Supongamos por un momento que algún candidato de izquierda gana las elecciones el 17 de noviembre. ¿Qué pasaría entonces?
Como
hemos visto, esta buena gente ha hecho suyo, mal, bien, más o menos, lo
que los estudiantes, responsables finales de la actual situación y sus
derivaciones, han levantado en formato de consignas y movilizaciones en
los últimos dos años.
Nueva
Constitución, fin del lucro, fin al sistema de pensiones,
nacionalización de las riquezas mineras, fin del sistema binominal, y un
listado largo e imaginativo, han sido temas que en la voz de los
estudiantes tuvieron la gracia de ser suscritas por mucha gente, no se
sabe cuánta.
Estas
mismas consignas, afirmadas en estadísticas, modelos y perspectivas,
han sido tomadas por los candidatos de izquierda para completar con
ellas sus propuestas y promesas.
Énfasis, tiempos, intensidades distintas, cual más cual menos, afirma la posibilidad real de lograr lo que se promete.
La pregunta sigue vigente: ¿Qué haría un presidente de izquierda si por un accidente histórico llegara a ganar?
Un
solo ejemplo, ¿Sería posible llamar en breve a una Asamblea
Constituyente para redactar una nueva constitución, tal y como están las
cosas?
Sí,
pero lo más probable es que el resultado no sea el esperado por los que
exigen que una hipotética nueva Carta Fundamental tenga rasgos
democráticos. Lo más probable es que salga algo bastante más
mejorado…para el sistema. Recordemos el precedente bacheletiano de huir
hacia adelante: la LOCE reemplazada por la LGE, cuestión exigida por los
traicionados estudiantes del 2006.
¿Por
qué tanto pesimismo? Porque un proceso así de profundamente
democrático, que significa un quiebre institucional inevitable dado que
los poderosos no se van a quedar mirando el portento, requeriría de una
movilización de muchos millones de compatriotas sosteniendo el proyecto.
Y de eso estamos lejos.
Si
en los sesenta ya no bastaba con rezar, hoy ya no basta con votar. No
basta levantar candidatos o candidatas choros o choras, suscribiendo
ofertas revolucionarias o transformadoras, ni ofrecer este mundo y el
otro en menos de lo que canta un gallo.
Las
elecciones que debimos aprender de las derrotas consecutivas y los
fracasos intermitentes, deberían servir para continuar, por otros
medios, lo que comenzó cuando los estudiantes salieron a las calles, y
no para suplantarlos o definitivamente liquidarlos como de pronto parece
que fuera.
Es
cierto que los procesos eleccionarios generan un estado de excitación
tal, que en breve los candidatos comienzan a salivar de un modo
distinto, pero una buena dosis de realidad debe contener esos espasmos
antes de llegar a límites extraños. Como por ejemplo, creer que están
ahí para ganar la elección.
Un
buen candidato o candidata de izquierda, en este momento y sobre esta
tierra debería jugar su rol sabiendo que lo suyo no es de ahora. Y que
su incursión debe ponerse en función de un proyecto que necesita de
grandes consensos y grandes mayorías provistas de una par de ideas que
se lancen, ahora así, a disputar fracciones importantes de poder.
Un
proyecto de cambios verdadero, es decir, revolucionarios, debe ser un
proyecto de mayoría. De algunos iluminados también, qué se le va a
hacer, pero de muchos más por iluminar, que esos sí son los más
importantes.
Se
debe considerar que un cambio que se proponga superar el neoliberalismo
se trataría de un proceso largo, masivo, por lo tanto complejo y
difícil. Se trataría de generar un movimiento tal, que sea capaz de
convocar a millones de chilenos, en un proceso de discusión y
movilización que debería abarcar mucho tiempo, y que debería llegar
hasta donde nunca ha llegado algo así.
A menos, claro está, que sea de nuevo un chamullo urdido entre pocos, cuatro paredes y bajo un cielo raso.
Los cambios profundos que exige, tal vez, una mayoría de chilenos, serán posibles sólo si los empuja esa mayoría.
Y
hablando de profundidad, el sólo hecho de disputarle de verdad, más,
mucho más allá de la poesía, fracciones de poder político, ya sería
revolucionario en el actual estado de cosas.
Pero
parece que para llegar con algunas posibilidades reales al ruedo
electoral, se necesitan pasos previos. De partida, que la gente
participe de un proyecto en el que crea, que vea y sienta, y de verdad
sea cercano y esa maravilla sólo es posible si éste nace de entre esa
gente. Una cosa es decirse representante del pueblo y la otra es saber
si el pueblo quiere ser representado por ése, ésa o ésos.
Y
que además, sus dirigentes y líderes sean de tal envergadura legítimos,
que se ganen un lugar de privilegio en las tantas veces engrupida
credibilidad de la gente llana, mediante la decisión de esta misma.
Pocas cosas tan revolucionarias como la posibilidad que la gente pueda
entregar su opinión y elegir sus representantes.
En
dos semanas más no habrá un presidente o presidenta de izquierda. Otra
vez, puesta la carreta y después los bueyes, lo que resultará será casi
lo mismo de antes: Pizarro, 4,7%, Gladys, 3,2%, Hirsch, 5.4%, Arrate,
6.2%.
Ahora,
claro está, dándonos el lujo de llevar más de un abanderado con las
mismas banderas. Y despreciando lo que ha avanzado el movimiento social,
aún cuando se diga representarlo de la mejor manera.
Si se puede hacer las cosas mal, ¿por qué no hacerlas peor?
Y,
si se me permite la impertinencia, para qué habrá servido todo eso que
Roxana representa, gusta, inspira, aporta, colabora, rafaguea, sopla,
proyecta e inocula? Qué va aportar en concreto aquello que Marcel
esboza, imprime, denuncia, ofrece, asume, apunta y amenaza, una vez
contado los votos que no alcanzarán para mucho?
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