«Es más fácil engañar a la gente, que convencerla de que han sido engañados»
Mark Twain.
1.- El núcleo de los argumentos en favor del magnicidio del presidente Allende
Lo que primero llama la atención del investigador serio de la muerte de Allende, es que el rechazo de su suicidio, por parte de un número considerable de izquierdistas chilenos, en la mayoría de los casos, no está basado en un examen acucioso y ponderado de los hechos y circunstancias de lo que tuvo lugar en el Salón Independencia aquella trágica tarde, sino que es la consecuencia de una suerte de prejuicio que a ciertos izquierdistas chilenos les impide aceptar la muerte del Presidente tal como efectivamente ocurrió, porque para ellos el suicidio pareciera no calzar con la idea que tienen en sus cabezas, de la que debiera haber sido la conducta de Allende en las extremas circunstancias en que enfrentó aquel histórico día. De allí, por ejemplo, que los partidarios del magnicidio no empleen nunca en sus artículos y libros, la palabra «hipótesis» para referirse a su propia posición, porque están convencidos de que lo que ellos postulan y defienden no es una explicación posible más, sino la «verdad misma». Ellos emplean la palabra «tesis», que sólo significa: «posición» o «afirmación» de una doctrina que nos comprometemos a sostener en contra de las objeciones que se le podrían hacer», según lo define André Lalande en la página 1044 de su útil Vocabulario Técnico y Crítico de la Filosofía (Buenos Aires, librería El Ateneo, 1966). Como puede apreciarse, la palabra «tesis» no tiene el sentido, o significado, en que es usada comúnmente en ciencia la palabra «hipótesis», es decir, como una teoría, o interpretación, sujetas a prueba, que pueden ser parcialmente corregidas, o refutadas en su totalidad.
Estimo que el núcleo de la creencia y del argumento pro-magnicidio del presidente Allende se contendría en la siguiente frase sobre la que un día, por puro azar, llegué a poner los ojos:
«Un revolucionario no comete un acto de suicidio, un revolucionario sólo muere luchando»
Juicio que, supuestamente, demostraría que Allende tuvo que haber sido muerto, puesto que nadie pone en duda que era un revolucionario. Esta frase, se encontraba estampada en grandes letras en el frontis de un volante en el que se invitaba a un acto conmemorativo de los 38 años de la muerte de Allende, realizado el 11 de septiembre de 2011, por una de las organizaciones de chilenos residentes en la ciudad de Edmonton, en el oeste de Canadá, donde el autor de este libro, así como su familia, han pasado ya la mayor parte de sus vidas, a consecuencia de la brutal irrupción de la dictadura cívico-militar en Chile, nuestra patria de origen. Es manifiesto, que el compatriota que redactó y distribuyó aquel volante, debió haber creído en alguna de las variantes de la «tesis del magnicidio del presidente». Ahora, si ponemos aquella frase en la forma del razonamiento deductivo de la lógica antigua, o Aristotélica, denominado silogismo, diría algo así como lo siguiente:
Premisa No 1. Allende era un revolucionario
Premisa No 2. Los revolucionarios sólo mueren luchando
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Conclusión; Por lo tanto, Allende debió haber sido asesinado
Es evidente que este silogismo es formalmente válido, porque respeta las reglas de lo que en lógica es un silogismo válido (10) Pero el problema con dicho argumento es que, a pesar de su indiscutible «validez formal», es material, u ontológicamente falso, porque la premisa No. 2 es falsa, como lo mostremos a continuación.
Un revolucionario «por antonomasia» como el Che Guevara, no murió luchando, sino que, herido de bala en la pantorrilla de su pierna izquierda, con su fusil M2 inutilizado y su pistola Walther PPK de 9 mm sin cargador, fue hecho prisionero; siendo asesinado al día siguiente por el sargento del ejército boliviano Mario Terán, en una de las salas de la escuelita de adobe de pueblito de La Higuera. En su masiva biografía del Che, Jon Lee Anderson reproduce las que habrían sido las últimas palabras del guerrillero, según el «Capitán Ramos», quien en realidad era el agente de la CIA Félix Rodríguez: «Su cara palideció de pronto, y dijo: «Es mejor así…. Nunca debí haber sido capturado vivo». (11)
Es decir, en esta última frase el Che lamenta no haber podido pegarse un tiro antes de ser tomado prisionero, lo que no pudo hacer porque había perdido el cargador de su pistola Walther.
