En 1997, el sociólogo Tomás Moulián introduce en Chile Actual: anatomía de un mito,
el concepto de “fase terrorista de la dictadura”, para referirse a los
primeros años de los militares en el poder. La época más desalmada de la
dictadura, la del exterminio humano, la de los campos de concentración,
de cárceles clandestinas y allanamientos en plena noche; la más cobarde
y vergonzosa, marcada por el odio, el soplonaje y el miedo; años
marcados por el estado de sitio y el toque de queda. En suma, por el
terror.
Con
gran lucidez, el respetado académico explica el tránsito desde el
terror inicial hacia el transformismo posterior (no exento de terror),
que comienza a prefigurarse a mediados de los años setenta, y que
concluye con la imposición de la economía de libre mercado. El resultado
ya es sabido: una sociedad consumista, desarticulada, obediente,
acrítica, alienada, obsecuente; militarizada, no militante ni
comprometida. Una población sublimada.
No
obstante, Moulián tropieza con el mismo error –a estas alturas
histórico– que nace tras la derrota de Pinochet en el plebiscito de
1988: sostener (suponer, creer, querer) que la dictadura terminó, cuando
en verdad no es así. En rigor, aún vivimos en dictadura. Y, de no
mediar alguna circunstancia extraordinaria, lo seguiremos haciendo ad eternum.
Al
año siguiente de su promulgación, la Constitución de 1980 le permitió a
la dictadura terrorista migrar hacia un fascismo democrático
ultranacionalista, el que se extendió hasta 1990, cuando da su último
giro a la extrema derecha, esta vez, hacia una democracia fascista de
carácter cívico-militar, que perdura hasta hoy. Tal es el camino de la
dictadura chilena: terrorismo desatado (1973-1981), terrorismo atenuado
(1981-1990), terrorismo latente y solapado (1990 a la fecha).
Es
la propia dinámica de la dictadura militar la que va determinando las
características de lo que hoy en Chile se denomina democracia. Un
remedo, en cualquier caso, de lo que debiera ser una democracia de
mínimos estándares. Más que pertenecer al ámbito de la politología, ella
pertenece a la literatura, y se ubica dentro del realismo mágico, es
macondiana. Qué loco es creerse el cuento que los militares ya no tienen
el control. ¡Qué ingenuo! Es ir en búsqueda de Macondo.
Fascismo democrático:
A
nuestro juicio, la “fase terrorista” (Moulián) se extiende mucho más
allá de 1976 –año en que la dictadura se abocó al exterminio del Partido
Comunista, tras haber hecho lo propio durante los dos años anteriores
con las cúpulas del Partido Socialista y el Movimiento de Izquierda
Revolucionario–, llegando hasta marzo de 1981, con la autoproclamación
de Pinochet como presidente del país.
Luego
del exterminio político masivo, y del exilio al que sometieron a los
sobrevivientes –y de la consecuente represión y persecución contra el
enemigo interno–, a mediados de los años setenta los militares se
concentraron en la economía, área en la que debido a su ignorancia,
debieron recurrir a los especialistas.
Con
el objetivo de consolidar el control político y económico del país, los
militares siempre se mostraron dispuestos a garantizar las condiciones
impuestas por los economistas, partiendo por la desarticulación del
sindicalismo, siguiendo por la implementación de un nuevo Código del
Trabajo, hecho a la medida del empresariado, y concluyendo con un nuevo
sistema de seguridad social, cuyos principales hitos son las AFP’s y las
Isapres, negocios hechos con los fondos de los trabajadores, en el que
las empresas se llevan las ganancias y los trabajadores las pérdidas. A
lo que sumó la privatización de la educación y las empresas del Estado.
Al cabo, un proceso que se extendió por más de dos décadas, y que da
cuenta de la destrucción de un país, y de la construcción de otro muy
diferente sobre el mismo territorio.
La
vocación patriotera de los militares también los llevó a atentar contra
el patrimonio cultural del país, enfatizando su delirio en perjuicio
del desarrollo del pensamiento crítico. Con el claro afán de darle
sentido a su relato mesiánico y de su ideación fascista de la sociedad,
en los primeros días del golpe de Estado, la dictadura intervino las
universidades estatales, nombrando rectores militares en calidad de
delgados del gobierno. También intervinieron los medios de comunicación y
clausuraron cualquier intento de prensa opositora. El discurso oficial
estaba destinado a convencer a la población que Chile era un país de
libertades, y que el mundo entero estaba perdido a manos de terribles
ideologías.
