes en su visita a México. La exposición de un sólido ideario que desarrolló sin apoyarse en texto o apunte alguno, resultando la que es, a mi juicio, la más contundente alocución del extinto mandatario. Comparable solo a la que pronunciara también en el seno de las Naciones Unidas.

Pero el legado ideológico y moral de Allende no fue acogido por los partidos que formaron coalición en su gobierno. A muy poco de instalarse estas colectividades en La Moneda con Patricio Aylwin,  algunos de los ex ministros y cercanos colaboradores del extinto mandatario poco a poco dejaron de invocarlo para entrar de lleno en la faena de la Transición. Proceso que significó paradojalmente el afianzamiento del texto constitucional de 1980 y el encantamiento progresivo de la clase política con las ideas del libre mercado. Junto con la legitimación de las leyes electorales que establecieron el sistema binominal que auspició por más de dos décadas la plena connivencia en el Parlamento de los partidos y dirigentes del nuevo oficialismo con la derecha pinochetista. Así como alentara la larga permanencia de la mayoría de los legisladores en sus cargos, prácticamente sin relevo ni verdaderas oportunidades para las nuevas generaciones de militantes políticos.

Durante los tres gobiernos de la llamada Concertación Democrática (Aylwin, Frei y Lagos) solo se le hicieron algunos retoques a la Constitución, por más que Ricardo Lagos pretendiera sin éxito rebautizar este texto y hacerlo pasar como propio, al estamparle su firma. Al mismo tiempo que las privatizaciones y cesiones de empresas a consorcios internacionales siguieron prosperando, al grado que las fuentes de energía, agua potable y otras perdieron totalmente la injerencia del Estado.

Ingenuamente, el primer presidente de la Corporación de Fomento de la Producción  nombrado por Aylwin se acercó a La Moneda con una larga lista de empresas estatales privatizadas a precio vil por el Régimen Militar. Intentaba René Abeliux que éstas fueran recuperadas por el Fisco, pero se encontró con la negativa más contundente del Presidente de la República y sus principales ministros. Y por largo tiempo las autoridades y partidos no plantearon más este asunto.

Asimismo, durante todos estos años se le ocasionó un daño programado de la educación pública, y las nuevas autoridades le dieron pleno impulso a la creación de una gran cantidad de universidades y establecimientos escolares privados. De esta manera, el  afán de lucro se posicionaba, también, de la enseñanza, en lo que finalmente se constituyó como uno de los más rentables negocios de una serie de sostenedores que se enriquecieron con la matrícula pagada y el crédito con aval del estado que forzadamente tuvieron que contraer los estudiantes pobres y de clase media a fin de ingresar a la universidad. Fenómeno que se constituyó en una verdadera lacra para los cientos de miles de hogares endeudados hasta hoy. No olvidemos que el propio Sebastián Piñera, en una de sus intervenciones más desafortunadas, aseguró que la educación era un “bien de mercado”.

Pasarían varios años antes que se produjera la “Revolución Pingüina” (2006) de los estudiantes secundarios y, posteriormente,  irrumpieran las masivas movilizaciones de las distintas comunidades de estudiantes, profesores y administrativos de las universidades (2011). Marchas y protestas masivas en las calles que tuvieron pleno apogeo durante la administración de Michelle Bachelet, quien completó dos períodos de gobierno eludiendo una profunda Reforma Educacional. Sin convocar, tampoco, a una Asamblea Constituyente, ni realizar cambios sustantivos en la plantilla neoliberal de nuestra economía. No olvidemos que antes del término del Régimen Militar en un gran acto en el teatro Caupolicán en favor del NO a la continuidad de Pinochet se prometiera que una de las condiciones ineludibles para la consolidación de una nueva democracia sería una Carta Magna definida por una asamblea constituyente elegida por el pueblo.

Los demócrata cristianos, en tanto, se desvincularon masiva y paulatinamente del ideario social cristiano predicado por Frei Montalva, Tomic, Leighton y otros destacados fundadores de la Falange Nacional, expresados por ese casi mesiánico programa de gobierno que llamaron Revolución en Libertad (1964), asimilando las ideas del “socialismo comunitario” y aspirando a una democracia más participativa.  