En su excelente libro sobre Hugo Chávez, Richard Gott agrega el siguiente detalle de la muerte del Che, que el líder venezolano recordaba haber leído en alguna parte: «… uno de los testigos de su muerte escribió que Guevara estaba sentado en el suelo, sufriendo los dolores de las heridas en sus piernas, cuando su asesino aparece con una carabina. Entonces Che dice :¡Aguántate un segundo, no dispares todavía! y con gran dificultad se pone de pie, apoyándose contra la pared, y dice: «puedes disparar ahora y verás como muere un hombre». (12)
El relato de la conducta del Che, al enfrentar la muerte, recordado por Chávez, es presentado con mayor amplitud en el libro de Richard L. Harris acerca del «guerrillero heroico»:
«Poco antes del mediodía del lunes 9 de octubre de 1967, unas 24 horas después de que el Che y sus hombres han sido descubiertos en la Quebrada del Yuro, el Sargento Mario Terán caminó hacia la pequeña Escuela de La Higuera para cumplir con la orden enviada por los más altos líderes del gobierno boliviano en La Paz. [En el sorteo] le ha tocado la paja más corta. Cuando entró a la sala de clases donde su víctima lo estaba esperando, lo encontró sentado en el suelo apoyado en uno de los muros. El Che supuso la naturaleza de la misión de Terán y con toda calma le pidió que lo esperara un momento para ponerse de pie. Terán estaba tan asustado por lo que tendría que hacer que comenzó a temblar. Se dio vuelta y salió corriendo de la escuela. Pero el coronel Selich y el coronel Zenteno le ordenaron volver y dispararle al Che sin dilación. Temblando, aún, Terán regresó a la sala de clases y sin mirar al rostro de su víctima, disparó una ráfaga de su carabina. Las balas penetraron en el pecho del Che y su costado, dejando grandes perforaciones en el blando muro de adobes de la sala de clases» (13)
La frase del Che citada más arriba por Jon Lee Anderson nos parece genuina, porque en ella se expresa la misma preocupación que tenía el presidente Allende de que en caso de no morir en el combate pudiera ser capturado vivo por los golpistas, lo que le hace pedir al doctor Danilo Bartulín que, si llegaba a ser herido, y por lo tanto quedaba incapacitado para suicidarse, lo matara: «Danilo, Danilo: tú has sido mi mejor y más leal amigo, si yo quedo herido, pégame un tiro» (14)
Véase, a continuación, un ejemplo poco conocido del mismo tipo de petición que el presidente Allende le hiciera al doctor Bartulín, así como su final consumación que, por cierto, no expresa cobardía, sino una decisión heroica tomada al filo de la muerte por dos bravos guerrilleros en la sierra boliviana:
«Mientras el Che era asesinado en La Higuera, sus compañeros Inti, Darío, El Ñato, Benigno, Pombo y Urbano salen de la Quebrada del Yuro perseguidos por los rangers. El 15 de noviembre estos los alcanzan y tiene lugar un tiroteo en el que cae herido Julio Méndez, «El Ñato», quien le ruega a Benigno que lo mate; y el cubano obedece, con los ojos nublados por las lágrimas, para librarlo de la ulterior tortura que le hubiera sobrevenido» (15)
Pero ocurre que el periodista Camilo Taufic interpretó torcidamente aquella petición heroica del presidente al doctor Bartulín, a quien acusó en un artículo de prensa de haber «rematado a Allende», sin mostrar el menor respeto por los hechos, por la dignidad personal de Allende ni la de Bartulín. Con lo que aquella petición fue transmutada en la «tesis del suicidio asistido», que hasta donde sabemos, no sólo es enteramente falsa, sino que no ha encontrado el menor apoyo entre otros partidarios de las tesis del magnicidio. Pero, por desgracia, aquella infundada acusación de Taufic se prestaría para que los derechistas comentasen en la prensa de aquellos días que: «Allende era tan cobarde que ni siquiera tuvo el valor de inmolarse». (16)
En la monumental biografía del Che de Paco Ignacio Taibo II, se contiene un detalle que viene a confirmar lo que señalamos más arriba acerca de las últimas palabras del Che. En la entrada de su diario, correspondiente al 1 de octubre 1967, es decir, una semana antes de su captura, el guerrillero Pancho Fernández Montes de Oca, escribió: «Fernando [Nombre de chapa del Che] me pidió un cigarro y que le llenara un cargador de su pistola. Tomó la pistola como si quisiera expresar que se mataría antes de ser hecho prisionero. Lo que yo siento de la misma forma« (17)
Es decir, el Che y el guerrillero Fernández, pensaban exactamente igual que Allende: que se debía combatir hasta donde fuera físicamente posible, pero que antes de ser asesinados por sus enemigos, era moralmente preferible morir por mano propia en el momento de enfrentar la muerte. Es decir, haber creído que más valía suicidarse que ser asesinado por sus enemigos, porque si hay algo que caracteriza a los héroes trágicos como el Che y Allende, es su voluntad de «morir en sus propios términos», es decir, ejercer su libertad aún en medio de las situaciones más inescapables.
