Juan Pablo Cárdenas S. | Lunes 13 de marzo 2017
En materia de corrupciones, el escándalo que hoy se investiga en Carabineros es uno de los que más ha impactado a la opinión pública. Un desfalco de más de 10 mil millones de pesos que compromete, hasta aquí, a decenas de oficiales coludidos con civiles para apropiarse de recursos asignados a la policía uniformada. Por alguna razón, hay quienes pensaban que Carabineros podía escapar a la secuela de ilícitos descubiertos en las diversas instituciones del Estado, como en especial dentro de la llamada clase política y, por supuesto, el empresariado.
En Chile ha sido siempre común defender y enorgullecernos de la corrección de nuestros policías y comparar su desempeño con el de otras “fuerzas del orden” de nuestro continente, siempre motejadas de corruptas y hasta de formar parte del crimen organizado. Pero ya son muchos los episodios de carabineros que abusan de su poder y delinquen favorecidos por los elogios que reciben de los propios gobernantes que les dan carta blanca a sus acciones, cuando también debieran ser fiscalizados y sancionados severamente por sus despropósitos.
Es cosa de mirar al pasado y descubrir horrendos episodios represivos que comprometen a policías, tales como el de la masacre del Seguro Obrero (instados por Alessandri Palma) o el brutal degollamiento de tres profesores comunistas durante la Dictadura. Pero la trayectoria de Carabineros a cada rato destaca episodios de los cuales muchos somos testigos, especialmente en sus brutales allanamientos a las moradas de los más pobres o de los mapuches en la Araucanía, como hasta en las desmedidas licencias que se toman para castigar a los infractores de las leyes del tránsito cuanto de quienes ejercen el derecho democrático de marchar o protestar a las calles. Situaciones en que es tan habitual observar una labor sancionatoria más que preventiva. En este sentido, todos hemos podido observar el ensañamiento de los efectivos de sus fuerzas especiales contra los estudiantes y trabajadores, mientras que corrientemente hacen “vista gorda”, por ejemplo, de las infracciones que cometen los que conducen automóviles de lujo o de quienes perciben con poder e influencia.
Asimismo, las propias cúpulas de Carabineros por muchos años han consentido con ese solapado cohecho que ejercen los grandes propietarios agrícolas, los más conspicuos comerciantes de provincia y otros hacia las comisarías en todo el país, a fin de agenciarse (qué duda cabe) el favor de los policías para burlar sus infracciones y delitos. De nuestra memoria colectiva no podemos tampoco sustraernos de esas acciones de carabineros durante la Dictadura y otros períodos negros de nuestra historia, cuando ordenados por civiles ultraderechistas salían con ellos a “cazar extremistas y subversivos”. Muchos de los cuales eran posteriormente torturados en los cuarteles de Carabineros o ejecutados en juicios sumarios o bajo el pretexto de su fuga. El caso de los hornos de Lonquén y los acontecimientos de la comuna de Paine es, por cierto, uno de los más feroces y emblemáticos de esta colusión histórica entre carabineros y caudillos locales en crímenes deleznables contra los dirigentes y líderes campesinos, por los cuales nuestros policías uniformados también recibían beneficios y prebendas. Especialmente, cuando se constituyeron en uno de los brazos armados de los que alentaron la asonada militar.
Bastaría una revisión sistemática de la prensa para constatar en los últimos años una cantidad de policías envueltos en robos de automóviles, asaltos a cajeros automáticos y complicidades con el narco y el microtráfico de estupefacientes o en la receptación de especies robadas. Como aquella desbaratada banda que hace algunos años efectuaba robos y asaltos en la comuna de Providencia en nuestra Capital.
Abrigamos la confianza, ahora, que también se compruebe la enorme incongruencia que existe entre la forma de vida y el patrimonio de algunos altos oficiales respecto de sus remuneraciones fiscales las que, por cierto, ya no están entre las más modestas de la administración pública. Beneficiados, asimismo, por los privilegios que comparten con las Fuerzas Armadas en el acceso a casinos, centros de recreación, rancho, asignaciones de servidumbre y otros beneficios a los largo de todo el país. Sin soslayar, por supuesto, las ventajas que les reporta tener un sistema previsional propio, como el de la Capredena, que es realmente oprobioso comparado con el fatídico sistema de las AFP que obliga la afiliación y cotización de los civiles.