Las nuevas generaciones del Partido Demócrata Cristiano más bien entraron de lleno a disfrutar del poder y consolidar el cuoteo político con sus nuevos socios, ayer adversarios, en el gobierno y el Poder Legislativo. Esto es, con las dos expresiones socialistas (P.S y PPD), el Partido Radical y, posteriormente, los propios comunistas. Una colectividad que, luego de haberle dado impulso al guerrillero Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), finalmente terminara por convertirse en un partido más de la Nueva Mayoría. Pagando, con ello, un ingrato costo en su imagen pública y activando la deserción activa o pasiva de muchos de sus militantes. Pero, desgraciadamente, su incorporación a este nuevo referente oficialista no logró provocar cambio sustantivo alguno en la conducción del Poder Ejecutivo, como se lo propusieran algunos dirigentes. Especialmente, aquella camada de brillantes líderes estudiantiles que, “con asco”, pero esperanza, apoyaron la reelección de Michelle Bachelet.

En efecto, las colectividades políticas que fueron altamente ideologizadas devinieron en meros instrumentos electorales y de a poco se abrieron a recibir todo tipo de erogaciones de la empresa privada y de las grandes transnacionales que buscaron consolidar su injerencia en la definición de las políticas públicas. T oda una vorágine de corrupción que, por cierto, involucró transversalmente a los partidos, y llegara hasta comprometer las posibilidades de un joven y prometedor líder, como Marco Enríquez Ominami, que ya había roto con su partido Socialista y la Concertación para postular dos veces a la Presidencia de la República y obtener un significativo caudal de votos. Sin embargo, fue fatal para su carrera política la necesidad de “hacer caja” para financiar a su referente político como a las candidaturas parlamentarias asociadas a su postulación. Llegando éste a ponerle la patena a quien, posiblemente, sea uno de los más repugnantes empresarios chilenos: Julio Ponce Lerou. Es es, al ex yerno de Pinochet que se enriqueciera enormemente con la explotación del litio. Una concesión que le otorgara su suegro y que le extendieran, sin remilgos, los gobiernos posteriores.

El bullado caso Penta o “Pentagate” (2014) se encargaría de dejar al desnudo la forma en que el  gran empresario empezó a meter su cola en la política, cuando la falta de probidad de los gobernantes y parlamentarios ya se hacía ostensible, desde el escándalo del MOP Gate (Lagos) y las privatizaciones de las empresas de agua potable (Frei Ruiz Tagle), que por largos años le redituara “comisiones” a varios personajes de la política que apoyaron el despropósito de convertir a nuestro país prácticamente en el único del mundo en que un elemento tan vital para la vida cae bajo la administración de empresas y consorcios extranjeros. Un extenso prontuario de corrupciones con muchos capítulos, hasta que el propio hijo de la Bachelet se viera involucrado también en otro severo negociado. Esto es, el Caso Caval y un conjunto de operaciones fraudulentas acicateadas por el tráfico de influencias, en que la más experta y principal protagonista resultó ser la nuera de la Jefa de Estado.

En forma paralela y con la complacencia de la clase política se empezaron a practicar las colusiones entre las cadenas de farmacias y laboratorios,  las grandes tiendas de hipermercados y los productores de pollos, carne de cerdo y otras especies de consumo. Hasta el grado que una de ellas, la del papel higiénico, obligó a la principal Papelera a compensar a los millones de consumidores seriamente afectados por los sobreprecios de un conjunto de productos esenciales. Así como, en algunos casos, hubo multas dispuestas por los Tribunales, pero cuyos montos nunca alcanzaron más del 20 por ciento de lo defraudado por estas empresas.

De esta forma se estableció como lugar común que pactar los precios con las empresas competidoras, defraudar al fisco, evadir impuestos y llegar a ser sancionado por ello resultaba uno de los negocios por los que bien valía la pena correr el riesgo de ser descubierto. Aunque después hubiera que gastar recursos para sobornar a los fiscalizadores públicos, a los directivos del Servicio de Impuestos Internos, además de comprar el silencio de los políticos del más amplio espectro.

El saqueo a las arcas públicas y el bolsillo de los consumidores, por supuesto, representa cifras siderales que nunca podrán se equiparadas por los asaltos al comercio, los portonazos y otros delitos cometidos por los delincuentes comunes. O por las llamadas “expropiaciones” derivadas de la rabia popular tan largo tiempo acumulada a propósito de la impunidad que favorece a los facinerosos de “cuello y corbata”.