Pero ¿en qué habrían diferido las muertes de estos dos revolucionarios, Allende y el Che Guevara? O, en otras palabras, ¿qué es lo que determinaría, según algunos, que uno de ellos debiera ser considerado un cobarde, en caso de haberse suicidado, mientras que el otro no? La diferencia es manifiesta: el Che fue asesinado por sus enemigos y Allende murió por mano propia. Pero ¿por qué el suicidio, en las circunstancias en que lo cometiera Allende, sería considerado, de manera implícita o explícita, por los partidarios de las distintas tesis de su magnicidio, como una acción cobarde? He aquí un ejemplo que refuta dicha falsa opinión, que hemos tomado de un brevísimo pero significativo relato del gran escritor uruguayo Eduardo Galeano:
«El día 26 de marzo de 1978, María Victoria Walsh, hija del periodista, escritor, dramaturgo y
Revolucionario argentino Rodolfo Walsh, les gritó a los esbirros de la dictadura militar que la acosaban en su casa de la calle Curro, en Buenos Aires: «Uds. no me matan, yo elijo morir,
Carajos», y entonces, ella y otro combatiente llamado Roberto Molina, se suicidaron allí mismo,
con sus propias armas, frente a sus enemigos, para no darles el placer sádico de que los vejaran, torturaran y asesinaran».
¿Se atrevería alguien a afirmar que la conducta de María Victoria Walsh y Roberto Molina fue un acto de cobardía? Sin duda que no, porque hay en la autoinmolación de estos jóvenes una afirmación heroica de la libertad humana que impide que se le pueda aplicar aquel juicio moral negativo. Y porque existen pocos comportamientos humanos más valerosos y heroicos que los de estos jóvenes, pues quienquiera tenga un verdadero sentido del honor y la moralidad, podrá comprender el valor ético supremo de este terrible sacrificio. Pero, entonces, ¿por qué razón la inmolación de Allende sería rechazada por los partidarios de la tesis de su magnicidio?
En realidad, más allá de sus respectivas circunstancias, y diferencias de tiempo y lugar, desde el punto de vista ético, el comportamiento de Allende en La Moneda el 11 de septiembre fue esencialmente idéntico al elegido por María Victoria y Alberto, aquel trágico día de 1978 en un barrio de Buenos Aires. Porque en ambos casos se trató de una decisión tomada en el contexto de una situación límite, es decir, de vida o muerte. Quizás si la única diferencia entre uno y otro sacrificio se encuentre en el hecho de que Allende tuvo la posibilidad, y presciencia, de elegir con mucha anticipación el lugar donde enfrentaría a sus enemigos; mientras que María Victoria y Alberto fueron sorprendidos en su propia casa por los agentes de las fuerzas represivas de la dictadura militar argentina. Pero en ambos casos los héroes trágicos eligieron la muerte por mano propia, a dejarse asesinar por sus enemigos, es decir, decidieron «morir en sus propios términos».
