Los días posteriores al Golpe Militar un joven funcionario del Registro Civil e Identificación, fue trasladado al Servicio Médico Legal para trabajar en la toma de huellas digitales de víctimas de la dictadura. Algunos de los cuerpos con los que se topó nunca más pudieron ser encontrados; sin embargo, él logró avisarle a una viuda sobre el paradero de su esposo. Esa mujer era Joan. Después de 40 años, Héctor vuelve al mismo lugar dónde encontró a Víctor.
por Alejandra Carmona
Hace 40 años que Héctor Herrera no venía a este lugar. Todo es un recuerdo borroso, un montón de escenas a las que les cerró la puerta el 18 de septiembre de 1973.
–No recordaba para nada esa escalera central –dice mirando hacia la puerta abierta de la habitación, en dirección a la entrada del recinto donde un montón de peldaños lleva hacia el segundo piso.
Nada de esto quedó registrado en la cabeza de Herrera. Hoy, que es un día de marzo del año 2013, la luz que entra por la puerta principal no está flanqueada por militares con fusiles. Ya no hay cuerpos apilados. El olor a sangre fresca no es lo único que se huele en cada rincón del Servicio Médico Legal.
Todo es muy distinto a septiembre de 1973.
Cerros humanos
–Tú, tú y tú se van a trabajar a Avenida La Paz –gritó el militar– y a Héctor Herrera, 23 años, cuerpo delgado que apenas rozaba el 1,70 metro, no le quedó más que obedecer. Se paró rápidamente del asiento que ocupaba en su oficina del Registro Civil, en calle General Mackenna, y siguió silenciosamente la orden. Llevaba cuatro años trabajando en el mismo lugar. Había estado en la administración de Eduardo Frei y Salvador Allende.Hasta el martes 11 de septiembre de 1973, su vida era otra: trabajaba tomando huellas dactilares a los niños que sacaban por primera vez carnet de identidad. Ese día, después del bombardeo a La Moneda, se quedó en su puesto de trabajo el mayor tiempo posible. En la inocencia y para proteger su oficina, él y sus compañeros sólo pusieron un fósforo en el candado. Pensaron que con eso podrían detener el paso de los militares. Sólo decidió regresar a su casa cuando escuchó el discurso final del Presidente Salvador Allende por Radio Magallanes.
Cuando cuatro días después volvió a su trabajo y un militar lo obligó a seguirle, sólo intuyó que lo que vería le cambiaría la vida para siempre.
Mientras mira la escalera que lleva hasta el segundo piso en el SML, Héctor recuerda:
—Después que el militar me apuntó con el dedo y me dijo que yo también iba a Avenida La Paz, lo seguí. Nos metieron a una camioneta y nos trajeron hasta el servicio. No nos pasaron ni guantes ni máscaras ni nada, trabajamos con los mismos zapatos. Nos dieron instrucciones de tomar huellas digitales de los muertos. Había muchos cuerpos en fila en una parte trasera de acá, donde estaba un gran salón, como un estacionamiento –apunta hacia un lugar inexistente que al parecer estaba al fondo del recinto–. Su voz se quiebra. No sabía que 40 años sería tan poco tiempo. “Entraban camiones militares y tiraban los cuerpos y funcionarios de acá los tomaban muy humanamente, los iban poniendo en fila y uno iba y les tomaba las huellas”, dice moviendo la cabeza intentando comprender la barbarie. “Era un momento en que Chile vivía algo muy fuerte. Me gustaba el gobierno de Allende, sabe… Sentía que el país era mío”.
Su centro de operaciones fue el SML por tres días –15, 16 y 17 de septiembre– y lo que vio, lo recuerda con detalles. Además de los cuerpos sobre los que debió caminar a saltos, una vez alcanzó a ver por las rendijas de la parte trasera de un camión: divisó ropas, pelo, piel, todos los cuerpos amontonados que llegaban hasta Avenida La Paz como destino.
—Lo que más me impactó era la gente con los ojos abiertos. Ninguna persona estaba con los ojos cerrados, no eran miradas de terror. Había mujeres, gente joven y no eran miradas de terror, eran de pregunta –cuenta–. Las familias no supieron lo que pasó con algunos de esos cuerpos, pero los que tenían mejor suerte, llegaban a las listas instaladas en las afueras del recinto. Así, mirando esos nombres colgando en los paneles, algunos se enteraban que a quienes buscaban no seguían con vida.