Para
ello, la dictadura contó con una alianza estratégica formada por el
empresariado periodístico y un elenco estable de esbirros dispuestos a
mentir y a darle pan y circo al pueblo, cuyas voces y rostros
(Vodanovic, “Pollo” Fuentes, Raquel Argandoña, Ravani, Julio López
Blanco, entre otros cientos) aún perturban nuestros sueños para
recordarnos que la pesadilla no tiene fin, pues, como se sabe, esa
alianza no sólo sigue vigente, también ha crecido y se ha perfeccionado
en “entretención” y desinformación, y ha sido, qué duda cabe, la que le
ha dado relato a cada una de las etapas de la dictadura.
El
fascismo democrático –híbrido inédito en la política chilena y en la
historia universal– es el poder militar sin contrapeso y fuera de
control; estilo de gobierno que en su fase inicial logró funcionar con
tres poderes, no delimitados, ni mucho menos, independientes: Ejecutivo
(en manos del dictador), Legislativo (Junta Militar) y Judicial (bajo
las órdenes del dictador). Fue inaugurado por el propio Pinochet, cuando
en 1981 se autoproclamó Presidente de la República, cruzándose la banda
tricolor sobre su guerrera militar (cuestión que nunca se atrevió hacer
vestido de civil), al tiempo que dotaba a la Junta de facultades
legislativas, no parlamentarias, pues, no existía Parlamento alguno. La
época del fascismo democrático –donde las violaciones a los derechos
humanos “convivían” en perfecta armonía con la marcha de la nación–
alcanza su mayor plenitud cuando en 1988 el dictador convoca al país a
pronunciarse a través de un plebiscito sobre su continuidad en el poder
hasta 1997. Pinochet pierde ese referéndum y con ello el fascismo
democrático comienza a mutar a democracia fascista.
Democracia fascista: una realidad paradojal
A
partir de 1990, ahora con Pinochet empoderado como senador vitalicio –a
lo que se suman una bancada militar en el nuevo Senado y otros enclaves
autoritarios– el fascismo democrático adquirió su cuño actual (y
definitivo): devino en democracia fascista. Una versión sui generis
de democracia posmoderna, en que se permite a los civiles entrar al
juego por la vía electoral, sin que ello implique instancias
diferenciadoras reales de discusión ni decisión; es la máxima expresión
del autoengaño. Una realidad paradojal donde se simula un estado de
normalidad, con los civiles a cargo de las instituciones y con los
militares en los cuarteles. Pero no es así. Se trata de una democracia
entre paréntesis, no dialéctica, sino de consenso, donde los diversos
actores renuncian a sus propias creencias y acuerdan todo, desde la
forma de narrar su historia política, hasta su futuro pos parlamentario;
desde sus dietas hasta el nepotismo que les asegure la conservación de
los privilegios; desde la justicia en la medida de lo posible hasta el
perdón a cualquier precio.
La
chilena no es una democracia, sino un eufemismo que se utiliza en
reemplazo de un formato de convivencia inconfeso, que acoge a
uniformados y civiles en la marcha diaria del país: el
cívico-militarismo. El militarismo desatado de antaño no ha desaparecido
del todo, los uniformados, tanto activos como retirados, continúan
incidiendo en los distintos ámbitos de la vida política y económica del
país, ya sea incumpliendo su carácter no deliberante a través de
declaraciones o actos para las que utilizan de fachada diversas
fundaciones, ya sea a través de sus intereses en empresas privadas; en
ambos casos se valen de su influencia en los medios de comunicación.
En
esta democracia fascista los extremos políticos se han desideologizado,
a tal grado han relativizado sus discrepancias, que ya no es posible
establecer diferencias notorias. La ultra derecha –la terrorista, la
reaccionaria, la económica, la pechoña– hoy se autodenomina
centroderecha, y lo hace para desprenderse de su pasado golpista ligado a
la derecha a secas –la patronal y militarista. Por su parte, la
izquierda no comunista, donde es posible hallar desde allendistas a
miristas; desde democratacristianos a radicales, incluso algunos
comunistas renegados, hoy se hace llamar progresismo. O centroizquierda,
para desprenderse de su pasado upeliento.
La
democracia cívico-militar chilena es un sistema político débil, siempre
conectado al respirador artificial, vulnerable, mal mirado, maloliente,
proclive a la corrupción, reaccionario, abusador, en extremo represivo,
y sobre todo, flexible, pero no desde una perspectiva reformadora, sino
en función del acomodo de quienes tienen posibilidades de él. La
democracia cívico-militar, o democracia fascista imperante, es, por
sobre cualquier cosa, rígida, no admite discusión sobre su legalidad y
legitimidad.
La
política ha mutado desde lo ideológico a lo persuasivo; desde el
contenido, al mero mensaje publicitario; se ha perdido el valor de los
símbolos, nadie en ella pretende capturar militantes que exijan cambios
desde adentro, sino simpatizantes que voten desde la periferia para
mantener vivo el valioso consenso. Nadie quiere ni puede incomodar al
otro. Evitar el conflicto es la consigna transversal.