Otro ejemplo, muy poco conocido, que demuestra que el suicidio, cometido en circunstancias extremas, no es un acto de cobardía, sino que, por el contrario, puede ser una manifestación del más alto valor, es el caso de Loyola Guzmán, tesorera del MLN y encargada de la red urbana de la guerrilla del Che en Bolivia, quien fue identificada y detenida en La Paz el 15 de agosto de 1967, es decir, unas 5 semanas antes del asesinato del Che. «Loyola, temiendo traicionar a sus compañeros al ser torturada en los interrogatorios policiales, trató de suicidarse lanzándose desde una ventana del tercer piso del edificio del Ministerio del Interior, pero un toldo de tela que se interpuso en su caída, le amortiguó el golpe y ella sólo resultó herida. (18)
Pero ¿en qué basarían los partidarios de la tesis del magnicidio de Allende, su implícita, o explícita, creencia de que el suicidio sería siempre y necesariamente una acción cobarde, es decir, una motivada simplemente por el temor? No nos cabe duda, que el fundamento último de dicha creencia se encontraría en un prejuicio religioso-moral de viejísima data, que permea la cultura chilena: la falsa creencia, de origen cristiano, de que todo suicidio no sería otra cosa que un acto inmoral y cobarde, una forma «drástica» de abandonar este mundo a la que se verían forzadas ciertas personas, con el fin de escapar a las consecuencias negativas de sus propias acciones.
La doctrina católica tradicional del suicidio, derivada de San Agustín y Santo Tomás, afirma que el Hombre guarda tal relación con Dios que recibe su vida de él junto con el derecho de uso (usus), pero no de posesión (dominium). El suicidio estaría prohibido por el sexto mandamiento [No matarás] y sería irreconciliable con la resignación cristiana. Un hombre que reconoce y acepta la voluntad de Dios no podría ser el amo de su propia vida. Pero, además, el suicidio, tal como el asesinato, sería una ofensa en contra de las obligaciones personales y públicas de todo ser humano. Todas las naciones que suscriben algún tipo de fe cristiana aborrecen el suicidio, las leyes romanas estaban en su contra, y sus ejemplos antiguos eran interpretados simplemente como el resultado de la cobardía y la ignorancia religiosa.
La doctrina de acuerdo con la cual el suicidio no sería, necesariamente, una acción cobarde, vino a ser replanteada en Inglaterra sólo alrededor de 1730, aunque los grandes pensadores estoicos ya la habían argumentado durante la época Imperial romana.
El punto más débil de esta concepción religioso-cristiana del suicidio es que entiende toda conducta suicida de la misma manera, cuando debieran distinguirse al menos dos grandes categorías: los suicidios «egoístas» y los suicidios «altruistas», haciendo uso aquí de la distinción introducida por el gran sociólogo francés Emile Durkheim, en su libro pionero de 1897, titulado: El Suicidio. Un estudio sociológico, donde aquél escribe a propósito del suicidio altruista, lo siguiente:
«De algunos [suicidios] sin duda puede decirse que son causados por motivos altruistas, tales como soldados que prefieren la muerte a la humillación de la derrota. Como el comandante Beaurepair y el Almirante Villenueve (19) o personas infelices que se mataron para evitar que la desgracia cayera sobre sus familias. Porque cuando aquellas personas renuncian a la vida, lo hacen por algo que aman más que a sí mismas. Pero se trata de casos aislados y excepcionales. Sin embargo, incluso existe hoy entre nosotros un lugar especial donde el suicidio es crónico: este es en el Ejército».
Por cierto, Durkheim se refiere aquí a los héroes militares franceses del siglo XIX, muchos de los cuales dieron sus vidas por su país. Y a continuación, agrega el sociólogo:
«Porque el suicidio altruista, aunque muestre las familiares características suicidas, se parece especialmente en sus manifestaciones más vívidas, a algunas categorías de la acción que estamos acostumbrados a nombrar con respeto, e incluso admiración, por lo que con frecuencia algunas personas se han negado a considerarlas como autodestrucción. …Pero si los suicidios con espíritu de renunciación y abnegación como su inmediata y visible causa no merecen tal nombre, no puede ser más apropiado para aquellos que brotan de la misma disposición moral, aunque menos aparentemente, porque el segundo de ellos difiere sólo por unos pocos tonos del primero». (20)
Pero ¿a qué tipo de acciones se referiría arriba Durkheim, al afirmar que ellas no sólo serían nombradas con respeto y admiración, sino que incluso hay quienes se han negado, con toda justicia, a llamarles actos de autodestrucción? Manifiestamente, el sociólogo francés se refiere allí a las acciones heroicas de quienes renunciaron a la propia vida en defensa de valores como el honor, la dignidad, la patria, o el bien común.