Todo un “dejar hacer” y un “dejar pasar” abrigado siempre por el estado subsidiario y una Constitución que sacraliza la propiedad privada y foránea. Por poderes del Estado que carecen de independencia y se han mantenido tantos años bajo la tutela de las Fuerzas Armadas, el Tribunal Constitucional y los poderes fácticos que financian la alta concentración informativa, las elecciones y los sobresueldos pagados a los altos funcionarios públicos. Una práctica también descubierta y denunciada, pero sin consecuencias punitivas. Toda una realidad que crispa, por supuesto, a los buenos jueces y fiscales por la ausencia de instrumentos procesales y penas efectivas para combatir los delitos de corrupción. Tan favorecidos, insistimos,  por las prescripciones y otro alto número de resquicios legales.

En tres décadas, las encuestas indican que el actor social más desprestigiado de la sociedad chilena es, justamente, el político; los partidos, legisladores, alcaldes y, desde luego, los moradores del Palacio Presidencial. Su credibilidad descendió por debajo de la que conserva la Iglesia Católica después de los abusos sexuales cometidos por no pocos de sus sacerdotes. Por debajo, también, del poquísimo prestigio que cuenta el mundo castrense, los jueces y policías.

Todo un desencanto colectivo que, como muchos anotan, solo tiene a salvo a los bomberos, hoy encargados de mitigar los incendios forestales y aquellos atentados derivados de la incontenible protesta social que han llevado a escombros a algunos supermercados, bancos, empresas de “servicios”, monumentos, semáforos y otro sinnúmero de bienes, edificios públicos y privados. Y que en su  ira, hay que lamentarlo, ha ocasionado la destrucción de valiosos edificios patrimoniales, de los que no ha logrado derribar la codicia de las grandes empresas constructoras.  Tanto que se sospecha que en no pocos de los incendios que han acabado con miles de hectáreas de bosques y reservas de la naturaleza ha estado la mano de las poderosas forestales.

Debemos reconocer que los atentados a monumentos militares y  estatuas como las de nuestros conquistadores españoles y gobernantes asesinos tan reconocidos por nuestra historia “republicana” es seguramente una tardía reacción del país a la discriminación sufrida por nuestros pueblos fundacionales. Por lo que un monumento al fratricida general Baquedano, por ejemplo, ha sido persistentemente vejado por los miles de manifestantes; o el mismo busto en Mulchen del genocida Cornelio Saavedra, que ofició criminalmente como el gran “pacificador de la Araucanía.

El desparpajo de la clase dirigente (o de los “señores políticos”, como los tildara Pinochet) llevó a los altos administradores del Estado a fijarse sueldos y dietas y otros estipendios hasta 30 veces por encima del ingreso promedio de los trabajadores chilenos. A vista y paciencia de cerca del 40 por ciento que recibe el salario mínimo (300 mil pesos) y de la gran mayoría de los pensionados, cuyo monto incluso puede es menor en promedio que la cifra anterior.

Clase política o casta política, que perdió casi por entero su sensibilidad y solo fue capaz de lamentarse por el incremento del delito común,  los asaltos de viviendas, las bandas del narcotráfico,  el robo de vehículos y otras prácticas que rápidamente se posicionaron de los noticiarios de televisión. Mostrando progresivamente episodios de mayor violencia, además de comprobar la incapacidad de las policías en prevenir tales delitos, cuanto neutralizar a los delincuentes.

Uno que otro analista advirtió que esta lacra, que antes prácticamente era irrelevante en Chile, se podría explicar en los niveles extremos de desigualdad social,  inequidad y grosero enriquecimiento de un porcentaje muy ínfimo de la población, pero que gana tanto dinero como para que Chile ostente el más alto ingreso per cápita de la Región. Cifra de 25 mil dólares anuales que solo da cuenta de la más enorme concentración de la riqueza de nuestra historia. O también expresiva de que el “chancho está mal pelado”,  en un país en que cuatro o cinco administradoras de fondos de pensiones (AFP) han acaudalado recursos por encima de los 20 mil millones de dólares, bien resguardados en la banca norteamericana, además de haberle otorgado ingentes utilidades a los que controlan nuestro sistema previsional. Sostenedores que, por estar radicados en el extranjero, podría pensarse que con más facilidad podrían erogarle depoitos a los políticos corruptos en los llamados paraísos fiscales. Porque de otra manera no puede entenderse que un estado que se supone democrático le haya encomendado administrar tanta riqueza proveniente de la cotización obligada de los trabajadores chilenos.