El
gran triunfo ideológico de la dictadura terrorista (1973-1980) y de su
continuador, el fascismo democrático (1981-1990), no es haber “derrotado
al marxismo-leninismo”, ni haber “extirpado” de Chile el “cáncer” del
comunismo internacional, como alucinaban sus fundamentalistas –aquellos
imbuidos del paroxismo de la doctrina de la seguridad nacional y del
enemigo interno– sino haberse eternizado (enquistado, mejor dicho,
parafraseando al propio fanatismo pinochetista) en el seno del poder
político y económico, y haber logrado desde ahí trascender de la
violencia física a la violencia social; desde las balas a las tarjetas
de crédito; desde el terrorismo de Estado legitimado por su propio
ordenamiento jurídico, al consumismo desenfrenado, contando para ello
con un arma propagandística infalible, de doble faz: primero, la
desarticulación de la antigua sociedad (fase terrorista), y luego,
durante el fascismo democrático, el desprestigio hacia la política como
garante de la democracia. A partir de 1990, tras la puesta en marcha de
la tercera fase (democracia fascista), se utiliza la pseudo democracia
desde el sesgo de una sola ideología ultranacionalista, excluyente,
sobrerrepresentada y pechoña. Triunfo ideológico mediado por la misma
huella indeleble de otros regímenes de facto: el fascismo. En Chile, el
fascismo llegó para quedarse. Para apellidar a la ingenua democracia.
El
próximo 11 de septiembre se cumplen 40 años del golpe de Estado que
sacó del poder a un gobierno democrático, e instaló a uno de facto en su
lugar. Los análisis más optimistas sostienen que esa dictadura se
extendió por 17 años, desde el 11 de septiembre de 1973 hasta el 11
marzo de 1990, cuando Patricio Aylwin asumió como Presidente de la
República. Por desgracia, algunos hechos demuestran lo contrario, y lo
que en rigor muchos celebran hoy es el aniversario de una dictadura que
logró mutar, sin dejar de ser dictadura.
Más
que ufanarse por un supuesto fin de la dictadura, y su reemplazo por
una democracia real, cabe destacar que a contar del mismo día 11 de
septiembre de 1973, el país viene siendo sublimado por una realidad
imaginaria –macondiana–, un ethos perverso en donde da lo mismo
si vivimos en democracia o en dictadura, o si aquélla es protegida o
tutelada, o si ésta es encubierta o desvergonzada. O si la dictadura ya
no existe, o si la democracia sufre de golpismo inminente. Da lo mismo.
Es lo mismo. Es un círculo vicioso que va desde el rechazo a la
aceptación.
La
clave de todo es la palabra “consenso”. Consenso al que han arribado
vencedores y vencidos del 11 de septiembre de 1973 y del 5 de octubre de
1988. Entre ellos ya no hay derrotados, sólo ganadores. Hoy todos
residen en uno de los dos bloques que preservaron para sí la forma de
cómo repartirse el país, sin que parezca despótico. Los marginados no
caben en ninguna parte. Los verdaderos derrotados son los muertos y
desaparecidos de los últimos cuarenta años, la gente común y corriente
que vive sometida al mercado usurero, a expensas de una educación
pública precaria, cuyo fin es la no educación; los verdaderos derrotados
son los pueblos originarios despojados, el medio ambiente devastado, la
libertad de pensar. La libertad. El gran triunfador es el miedo.
Una
muestra palpable del consenso criollo, es la reciente designación de un
ex comandante en jefe del Ejército como director del Servicio
Electoral. ¿Habrán ocupado cargos similares los servidores de Hitler o
Mussolini, una vez que Alemania e Italia se sacudieron de sus peores
fanatismos? El valor inconmensurable del consenso es que él, junto con
sustentar nuestra transición permanente e inacabada hacia una tierra
prometida que nunca veremos, y de ser el bálsamo que suaviza cualquier
discordia, salva la incomodidad de tener que responder la pregunta más
cruda jamás hecha desde 1990 a la fecha: ¿qué sistema de gobierno es el
que hoy rige en Chile? Desde ya queda claro que no se trata de un
sistema democrático, pues, de serlo, no existiría la aberrante
sublimación a un estilo de vida basado en la injusticia y el odio.
La
democracia instalada en Chile no es plena, sino fascista; no es
ciudadana, sino excluyente. Si ella fuera plena y respetable, Pinochet
habría sido juzgado. Pero como es una democracia endeble, no resiste ese
tipo de exigencias. Desde hace cuarenta años vivimos en un Estado
policial al ritmo del golpismo latente, de los ejercicios de enlace y de
los boinazos; del peligro inminente. Una democracia cobarde que sólo se
envalentona frente a los débiles; frente al estudiantado y las
minorías; democracia xenófoba, homofóbica, que promueve la
discriminación y la desigualdad, la concentración económica y de medios
de comunicación masiva; una democracia indecente que calla por la fuerza
a la disidencia.