Las huellas
El penúltimo día que Héctor Herrera estuvo destinado en el Servicio Médico Legal, entre todos los cuerpos, vio uno que a él y a un compañero de labores, “Kiko”, les pareció conocido. Se acercó. Trató de reconocer su rostro, a pesar que el polvo pegado a las heridas del cadáver no lo dejaban tener certeza. Estaba con los ojos abiertos y las manos empuñadas. En medio de las dudas, decidió tomar sus huellas para cotejarlas con la información del Registro Civil. Era 16 de septiembre de 1973.Esa tarde, Héctor se fue ansioso a su casa y al día siguiente se levantó temprano. Quería comprobar que se trataba de quien creía. Llegó hasta las oficinas del Registro en General Mackenna con la ficha que había tomado el día anterior del SML. Sin que nadie sospechara, ubicó a una amiga que le podía ayudar a conseguir la información. “Te voy a pasar una ficha por debajo de la mesa”, le explicó a su compañera de trabajo que le ponía atención y en completo hermetismo, él esperó el resultado.
Entonces Chile era un caos, él sabía que si alguien lo encontraba buscando información, tendría que dar muchas explicaciones. O más que eso.
La funcionaria demoró 15 minutos en volver y puso punto final al misterio:
–Es Víctor Lidio Jara Martínez –le dijo.
Héctor quedó en silencio por unos minutos. Luego descubrió que el artista estaba casado y entonces hizo lo único que podía en esas circunstancias: memorizar. Se grabó el nombre de la mujer de Víctor: Joan Turner, y la dirección de la casa. Héctor repetía una y otra vez los datos, mientras la tarde se deslavaba de a poco y el toque de queda comenzaba a asomar.
Con esa información rondando en su cabeza, tomó la “Liebre” número 7 y llegó hasta su casa en Vivaceta, a la altura del 3 mil. Cuando se sentó con su familia, por primera vez, lloró.
Joan
El martes 18 de septiembre de 1973, Héctor volvió a levantarse temprano. Quería encontrar a la mujer de Víctor, a la que no conocía, para contarle sobre el destino de su esposo.Se vistió muy temprano y a las ocho de la mañana llegó hasta la dirección que había guardado en su cabeza el día anterior. La primera imagen que vio, después de tocar el timbre, fue un perro saltando en el antejardín, luego una mujer rubia, extranjera, muy preocupada. Una mujer que no entendía muy bien qué hacía un desconocido tan temprano tocando el timbre de su casa.
Héctor sabía que la confianza a esa altura ya era un valor olvidado. Para que creyera en sus buenas intenciones, le mostró una identificación, una credencial roja que comprobaba que él era funcionario del Registro Civil. En ella aparecía su rut.
–Pase, pase –le dijo ella, mientras lo hacía entrar hasta el comedor de su casa, en una calle de Las Condes.
Cuando entró, Héctor se acordó de su propia vida. Su abuela se casó dos veces y había enviudado. Todos los hijos de sus esposos muertos ayudaban a sumar nombres al gran familión que él tenía y que contrastaba con la cara de la mujer sola, ahogada en preocupación, que esperaba acompañada de sus dos hijas pequeñas, que este hombre al que no conocía le diera alguna noticia. Aunque él traía la peor de todas.
–¿Tú conoces a mi papá? –le preguntó la más chica, Amanda, mostrándole una foto de Víctor.
Héctor la saludó y después Joan le pidió que los dejara solos.
Joan lo escuchó atentamente y él, que nunca había tenido que dar malas noticias, esa mañana de feriado en Santiago, sentados en un sofá, le entregó la peor de todas.
Joan se aferró a las manos de Héctor y lloró, desconsoladamente, por un largo rato.
La despedida
A pesar que las miradas asesinas cercaban Santiago, Héctor hizo lo posible por conseguir sacar el cuerpo de Víctor Jara desde el Servicio Médico Legal.Ese mismo 18 de septiembre, a las 10 de la mañana, llegó hasta el lugar acompañado por Joan. Cada vez que alguien le preguntaba o lo miraba extrañado, él les respondía que iba con una amiga. La tarea no fue fácil. Debió caminar por sobre varios cuerpos con la esposa del cantor.
–Llegamos hasta donde yo lo había visto la primera vez y no estaba. Después nos mandaron a otra parte y tampoco estaba –cuenta Héctor.