Confiamos en que más temprano que tarde se conozca el trasfondo de esta inexplicable concesión de derechos soberanos, como tantos otras expoliaciones a lo largo de nuestra geografía. Una formidable cantidad de recursos de los cuales no podemos echar manos para invertir en actividades productivas y que fomenten el empleo bien remunerado. Dado que la propia Constitución de 1980 prohíbe a nuestro Estado realizar cualquier tipo de emprendimiento que pueda ser acometido por la iniciativa privada. Nacional o extranjera. Una traba difícil de apereciar incluso en los países más capitalistas y neoliberales del mundo, cuestión que reduce a nuestros políticos a cumplir solo con el rol de cancerberos del modelo económico que se prolonga por más de 30 años.

Por lo mismo es que nuestro país poco o nada ha logrado frenar nuestro progresivo deterioro medioambiental que supone otra enorme cantidad de crímenes contra nuestra naturaleza y el derecho a vivir en un ambiente libre de contaminación. Y he aquí que el prontuario sería todavía más largo y bochornoso, porque las acciones ecocidas nos han acompañado durante toda nuestra historia, con las montañas de relaves acumuladas en nuestro Desierto, pasando por la deforestación programada de nuestros reservas autóctonas e incluyendo la instalación en cualquier lugar de procesadoras de cerdos y pollos y otras actividades industriales. Cuyos excrementos y desechos infectan la vida de muchos pueblos y ciudades aledañas. Porque en su liberalidad, nuestra economía siempre permitió que aquí se puedan realizar sin mayor regulación aquellos negocios y actividades industriales  prohibidos en otros países.

Como se ha denunciado ante el mundo, a una empresa sueca se le permitió, desde el otro lado del planeta, venir a descargar a nuestro territorio sus tóxicos desechos industriales, hasta que se descubrió que cientos de niños empezaban a contraer el cáncer y otras enfermedades que han asolado a algunos modestos pueblos del norte del país, obligados a tener que respirar y beber sus altas concentraciones de plomo y otros subproductos.

Así como ya hace más de cincuenta años se descubrió en el centro de Chile que había exportadores de suelo agrícola, que dejaban peladas decenas de hectáreas que servían a la agricultura y que por cientos o miles de años no podrán recuperarse. De la misma forma que se sabe que en nuestros más bellos y ricos manantiales del sur se han instalado “emprendedores” que simplemente se proponen embotellar el agua de nuestros ríos para proporcionarles una bebida pura y diáfana a los europeos.

Horrores que también se aprecian en nuestro ancho Océano Pacífico, entregado a la actividad pesquera de una serie de entidades foráneas que están agotando varias especies de nuestra fauna, junto con afectar el sustento de vida de nuestras pobres comunidades del litoral. Al tiempo que empresas chinas vienen a pagar un precio vil por la rica flora de nuestros litorales y otros “patriotas” empresarios nacionales se apoderan de dunas y otros parajes para vender arena o aplanar algunas zonas de la costa en beneficio de algunas inmobiliarias propuestas a construir cerquita o encima del mar, pese a los riesgos que se pueden prever en un país telúrico y de arrolladores maremotos.

A quienes vivimos en Chile y hemos tenido la oportunidad de conocer nuestra rica y bella diversidad geográfica realmente nos conmueve la indolencia de tantas autoridades y empresarios sin pizca de conciencia ecológica, sin respeto alguno por nuestros febles y paradisíacos paisajes. Insensibles a la solemnidad del desierto más seco y colorido del mundo, la imponente Cordillera de Los Andes, sus centenas de volcanes y esas inigualables postales de la Araucanía y la Patagonia.

El privilegio de viajar por Chile acaso lo ha podido disfrutar apenas el 10 por ciento de nuestra propia población, dado la larga extensión de nuestro territorio pero, sobre todo, el oneroso costo de trasladarse libremente por Chile, cuyas autopistas y carreteras también han sido concesionadas a empresas foráneas que cobran elevados peajes por ingresar o salir de sus pórticos. Además del alto costo de las gasolinas en un país que carece de petróleo, gracias a que Dios quiso liberarnos al menos de la invasión militar norteamericana en busca del apetecido “oro negro”. Aunque, de todas maneras, nuestras grandes decisiones siempre se decidan en la Casa Blanca, el Pentágono o en los tentáculos norteamericanos del sistema financiero internacional.

Miles de magallánicos, nunca logran cruzar en sus vidas hacia Puesto Montt y la zona de nuestros lagos y grandes ríos. Buena parte de los chilenos del norte ni siquiera llegan al conocer la Capital, mientras millones de compatriotas no alcanzan jamás nuestra larga costa o altas cumbres cordilleranas. Sin embargo, nuestro sistema educacional lo que alienta es el más extremo chauvinismo e, incluso la xenofobia hacia los pueblos vecinos. La defensa encendida de un territorio desconocido para la gran mayoría de nuestra población.