El
miedo como arma disuasiva no ha perdido valor ni vigencia. Por el
contario, el miedo sigue siendo el gran moderador de la convivencia
nacional, y de toda discusión, desde la más simple a la más compleja.
Los mismos estados de cuentas de servicios básicos contienen una amenaza
terrorífica: CORTE EN TRÁMITE. Y qué decir de la discusión que plantea
el fin del sistema binominal: sus defensores apocalípticos auguran
ingobernabilidad y retroceso democrático sin él.
Comoquiera
que sea, en Chile todo acaba con una amenaza. Esa intimidación
implícita al final impide que los ciudadanos se involucren en
discusiones de interés común. No existe real participación ciudadana,
pues, en los hechos, los caminos para acceder a ella se cierran antes de
abrirse. Las personas temen perder el trabajo, o que les cueste mucho
más conseguir uno. Más que ser garantizadas, las libertades
fundamentales subsisten, siempre y cuando no se opongan a los intereses
de los poderosos. El propio Estado chileno cuenta con una Constitución
portaliana que le permite utilizar la coerción de manera perfecta,
poética, sin caer en abusos notorios.
Tercera fase dictatorial: el nuevo orden, la sublimación
Una
vez asumido el primer gobierno civil en marzo 1990, lejos de regresar a
sus cuarteles, la vieja dictadura terrorista evolucionó y se transformó
en democracia fascista, sin dejar de ser dictadura, dando un nuevo
golpe a la cátedra constitucionalista. El Chile actual no tiene
cualquier democracia, sino una democracia cívico-militar de carácter
fascista. El rasgo más notable de aquello es el ser humano seriado,
homogeneizado.
Vivimos
en un orden más propio de la taxidermia que de la geografía humana. En
efecto, las personas somos clasificadas y luego tratadas y consideradas,
según el lugar que ocupamos en el mercado de acuerdo a la capacidad de
endeudamiento, o en función del ghetto en que vivimos o al que
pertenecemos, o de la escuela o colegio donde estudiamos, o de la
universidad a la que asistimos, o del linaje del cual provenimos, o del
lugar donde vacacionamos.
La
estratificación socioeconómica utilizada en Chile –así como en otros
países latinoamericanos forjados en el rigor del militarismo bananero–
no es otra cosa que un método de control social que permite saber
quiénes son, qué hacen, dónde y cómo viven, qué piensan, cómo se
proyectan los chilenos. Al cabo, es una forma de facilitar el
funcionamiento de la economía de masas y de mantener el control político
sobre la población. La vida diaria está determinada por la vorágine
mercantil, los años transcurren de la misma forma. Todo parte en marzo
con la compra de útiles escolares y el pago de los permisos de
circulación, luego viene la fase pechoña con la celebración comercial de
la Semana Santa y los huevitos de Pascua; en mayo el día de la Madre,
en junio el del Padre, en agosto el del Niño, en septiembre Simón manda a
festejar por la Patria y en octubre el mercado ordena disfrazarse a lo
Halloween, y así llegamos a la Navidad. Tal es la vida de este país. El
mercado es el rector de ella, y quien no se someta a él, queda al margen
de la felicidad y la homogeneidad. En rigor, eso es fascismo puro, en
tanto no permite el disenso y facilita la discriminación entre las
personas. Un fascismo democrático, en todo caso, con instituciones y
todo.
El
mayor facilitador del odio y la injusticia social, es el sistema de
acumulación de la riqueza implantado a sangre y fuego por el
fascismo-democrático, que permitió concentrarla en manos de un grupo muy
pequeño de familias –en su mayoría ultranacionalistas–, haciendo del
Chile actual el cuarto país del mundo con la peor distribución del
ingreso. La democracia fascista no ha hecho nada para revertir ese
designio. Por el contrario, lo avala, lo venera. ¿Acaso unos y otros no
forman parte del mismo círculo vicioso, que les garantiza poder y
riqueza?
He
aquí el quid del asunto: sólo una democracia autoritaria como la
chilena, es capaz de garantizar el desarrollo expansivo de la economía
de libre mercado; ésta requiere de ciertas condiciones especiales –no
siempre disponibles en todos los países–, como un tramado rígido en lo
social, cuyo manto rector, en el contexto de una cultura patronal de
obediencia colectiva, impida el conflicto; y flexible en lo económico,
en tanto esa flexibilidad opere sólo a favor del capitalismo financiero
–tal como funcionan en Chile la banca privada, el retail, las isapres,
las universidades privadas–, y eso sólo puede salvaguardarlo un tipo de
régimen gubernamental como el chileno, una mezcla perfecta de democracia
y fascismo, avalada por la complicidad de una prensa servil y un pueblo
inmutable, sublime. Sublimado.
Patricio Araya G.
Periodista
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