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martes, 20 de diciembre de 2022

Voto obligatorio: el alma autoritaria de Chile

   

El acuerdo constitucional alcanzado por la mayoría de los partidos políticos chilenos—  bastante controvertido como ya todos sabemos—ha dejado fuera del foco mediático otro suceso no menos preocupante: me refiero al hecho de consagrar una vez más el voto obligatorio para el plebiscito aprobatorio de ese nuevo proyecto de constitución. Por su parte, el Senado ya había votado favorablemente el restablecimiento del voto obligatorio para todas las elecciones.

Este acuerdo transversal de obligatoriedad de sufragio me ha hecho recordar ese antipoema de Nicanor Parra: “La izquierda y la derecha unidas, jamás serán vencidas”.  Naturalmente, izquierda y derecha tienen argumentos un tanto diferentes para su coincidente visión autoritaria de cómo los ciudadanos deben comportarse en materia de comicios. Eso sí—en esto no nos engañemos—ambas confían en que forzar a la gente a concurrir a las urnas es algo que va a favorecerlas. Naturalmente, una de las dos está errada en sus cálculos.

El argumento usado por sectores de izquierda para insistir en el voto obligatorio tiene dos fuentes que lo fundamentarían, una de carácter estadístico: hay una tendencia desde el reinicio de las elecciones, en que los mayores índices de ausentismo electoral se da en las comunas de menores ingresos, en tanto que comunas donde se concentra el electorado de mayores ingresos, como Las Condes, Vitacura o Lo Barnechea, muestran menor ausentismo de las urnas. Este dato estadístico serviría para apoyar el segundo fundamento de su apoyo al voto obligatorio, que al revés del primero, que es un dato objetivo, este otro en cambio es simplemente una presunción basada en una percepción de la conciencia de clase de acuerdo a manuales de marxismo de los años 60, y que en la actualidad bien podrían ser catalogados como “artículos de fe”, algo que se supone los creyentes aceptan sin mayor examen. Como sabemos, la brutal sacudida de esa percepción vino el 4 de septiembre, cuando esos electores apáticos que no concurrían a votar y pertenecientes a las clases populares, lo hicieron en masa y—¡sorpresa, sorpresa!—le dieron su respaldo a la opción Rechazo. La conciencia de clase que alguna vez existió en esos sectores, ha corrido la misma suerte que el telegrama, la máquina de escribir y los pantalones “pata de elefante”: se ha extinguido.

Nótese que cuando digo lo anterior, no estoy afirmando que el concepto de “conciencia de clase” se haya extinguido, sino su expresión concreta en un contexto social específico: el Chile de lo que va de este siglo 21. Por cierto muchos factores han contribuido a ello: el peso ideológico de la derecha y el marco consumista del modelo neoliberal que exacerba el individualismo, el control casi absoluto de los medios de comunicación por parte de sectores oligárquicos, por ejemplo; pero estos son factores que obviamente iban a estar presentes activamente para desarticular el discurso transformador de la izquierda a los ojos del pueblo, era de esperar que estarían allí. El problema es que la izquierda misma ha perdido terreno y ha dejado de lado su rol educador y formador de conciencia social. Los partidos de la izquierda, sean los históricos o los surgidos de las luchas estudiantiles de los últimos años, no han podido asumir ese rol. Eso sumado además al hecho de que la clase obrera industrial  ha perdido muchos miembros, como consecuencia de la desindustrialización del país. Las que alguna vez fueron llamadas “poblaciones obreras” donde a menudo se forjaba una amplia solidaridad entre estudiantes, pobladores y obreros, que allí habitaban, en muchos casos hoy han devenido reductos controlados por narcotraficantes. Hasta el método de lucha de la tomas de terrenos, que en el pasado dio lugar a grandes jornadas por el derecho a la vivienda, y del cual surgieron combativos campamentos,  hoy ha sido “privatizado” y está a cargo de mafias que le cobran arriendo a los ocupantes de los terrenos, muchos de ellos inmigrantes.

Sin duda, la mayor parte de esos habitantes de campamentos y otras viviendas precarias de las grandes ciudades sigue siendo tan pobre como lo eran esos ciudadanos en el siglo pasado, pero bajo las nuevas condiciones la conciencia de clase se ha desvanecido a favor de un afán de consumo que, a menudo,  ante la imposibilidad de satisfacerlo de un modo honesto, empuja a muchos—especialmente jóvenes—a la delincuencia y la prostitución.