Toda una animadversión hacia nuestras naciones hermanas y las demandas del pueblo mapuche , las que recién empiezan a ser compartidas y se proponen ser defendidas por los millones de chilenos que han salido a las calles a ondear su pabellón. Con lo cual todos hemos podido comprobar cuánto gravita realmente en nuestra cultura su enorme legado cultural y espiritual. Porque finalmente casi todos los habitantes de Chile somos mapuches, a excepción de muy pocos colonizadores de la Araucanía o los recalcitrantes sectores sociales y políticos que se niegan a reconocer el mapudungún en nuestro lenguaje cotidiano y hábitos sociales.

Porque para ser fiel al sistema sociocultural y económico  había que renegar del color de la piel y hacerse semejante al de los nuevos colonizadores. Rendirle tributo a la rubiedad auspiciada constantemente por los parámetros de la televisión y sus “rostros”, así como en los blanqueados rostros de nuestra  iconografía histórica. De allí que Pablo Neruda despreciara en su Canto General la existencia del “siútico” o cursi chileno, todavía tan presente en nuestra convivencia e idiosincrasia. Y celebrara tanto el mestizaje de O´Higgins y otros libertadores americanos.

Sobre un polvorín

Eran múltiples los análisis socioeconómicos, los diagnósticos y hasta los discursos de algunos dirigentes políticos que venían advirtiendo la situación de inequidad que separaba brutalmente a nuestra población. Los informes de la propia OCDE, de las organizaciones de Derechos Humanos y un voluminoso número de instituciones y expertos ya nos habían catalogado entre los países más desiguales del orbe, por lo que se hablaba que en Chile se había puesto en ejecución un modelo ultracapitalista, inédito en la historia, explicado solo por el régimen político dictatorial que lo implementó a sangre y fuego, como por la incapacidad de los gobiernos que sucedieron al de Pinochet en cuanto a aflojar las cadenas y candados de nuestro sistema institucional.

Durante la administración de Patricio Aylwin se implementó un plan para disminuir drásticamente la extrema pobreza que comprometía al 40 por ciento de nuestros habitantes al momento que el Dictador abandonó La Moneda. Efectivamente, con recursos del Estado y una que otra ley consentida siempre con la Derecha parlamentaria y las grandes patronales empresariales, se cumplió con cierto éxito esta tarea, aunque todavía un porcentaje superior al 25 por ciento vive en la extrema precariedad, y con los años no se sabe cuántos chilenos más han descendido de su condición de clase media a la de pobre o indigente. Cuando se asume que nuestra economía no crece como hasta hace algunos años y el costo de vida ha pasado a ser uno de los más altos del mundo.

En los últimos meses se ha reconocido que tenemos en Chile más de 500 mil jóvenes que no estudian ni trabajan, realidad que se ha convertido en el caldo de cultivo de la delincuencia común y del narcotráfico. Por otro lado, recién empiezan a sincerarse las cifras de los más de 25 mil  pacientes que mueren al año esperando ser atendidos por los hospitales públicos, así como por la imposibilidad de acceder a ciertos medicamentos. Situación que crispó a todos los habitantes del país con ocasión de la grosera colusión pactada por las tres cadenas de farmacias y algunos laboratorios a fin de elevar los precios de sus productos. Entidades que, por supuesto, fueron ligeramente castigadas con algunas multas que, por supuesto,  resultaron nimias en comparación a las utilidades que percibieron tan dolosamente.

Algunos años atrás estalló también el escándalo de las precarias condiciones en que sobrevivían e iban falleciendo los niños desamparados bajo el supuesto cuidado del Servicio Nacional de Menores (Sename), realidad que fue deliberadamente ocultada por los gobiernos de la Concertación y de la Nueva Mayoría, pero que finalmente fue descubierta y denunciada por los medios de comunicación.  No hay una cifra oficial, pero nadie se atreve a discutir que fueron más de mil los niños los que murieron solo entre 2015 y el 2019 bajo el cuidado del Estado. A causa, por cierto, de las negligencias de sus “protectores” y los malos tratos recibidos, en que los casos de tortura se evidenciaron abundantemente. Además de aquellas denuncias que le atribuyen al Sename haber amparado el tráfico de órganos.