Esto es lo que no consiguen entender los partidarios de las distintas tesis del magnicidio del presidente Allende, porque creen que todos los suicidios serían iguales e impulsados por las mismas motivaciones. De manera que, al no comprender las motivaciones éticas, o morales, de la inmolación de Allende, la confunden con una conducta suicida provocada por el temor, o por motivos de naturaleza puramente egoísta.
Otro hecho que muestra la falta de comprensión de la naturaleza de la inmolación de Allende, por parte de los negacionistas del suicidio, es que cuando sus argumentos son seriamente impugnados, estos casi siempre echan mano de afirmaciones como la siguiente: «cualquiera que haya sido el dedo que accionó el gatillo del arma que lo mató, el presidente fue asesinado» ¿Y por qué afirmarían ellos tal cosa?: «Porque Allende habría sido obligado a suicidarse». Veamos, a continuación, si acaso pudiera contenerse alguna verdad en tan categórica afirmación.
He aquí un ejemplo notable, en el que se subscribe dicha errónea opinión como si se tratara de algo autoevidente: «A mí me da igual si [a Allende] lo mataron o se suicidó, porque para el caso viene a ser lo mismo, ya que en todo caso debió ser un suicidio forzado. Lo importante fue su vida ejemplar». (21)
El autor del presente libro le respondería desde ya a dicho lector, así como a todos aquellos que creen en el magnicidio del presidente, de la siguiente forma: en este libro me propongo demostrar que no sólo la vida de Allende fue ejemplar, sino que también lo fue su muerte.
Porque es innegable que Allende no fue «obligado» por los golpistas a ingresar a La Moneda aquella mañana, ni tampoco a combatir allí con las armas en la mano, por más de cuatro horas y media, con el fin de repeler el masivo ataque con tanques, artillería, aviones y helicópteros, lanzado por las fuerzas insurrectas. Es cierto que la sublevación militar generalizada puso a Allende en una situación de limitadas opciones, pero ella no determinó por sí misma sus acciones de aquel día. Como lo hemos argumentado antes, Allende había decidido, con más de un año de anticipación, que en caso de producirse un levantamiento generalizado de las FF. AA. defendería su gobierno, dignidad presidencial y mandato popular, en el Palacio de La Moneda, al riesgo de su propia vida. Pero, además, hay algo que casi siempre se pasa por alto, y es que Allende tuvo por lo menos otras dos opciones más el día del golpe: pudo haberse asilado, junto con su familia, en una embajada amiga (la de México o Cuba, por ejemplo), o pudo él haberse escapado del país, temprano en la mañana, en un avión particular. Pero Allende rechazó de plano ambas salidas indignas, porque consideró que no estaban a la altura de sus principios morales y políticos. Un cobarde, o un político sin principios, las hubiera aceptado de inmediato, como ha sido tan común en la larga historia de los golpes militares en Latinoamérica, los que, regularmente, han sido financiados, armados y respaldados por EE.UU.
En otros términos, Allende no fue forzado a comportarse como lo hizo aquel día, por efecto del miedo o de las amenazas y presiones ejercidas sobre él por los golpistas, sino que su heroico comportamiento en La Moneda estuvo enteramente determinado por la fuerza de sus propias convicciones morales y políticas. Como lo explicara de modo tan lúcido el connotado psiquiatra austríaco Viktor Frankl:
«El hombre [y en especial un gran hombre. HHB] no está [nunca] enteramente condicionado ni determinado, sino que más bien se determina a sí mismo, ya sea que se deje vencer por las condiciones o se oponga a ellas. En otras palabras, el hombre es, en última instancia, auto-determinado. El hombre no simplemente existe, sino que siempre decide qué ha de ser su existencia, qué es lo que será en el momento siguiente». «Tampoco debemos olvidar que podemos encontrar sentido en la vida incluso cuando confrontamos una situación sin esperanza, cuando enfrentamos un destino que no podemos cambiar… y convertir una tragedia personal en un triunfo, transformando un predicamento personal en un logro humano, cuando ya no somos capaces de revertir una situación enfrentamos el reto de cambiar nosotros mismos». (22)
En síntesis: en ningún caso el comportamiento de Allende el día del golpe pudiera ser entendido como si hubiera sido el de una simple víctima pasiva de las circunstancias, sino como el resultado de decisiones adoptadas por aquél con anticipación y plena consciencia de su significado ético y de sus consecuencias, tanto personales como colectivas.
Por Hermes Benítez
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