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sábado, 7 de diciembre de 2019

Opinión


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Terminar lo que dejamos a medias

por  7 diciembre, 2019
Terminar lo que dejamos a medias

“Terminemos lo que dejamos a medias hace 30 años. Recuperemos Chile para tod@s l@s chilen@s”. Esto dice mi cartel con el que he estado participando de las marchas en las últimas semanas. Algunas veces más, otras menos, según me lo permitan las restantes obligaciones laborales y familiares, pero sin dejar nunca pasar muchos días sin cumplir mi “turno ético”, expresión acuñada por algunas personas de la que me hago eco, porque creo que lo que está ocurriendo tiene, entre otras cosas, mucho que ver con la ética, a nivel personal y colectivo.
Como a la gran mayoría del país, los sucesos iniciados el 18 de octubre también a mí me tomaron de sorpresa, pero a diferencia de quienes han repetido hasta el cansancio en estos días que “no supieron ver la magnitud de las desigualdades y las injusticias” de Chile, lo que a mí me sorprendió -y muy positivamente- no fue la magnitud del desastre, sino ver que las chilenas y los chilenos tenían un límite en su paciencia y que nuestro país no estaba condenado a seguir viviendo por siempre en el abuso y la exclusión del neoliberalismo impuesto durante la dictadura y perfeccionado bajo la democracia.
Cuando a fines de los años 80, Chile transitó de la dictadura a la democracia, yo comenzaba a vivir mi edad adulta. Hija de una familia de izquierda que había participado con gran pasión y compromiso del proyecto y gobierno de la Unidad Popular, el golpe llegó a congelar mi vida cuando tenía nueve años, y mis amigos de la universidad se reían cariñosamente de mí, porque yo hablaba del golpe como los cristianos del año cero, datando los hechos antes o después de ese hito que había fracturado al país y me había marcado para siempre. La lenta recomposición del tejido social y de la organización durante la dictadura, la creación de la UEM (Unión de Estudiantes de Enseñanza Media), la mítica recuperación de la FECH a mediados de los ochenta, la movilización estudiantil que convocaba más energías entre los estudiantes de oposición que cualquier obligación académica (en mi escuela, al menos) derritió hasta la última partícula de hielo y me hizo sentir que no era un despropósito pensar que este país podía volver a ser nuestro, que podíamos derrocar a la dictadura para reconstruir un Chile donde volvieran a imperar los viejos valores de la “República”; donde la palabra Estado dejara de ser un garabato; la educación pública, gratuita, de calidad y laica volviera a ser un derecho, así como la salud, el trabajo, la huelga, la jubilación, la vivienda (derechos estructurados a partir del principio constitucional de la solidaridad), y donde, por supuesto, se revirtiera la privatización de la salud, los servicios básicos, la seguridad social y la educación, implementada por la dictadura y refrendada en el concepto de subsidiaridad del estado que empapa a la Constitución del 80, que permitía el lucro y el enriquecimiento del sector privado a costa del bienestar de las personas; en suma, donde el neoliberalismo acérrimo de los chicago boys pasara a ser historia. Ese país que íbamos a recuperar y construir iba a ser también un país consciente de su historia, que buscaría la verdad y haría justicia en relación a los horrorosos crímenes cometidos contra los derechos humanos durante los años de dictadura.
Y lo mejor de todo es que nosotros íbamos a ser protagonistas de esa nueva historia, aquella generación que se había formado política, profesional y técnicamente durante esos años difíciles, que había levantado las mismas banderas y combatido codo a codo una dictadura. Por cierto, sabíamos que no iba a ser fácil, que había una parte de nuestra generación y de generaciones anteriores a la que no le hacía gracia alguna nuestros planes. Pero a medida que íbamos ganando más y más espacio en y con las organizaciones sindicales, poblacionales, estudiantiles, de mujeres, y que las protestas se hacían más y más masivas, parecía más posible. Tendríamos que lidiar también, claro estaba, con las diferencias internas, pero confiábamos en que estaríamos de acuerdo en lo básico para echar a andar nuestra recuperada democracia (en aquello de que estado no era un garabato, por ejemplo, o que las pensiones no podían ser fuente de enriquecimiento para la empresa privada y empobrecimiento para los jubilados) y, bueno, ya se irían perfilando los diferentes proyectos, desde los más guatones hasta los más radicales.
Es un hecho que las señales de que no iba a haber mínimo común denominador para el retorno a la democracia ya estaban allí mucho antes de las elecciones de 1989 e incluso antes del plebiscito. Pero debo asumir que, obnubilada por la posibilidad del cambio y a pesar del escepticismo explícito de algunos, concentré mis energías en contribuir al triunfo del “no” y jamás se me hubiera ocurrido que entre quieres iban a estrechar la brecha de lo posible en democracia estarían muchos de mis más cercanos compañeros, aquellos con lo que hacíamos trabajo poblacional (llenos de dudas sobre nuestros derecho de burgueses a estar en ese espacio), escribíamos incendiarios artículos sobre el nacimiento del hombre nuevo y soñábamos no solo con derrocar a Pinochet sino también con la revolución.
Habrá quien alegue ante estas estas palabras que la realidad es más compleja que el voluntarismo juvenil, que mucho de lo que entonces exigíamos no se ajustaba a lo verdaderamente posible, pero yo me permito afirmar que ni siquiera lo intentamos y que algunos lo desecharon de entrada. Que muchos de nosotros nos acomodamos en una nueva realidad que nos daba poder y la posibilidad de profitar personalmente de ello; que otro tanto nos convencimos de que la política profesional tenía una altura de miras tal que podía hacer lo correcto, prescindiendo e ignorando a los movimientos sociales; que enfrentados al triunfo del capitalismo tras la desaparición del bloque socialista, muchos desistimos de creer que habían formas alternativas para pensar y construir el mundo; que creímos que los grandes cambios que no se habían hecho al principio irían ocurriendo con el tiempo a medida que nuestra democracia se fuera fortaleciendo… Pero como en el chiste de la Mafalda, se hizo evidente que, si uno no se apura en cambiar el sistema, el sistema termina cambiándolo a uno, o comiéndoselo. Y vimos con dolor, cómo las propuestas que buscaban incidir para provocar cambios más profundos fueron siendo crecientemente estigmatizadas, y sus propulsores puestos al margen (como desde el principio los campesinos, los trabajadores, los indígenas…), acusados de ser sujetos anacrónicos, de estar pegados en el pasado, de ser incapaces de leer la nueva realidad y ver estábamos caminando hacia un desarrollo que estaba a la vuelta de la esquina.
Hablo en plural en relación a todas estas alternativas, porque siento que hay una responsabilidad que nos compete en general como generación. Cada quien sabrá qué de esto (u otras posibilidades que no están en estas líneas) lo o la interpreta.
Yo seguiré haciendo turnos éticos con mi cartel, participando de los cabildos y las asambleas, vigilante a todos los acuerdos, porque no tengo dudas que mucho de lo que ocurre hoy es resultado de lo que no terminamos de hacer hace treinta años. Y porque si algo he aprendido en este tiempo, es que, para avanzar la construcción de un país más democrático, justo y libertario, no se puede bajar la guardia.
  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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