Instituciones privadas con vinculaciones con los partidos oficialistas descubrieron que hacerse cargo de las diferentes guarderías infantiles con presupuesto asignado por el Estado resultaba también un excelente negocio. Mejor aún si se birlaban estos recursos destinados a la mantención de los niños y el justo pago a sus cuidadores. Pero, como en todo, no se sabe que haya nadie en la cárcel por estos crímenes programados que, más allá de beneficiar a los sostenedores de estos servicios, derivaron recursos para acallar algunos funcionarios públicos y financiar algunas campañas políticas.

Como tampoco hasta hoy han sido condenados algunos prominentes médicos nombrados como directores de hospitales públicos que malversaron o se hicieron directamente de ingentes recursos de estos centros médicos. Uno de ellos, el cardiólogo personal de la presidenta Michelle Bachelet, salvado hasta hoy por el tráfico de influencias que reina en los Tribunales y por el fair play que el gobierno de Piñera ha practicado objeto de mantener buenas relaciones con sus antecesores y lograr que también la impunidad pueda aplicarse a sus actos de gobierno.

En materia salarial, las cifras más duras y universalmente reconocidas son las de esos 450 mil pesos mensuales que reciben de promedio todos los trabajadores del país, como la 250 mil que perciben los pensionados de nuestra Tercera Edad. Ingresos que, como se ha demostrado, a lo sumo alcanzan para el pan, pagar los servicios de luz, agua y gas de una familia. De allí que el alza de apenas treinta pesos en la tarifa del Metro haya constituido en el detonante de las multitudinarias jornadas de protestas que vinieron a instalarse para siempre en las calles desde el 18 de octubre, y que a todas luces representan el estado de rebelión o insurgencia que vivimos. Trascendió que la ministra de Transporte visualizó el impacto social que tendría esta alza, por lo que trató de frenarla infructuosamente, recurriendo al ministro de Hacienda y al propio Piñera para conseguir los recursos para subsidiar a la empresa administradora del tren subterráneo de la Capital a fin de que ésta desistiera de aplicar tal medida.

Y así fue como a los pocos minutos de la espontánea protesta en algunas estaciones, terminaron con cuatro de ellas incendiadas, dando paso a masivas e inéditas protestas que se han prolongado sin cesar. Ello ha obligado a la clase política y el Gobierno a discurrir una salida política a todo el desbarajuste social, que escaló a acciones de inusitada violencia y vandalismo de parte de los que se identifica como encapuchados. Grupos de jóvenes que se descuelgan de las multitudinarias protestas pacíficas para practicar acciones extremas, pero siempre muy alentados por la inaudita y criminal provocación policial. Situación que ha reeditado el terrorismo de estado y la violación sistemática de los Derechos Humanos, según lo han consignado las Naciones Unidas y varias otras instancias de alto prestigio internacional

El balance es ciertamente grave si se suman los hipermercados, bancos y múltiples tiendas saqueadas y carbonizadas. Si se calcula la pérdida de semáforos y múltiples señaléticas viales, o si se considera a las iglesias, edificios, hoteles y varias construcciones patrimoniales arrasadas por la ira popular y el fuego. Junto con el impacto que todo este descontento social ha tenido en la producción y las exportaciones. Sin evaluarse, todavía, cuántas inversiones extranjeras programadas han cambiado su rumbo hacia otros países.

En el país de mayor crecimiento de la Región, que provocaba la admiración de nuestros vecinos y hasta de las naciones más desarrolladas, no se sabía – o no se quería aceptar- que el crecimiento económico nuestro era un gigante con los pies de barro de la inequidad. Lo cual demuestra que, más que la pobreza, es la desigualdad la que atenta contra la paz de las naciones. El hecho, repetimos que menos del 10 por ciento de los chilenos llevan una holgada vida a cuenta de una inmensa mayoría con todo tipo de carencias. Aunque, dentro de esta cifra, por cierto, menos del uno por ciento está constituido por los poderosos empresarios y los más altos y desvergonzados funcionarios públicos que suman el 30 por ciento del ingreso nacional. Una torta escandalosamente repartida, por cierto.

