La principal consigna de las masivas movilizaciones iniciadas el 18 de octubre -junto con el fin de las AFP- es la demanda por dignidad. El Gobierno y personajes de los medios de comunicación, de la política e incluso, de la propia oligarquía chilena, han pedido perdón. Han señalado que han escuchado a la ciudadanía y han prometido un conjunto de medidas para restaurar el orden y mejorar las condiciones de la población. Se habla de una agenda social y una de seguridad y orden público. Junto a ellas, la promesa de una nueva Constitución cierra el círculo.
Es relevante detenerse un minuto a sopesar que en poco menos de 3 meses, un levantamiento popular tremendamente masivo y heterogéneo, sin conducción clara y por fuera de los canales institucionales establecidos, ha hecho tambalear los cimientos del orden social vigente. Algo así no pasa de la noche a la mañana. El orden en el Chile previo a octubre, se tambaleaba sobre la tela de una araña. Y es que si se rastrea la mayoría de las demandas presentes en esta coyuntura, se podrán observar años en que se siguió la forma que según la oligarquía corresponde. Se aplanaron las alamedas, se demandó, se participó, se propuso, se gaseó, se reprimió, se coparon los territorios y se firmaron acuerdos levantando las manos.
La insistencia del Gobierno en la aprobación de leyes de inteligencia, de endurecimiento de las penas contra repertorios habituales de manifestación, del resguardo de los militares a instalaciones críticas que podrán ser definidas a criterio del Presidente. El negacionismo sobre las violaciones a los derechos humanos y la tesis del enemigo interno, puesta desde el día uno desde La Moneda, agregan otro elemento a la mezcla. Una preocupante, que aún no se ha visto expuesta de forma abierta a las condiciones de una crisis económica como la que se ha anunciado a nivel internacional.
Aquellos mecanismos que permitieron legitimar el orden en la sociedad chilena durante estos últimos 30 años de abusos, han ido perdiendo su capacidad de generar adhesión, obediencia y pasividad. Se trata de una “crisis de autoridad”. Esto significa que quienes ejercen la autoridad, carecen de mecanismos de legitimación suficientemente efectivos como para mantener el orden mediante la adhesión “voluntaria” de la ciudadanía. Se abre un periodo en el cual el orden depende, cada vez más, del uso de la fuerza por parte del Estado que de las promesas de la autoridad política.
Existen diferencias significativas en la forma en que se comprende la coyuntura desde la oligarquía que domina los espacios del poder y el pueblo, en términos de los tiempos históricos en que cada uno vive y se orienta políticamente. El pueblo vive el día a día del tiempo coyuntural, de los eventos. La oligarquía, por su parte, se mantiene en el tiempo de las estructuras, las instituciones y, por lo tanto, mantiene una mirada estructural de mediano plazo. Por lo mismo, también es celosa del orden. Se apura a ponerle el punto final a las expresiones de descontento, apura las soluciones, porque esa de los populares no es la forma.
En el curso de la crisis, el Gobierno ha jugado a abrir y cerrar ventanas de oportunidad para diversos actores, políticos y sociales. Manteniendo en lo medular su programa, se ha puesto las chaquetas rojas para responder a cada demanda con un conjunto de medidas de corto alcance y alto impacto comunicacional, pero sin tocar el modelo. Estas medidas constituyen una agenda social que en lo sustantivo reitera y profundiza el libreto de los últimos 30 años, desfinanciando al Estado para fortalecer el acceso a derechos mediante empresas del sector privado.
Es lo que está haciendo en la reforma a la salud, desviando recursos del alicaído sector público hacia clínicas privadas, generando un alza en los planes de las mujeres con los planes sin útero. Es lo que está haciendo con las pensiones, al aumentar el porcentaje que va a cuentas individuales de 10% a 13%, a pesar de reconocer que la única forma de mejorar las pensiones del componente contributivo es mediante el reparto.
Como resultado de las tensiones entre la oposición y el Gobierno, se obtendrá una agenda social en línea con la acumulación por desposesión que ha caracterizado estos últimos 30 años. Aquello no aportará a “regresar al orden”. Por el contrario.
Pero el Gobierno y los sectores de la oligarquía que no quieren mover un ápice de este rentable modelo chileno, viven en el tiempo de las estructuras. Saben que requerirán cada vez más de la fuerza para mantener el orden, porque no sólo no han respondido a las demandas sociales, sino que la han aprovechado para ir por más, para profundizar la acumulación. Se ha iniciado un conjunto de medidas para volver a traer las chaquetas verdes a la vida cotidiana. No sólo se repite la “agenda social” de estos 30 años, que no ha significado otra cosa que un negocio privado. Se reitera el repertorio de montajes, de amenazas, de silencio de los medios de comunicación, de violaciones a los derechos humanos. Un Gobierno con menos de un 10% de aprobación logra el respaldo institucional para criminalizar las protestas en su contra.
La insistencia del Gobierno en la aprobación de leyes de inteligencia, de endurecimiento de las penas contra repertorios habituales de manifestación, del resguardo de los militares a instalaciones críticas que podrán ser definidas a criterio del Presidente. El negacionismo sobre las violaciones a los derechos humanos y la tesis del enemigo interno, puesta desde el día uno desde La Moneda, agregan otro elemento a la mezcla. Una preocupante, que aún no se ha visto expuesta de forma abierta a las condiciones de una crisis económica como la que se ha anunciado a nivel internacional.
La combinación de una agenda social que no avanza en dignidad, que fomenta el abuso y, una agenda de orden que criminaliza la protesta social, es una mezcla explosiva de cara al tan anunciado “marzo 2020”. A las organizaciones sociales, sindicales y territoriales les queda más que nunca la unidad. Lamentablemente, las fuerzas centrífugas del sistema político han tensionado cada vez más a los movimientos sociales, pero no es tarde para adoptar una mirada de mediano plazo, que saque a relucir la importancia de la unidad y lo estrecho de las diferencias.
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