Jubilaciones tempranas, asignaciones de riesgo y de un cuantohay para implementar sus remuneraciones, como si los mineros, los trabajadores de la construcción, los choferes de la locomoción colectiva, los pescadores y tantos otros no estuvieran tanto o más expuestos que los uniformados en su cotidianeidad laboral.
Por esto es que nos resulta muy loable la decisión del Director General de Carabineros de encabezar la denuncia y los esfuerzos para investigar a quienes han delinquido en esta oportunidad. Sin embargo, no se puede obviar que este ilícito se remonta al año 2011, por lo que en algún momento las cúpulas de Carabineros debieran responder por su lamentable descuido y prolongada falta de fiscalización.
Del mismo modo, este bochornoso escándalo debiera llevar a la institución policial a ponerle término a prácticas tan oprobiosas como la existencia de esos “alguaciles” que en todo el país son reclutados por Carabineros entre los más conspicuos e influyentes civiles de ciudades y pueblos, a fin de verse favorecidos con sus erogaciones en favor de sus cuarteles y efectivos. Civiles que con sus credenciales, como se sabe, en la práctica logran escapar de multas, órdenes de detención y otros en virtud de ser amigos de la Institución… Una atávica costumbre que, por supuesto, es corrupta por donde se la mire.
Gracias a una justicia propia, y por el hecho de ser “ministros de fe”, son innumerables los abusos cometidos por los carabineros contra los civiles vulnerados en su dignidad humana por sus redadas e imputaciones ante los fiscales de la llamada Justicia Militar. Por la forma en que mienten a la hora reportar a sus superiores jerárquicos o defenderse de aquellos temerarios que se atreven a denunciarlos. En este sentido, es demasiado habitual que las acciones y acusaciones abusivas de la policía en contra de sus detenidos poco a poco estén cayendo en el vacío o ridículo, en razón de que incluso a los propios jueces militares les cuesta dar crédito a sus antojadizas versiones.
Si bien nuestra población guarda todavía mucha admiración por el Cuerpo de Carabineros de Chile y le duela especialmente aceptar los despropósitos de sus miembros, es preocupante el creciente malestar que despierta la simple presencia de estos policías, especialmente en los barrios más pobres o en los estadios. Que reciban el repudio cada vez más extendido de los jóvenes, de los acosados comerciantes ambulantes que, movidos por su derecho a trabajar para justamente no tener que delinquir o limosnear, son agredidos por quienes muy habitualmente le confiscan, además, sus especies. Mientras para el país se hace tan evidente que a los más tenebrosos delincuentes nuestros policías no se atreven a encarar, aunque felizmente tenemos todavía muy buenos y excepcionales ejemplos de quienes arriesgan sus vidas en la persecución del delito.
Sin justificarla en nada, parece explicable la paulatina descomposición de una entidad policial que mereció el mayor prestigio, cuando los policías suelen ser los primeros testigos de la corrupción de las autoridades políticas, del Congreso Nacional, de las cúpulas patronales, como hasta de las entidades fiscalizadoras del Estado. Bajo el imperio de un régimen institucional que, sabemos, ampara toda suerte de discriminaciones, el enriquecimiento ilícito y la impunidad de los delitos de “cuello y corbata”.
Basta ya de darle “carta blanca” (o carta verde, en este caso) a una institución como la de Carabineros cuando todos los días nos golpean las evidencias de una descomposición ética que va igualándose con la de las otras instituciones del Estado y de la sociedad civil. En un país en que los índices de probidad se desmoronan y ha pasado a ser exhibir tanta corrupción como los peores de la región y del mundo.
Y eso que todavía se esconde mucha basura bajo las alfombras de nuestros poderes del Estado y de los expedientes judiciales.
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