Compelidos como hemos estado a condenar “la violencia venga de donde venga”, en realidad creemos justo repudiar, primero que todo,  la violencia del régimen neoliberal que provocó el desenlace que hoy a todos nos conmueve. Es decir, aquella agresión que se ejerce en la cotidiana explotación de los grandes empresarios a sus trabajadores, vulnerando sus derechos laborales; la que provoca el desparpajo de los políticos enriquecidos y ensoberbecidos en la perpetuación de sus cargos públicos y groseros estipendios. O la impunidad institucionalizada que ha reinado en favor de los delincuentes de cuello y corbata,  de los que usurpan desde las AFP y las isapres las cotizaciones de los trabajadores. La violencia que generan los bullados casos de corrupción ventilados ante la opinión pública y que crónicamente deja impunes a sus responsables y cómplices. La violenta discriminación sufrida por nuestro principal pueblo autóctono, como las criminales acciones descargadas día y noche contra sus familias y hogares. De manos, habitualmente, de carabineros digitados por los empresarios forestales de la Araucanía que los despojaron de tus propiedades ancestrales. Todo con la complacencia de La Moneda, ahora, y por los gobiernos precedentes autocalificados de centro izquierda.

En efecto, violencia sistemática justificada por los gobiernos, dícese progresistas, y los políticos de derecha, dícese católicos y amantes del “estado de derecho”.

Sin ignorar, tampoco, el saqueo fiscal y bancario en contra de los estudiantes. De esos cientos de miles de jóvenes que seguirán endeudados por varias décadas más, si es que no se les condona lo que deben. Una deuda lacerante para cientos de miles de familias que fuera fomentada por el gobierno de Ricardo Lagos quien, paralelamente, le puso un abusivo peaje al libre tránsito por las autopistas. Por quien incluso intentó pasar como obra suya la mismísima Constitución de Pinochet, con solo algunos retoques negociados con el Parlamento. Aunque ahora tiene el cinismo de sumarse a la demanda popular por una nueva Carta Fundamental. Forzado, como tantos otros, por el miedo que le tienen al pueblo que les señala su inconsecuencia.

Cómo olvidarnos de la ultrajante violencia que significó la negativa del Presidente Frei a recibir durante todo su mandato a los familiares de los detenidos desaparecidos de la Dictadura. O la burla que le propinó al país la señora Bachelet con su falso proceso constituyente. Parodia que no condujo a nada, por supuesto, salvo frustrar las esperanzas que de nuevo se agitan en las protestas, después de que le entregara la banda presidencial por segunda vez al principal defraudador de los derechos del pueblo. Un multimillonario engreído y sin capacidad alguna de autocrítica y pudor. Cuya permanencia en La Moneda violenta todos los días a la población que lo repudia tan contundentemente. Al grado que al escribir estas líneas la popularidad de Piñera ha descendido al 10 por ciento.

Imposible pasar por alto la violencia ejercida por el sistema todavía vigente contra los sin casa o los deudores hipotecarios,  estrangulados por los usureros créditos bancarios. La violencia que significa que el sueldo recibido por millones de trabajadores no les alcance para cubrir los gastos más esenciales, como lo hemos podido constatar en esos estremecedores testimonios de ancianos, viudas, pensionados, como de tantos jóvenes impelidos a delinquir para comer y llevar algo a casa.

País real que, gracias a la explosión callejera, empezaron a consignar con rubor los medios de comunicación tan contestes siempre con el sistema y lo que llaman “estado de derecho”. Es decir, por la violenta e insensata actitud de los principales medios de comunicación circundados por la farándula y la frivolidad, ignorantes de la realidad nacional y mundial y cuyos rostros ahora lloran lágrimas de cocodrilo al descubrir como realmente es nuestro país. Con sus noticiarios y programas tan lacerantes a la conciencia pública, la dignidad de los pobres y de la propia clase media.

Como si no fuera terriblemente violento, también, el constante atentado en contra de la soberanía nacional, mediante la inicua explotación de nuestros recursos naturales, el saqueo cotidiano de millones de toneladas de cobre, litio y otros productos arrancados desde las entrañas de nuestro territorio.  O los mismos incendios provocados, como ya señalamos, en nuestras reservas forestales a fin de proveerle terreno a las empresas constructoras y a aquellas que buscan reforestar nuestro paisaje con especies de mayor y más rápida plus valía, sin importarles si éstas agotan los manantiales y aguas subterráneas en desmedro de la agricultura y del agua potable en tantos pueblos y ciudades del país.

Ciertamente que impacta y duele ver un templo en llamas o la destrucción de monumentos patrimoniales, pero todo eso se puede volver a reconstruir o reparar. No así nuestros vandalizados yacimientos del norte y glaciares cordilleranos. Pero no nos equivoquemos: para sujetos como Piñera y quienes nos gobiernan, la destrucción callejera puede ser incluso una oportunidad de negocio para las empresas constructoras e importadoras, como para las mismas compañías de seguros.  Curioso fue observar cómo un hábil alcalde y algunos “emprendedores” en cosa de horas discurrieron semáforos portátiles; de la misma forma como algunos poderosos del retail se proponen, después de cobrar sus pólizas por incendio,  reemplazar estos hipermercados por grandes condominios de viviendas de lujo mejor cercadas y más inexpugnables.