En un último intento, desesperado, le preguntó a un compañero y éste le dijo que había algunos cuerpos listos para la autopsia. Desde ahí rescataron a Víctor Jara.
–Llegamos a un lugar del segundo piso donde había muchas puertas de oficinas cerradas y ventanas que daban hacia un patio. Ahí lo ubicamos. Ahí dejé a Joan con su marido.
Era la primera vez que Joan veía a Víctor Jara desde que lo detuvieron.
Héctor veía la escena desde lejos: ella lo tomaba con amor. Trataba de limpiarlo con lo que tenía a mano. Le hacía mucho cariño en el pelo, pero no hablaba. Héctor le había dicho que tenían que pasar lo más inadvertidos posible. Joan lloró en silencio.
Los ojos de Héctor se humedecen al recordar ese momento. Durante muchos meses posteriores soñaría con esta escena, con Víctor Jara, con todos los muertos que no pudo identificar.
–Yo quería, a través de Víctor Jara, poder enterrar a todos los que no alcancé a ayudar.
Héctor debió inventar una causa de muerte para poder sacar el cuerpo de Víctor. Como ya lo habían visto trabajar ahí los días anteriores, fue más fácil. “Herida a bala”, dijo cuando le preguntaron. ¿Hora del deceso? “Las cinco de la mañana”, contestó. La muerte más impactante que recordaba era la del chacal de Nahueltoro, que murió fusilado en la madrugada. “Acá fusilan a las cinco de la mañana”, pensó y entregó como hora de muerte, la misma. En punto.
Joan consiguió con otro amigo –también llamado Héctor– el dinero para comprar un ataúd que posteriormente ayudaría a hacer calzar en un nicho del Cementerio General. No había tiempo para manifestaciones, cantos ni grandes despedidas.
Héctor, de pie en el primer piso del Servicio Médico legal, recuerda que fue por una de las puertas laterales que no logra identificar, por donde salieron con el ataúd de Víctor:
–Un colega de la morgue me facilitó una pequeña salita con 4 ampolletas que apenas alumbraban. Ahí pusimos el ataúd. Entró solo Joan y ella hizo una especie de velatorio de 10 ó 15 minutos. Después salimos hacia el cementerio.
En medio de esa desolación, el único ruido era el sonido del carro rumbo al nicho que los esperaba, un espacio alto en el que les costó dejar el cajón y donde solo dejaron una corona, que el sepulturero en un gesto simple, pero inolvidable, sacó de un funeral anterior.
–No dijimos ninguna palabra. Nos dimos un gran abrazo y partimos. Me fueron a dejar. Ahí nos despedimos y nunca más nos vimos –dice Héctor.
Años más tarde, Joan Jara, también recordaría en su libro “Víctor Jara, un canto truncado”, cómo vivió ella ese momento: “El carrito chirriaba y rechinaba sobre el pavimento irregular. Caminamos y caminamos… mi nuevo amigo Héctor a un lado, mi viejo amigo Héctor al otro. Sólo cuando el ataúd de Víctor desapareció en el nicho que nos habían asignado estuve a punto de desplomarme. Pero estaba vacía de sentimientos o sensaciones y sólo me mantenía viva la idea de que Manuela y Amanda esperaban en casa, preguntándose qué ocurría, dónde estaba yo”.
El año 1976 y después de estar detenido en el Estadio Nacional, haber sobrevivido comiendo papeles botados y pedazos de naranjas, después de ser fichado y perseguido por sus actividades sindicalistas, Héctor dejó Chile y pidió refugio político en Francia. En ese país vive desde 1977 y ahora acompaña a una realizadora que hace un documental con su historia.
Es la primera vez, después de 40 años, que está de pie en el mismo lugar por el que sacó el cuerpo de Víctor Jara, sin vida, a una ceremonia deslavada, en silencio, donde la pena ni siquiera pudo desgarrar el cementerio por temor a las balas.
–Gracias a usted y a otras personas tuvimos un desaparecido menos y un ejecutado más –le recuerda Patricio Bustos– interrumpiendo los recuerdos. Y Héctor Herrera lo mira con los ojos enjugados y el peso de miles de escenas en su cabeza, con la certeza de que esos violentos días de septiembre de 1973 no se sintió un héroe. Aunque fuera lo más parecido a eso.
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