El error de la izquierda al subirse al carro de manera demagógica para que “todos voten” es que no consideró los brutales cambios operados en el modo de pensar de esos sectores de bajos ingresos que “no están ni ahí” con ir a votar y que, forzados a hacerlo, adoptan la postura de rechazo a todos. Para ellos, los  políticos son todos iguales y no hacen distinción entre izquierda y derecha, pero claro, ello le da siempre una ventaja a la derecha porque su mensaje es más compatible con la mentalidad creada por años de bombardeo ideológico del neoliberalismo.

En este tema, el discurso de la derecha ha tomado un cierto giro, su defensa del voto voluntario era coherente con el mensaje neoliberal de la libertad de opción, que incluye la de no molestarse en ir al recinto de votación el dia de elecciones. En el último tiempo, sin embargo, ha reciclado el viejo tema de supuestos deberes cívicos, un enfoque también coherente con una concepción de los ciudadanos como una suerte de boy scouts, dispuestos a hacer el bien. A diferencia de los boy scouts que hacen voluntariamente su labor, al imponerse el voto obligatorio esto de ser un buen ciudadano pasa de ser una práctica voluntaria, a un  comportamiento forzoso.

Los proponentes del voto obligatorio también entran a confundir los que son derechos con los deberes. El sufragio, una forma de participación ciudadana que ha tenido una larga historia para su plena y más amplia realización, un proceso como es también la democracia, es un derecho. Analizado desde un punto de vista lógico, los ciudadanos pueden escoger ejercer sus derechos o no. Uno tiene el derecho a casarse, formar familia, y tener hijos. Uno tiene el derecho a acceder a la educación superior. Uno tiene derecho a adherir a una fe religiosa y participar activamente en ella. Uno tiene el derecho a ser parte de un partido político. Sin embargo, uno no está obligado a formar familia y tener hijos, a ir a la universidad, a ser parte de una organización religiosa o política. Del mismo modo, uno tiene el derecho a voto, pero no puede estar obligado a hacerlo.

En estricto sentido el voto es un derecho, no un deber. Por cierto, algunos dirán que es ambas cosas, derecho y deber, pero eso es—una vez más—forzar las cosas de manera artificial. El mentado deber cívico de votar es una invención que revela un trasfondo ideológico autoritario. Desgraciadamente, esa alma autoritaria chilena parece muy presente y es como una prolongación del viejo dictamen familiar que tanto detestaba Mafalda: “tomar sopa porque es bueno para los niños” (algo falso por lo demás). Al imponerse el voto obligatorio, se nos quiere hacer creer que eso es bueno para la democracia o para el país mismo. Se toma la ruta fácil porque se elude abordar la causa real de los altos niveles de abstención: el hecho que los partidos políticos ya no cuentan con respaldo ciudadano ni mucho menos encantan a la gente.

Volviendo al aspecto estrictamente de estrategia política, el voto obligatorio evidentemente contribuyó a la derrota de la opción Apruebo en el plebiscito constitucional, inexplicablemente la izquierda o más bien dicho sus dirigentes—sea por ceguera política o por incompetencia­­—han concurrido junto a la derecha en concretar una modalidad del ejercicio del derecho a voto que es básicamente contraria a sus propios intereses.

¿Y qué pasaría—como dicen algunos catastrofistas—si con el voto voluntario llegara un momento en que el porcentaje de los que concurren a las urnas bajara a un 30 o un 20 por ciento? ¿Qué sucedería con la legitimidad de nuestras instituciones? Bueno, obviamente su legitimidad pasaría a ser seriamente cuestionada y los actores politicos tendrían que modificar drásticamente su actuación, si quisieran salvarla.  ¿Y si eso no ocurriera? Bueno, entonces la crisis se agudizaría. Pero, paremos aquí un breve instante: okey, hay crisis, y en tales circunstancias pueden ocurrir muchas cosas, incluyendo la aparición de una alternativa de corte fascista bajo el pretexto de “poner orden”, pero también ello puede abrir la puerta a una salida revolucionaria. ¿O ya estamos tan lejos de nuestros sueños de antaño, que esa última alternativa ya no se nos pasa por la mente?

Por Sergio Martínez (temporalmente desde Ñuñoa, Chile)

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