Qué duda cabe que la promesa de un plebiscito o de una asamblea constituyente (con leoninos quórum  para aprobar cualquier cambio sustancial de la actual Carta Magna) lo que más busca es apaciguar las demandas sociales y convertirse en un placebo para los ansiosos de cambio. ¡Qué violento contubernio es el ejecutado por el Ejecutivo y los parlamentarios para, en cosa de horas, levantar un acuerdo y prometer una agenda social que ha sido burlada o postergada por tanto tiempo! Si hasta tenían preparado aquel enorme lienzo blanco que cubrió la plaza Baquedano (hoy de la Dignidad) para hacernos creer que la batalla terminaba y que el orden se restablecía. Desconociendo el hecho de que la protesta no solo se alzó contra el Gobierno sino contra toda la indolente clase política.

Por ello que abandonar la calle y “volver a la normalidad”, como se nos sugiere, sería realmente fatal para un país que merece mayor equidad y una paz fundada en la justicia y no en la quietud de los cementerios. ¿O es que acaso algún cambio de época y transformación de nuestra historia no ha supuesto la ira popular y episodios inevitables de insurrección? 

Violencia nunca igualable, en todo caso, con la ejercida por los vencedores de Concón y Placilla que conspiraron contra el presidente Balmaceda y derivaron en la organización de turbas que salieron a saquear las casas de los derrotados? O la de los bombardeos de La Moneda en l973, seguidos por los campos de tortura y exterminio; como los asesinatos masivos de campesinos en Ranquil, Santa María de Iquique, la Coruña y otras localidades rurales a lo largo de nuestra historia. Tal como se ultimó en Santiago, por instrucción presidencial, a los estudiantes en el Seguro Obrero, o a centenares de obreros en otras masacres. Como la misma “pacificación” de la Araucanía que ya nadie discute que se trató de un brutal genocidio contra nuestro pueblo aborigen. Por cierto impune, como tantas otras criminales acciones patrocinadas por el Estado.

Es inaudita la hipocresía de quienes hoy apelan a un armisticio exigiendo que los humillados por el sistema abandonen sus protestas, piedras y palos, mientras los policías disparan con armas letales a los manifestantes y les arrancan los ojos a los jóvenes. Y, por supuesto, le siguen poniendo todo tipo de cortapisas al reajuste digno de los salarios y pensiones. Cuanto a la misma posibilidad de una Asamblea Popular Constituyente, donde lo que mande sea el sufragio mayoritario de sus integrantes y no los intereses de esa minoría cobijada en un acuerdo y quórum espurio. Convenido, como vimos, a espaldas del pueblo movilizado. De allí es que tantos desconfíen de que la derecha y la clase política encantada por ideas autoritarias y neoliberales vayan realmente a consentir con una asamblea popular que le ponga fin a sus privilegios y cambie drásticamente nuestra historia.

¿Es que acaso Piñera pactó con el pueblo y sus organizaciones tan alto despropósito para sus seguidores y representados?

¿Es que existe algún antecedente en Chile y en el mundo en que los acuerdos de paz se firmen solo entre los mismos aliados?

No hay más remedio que seguir movilizados. Más, todavía, cuando el Ejecutivo y el Parlamento no han aprobado ningún cambio sustantivo a la economía, la distribución del ingreso y la recuperación de nuestro patrimonio soberano. Ni siquiera paliativos a las situaciones más críticas en materia tributaria, de salud, educación y previsión social. Cuando, a propósito de la crisis económica que se augura, el gobierno ofrece un reajuste a los trabajadores del sector público que ni siquiera alcanza la pérdida del poder adquisitivo en el último año. Menos proponerse, tampoco, un impuesto para ese privilegiado sector de los ricos que alcanza solo al 1 por ciento, como ya lo consignáramos.

Esperar por los cambios  que nos proponga la clase política, o confiarse a la posibilidad de un texto constitucional democrático, realmente aprobado por el pueblo, sería demasiado crédulo, incauto e irresponsable.

¡Porque ya los conocemos y sabemos cuántas veces han traicionado a la Patria!


Por Juan Pablo Cárdenas

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