El 4 de septiembre del año en curso, ante la disyuntiva de mantener la Constitución de 1980 y aprobar el texto entregado por los constituyentes, votaré por la opción apruebo a la nueva propuesta de la Carta Magna.
Toda Constitución, siempre y cuando no sea pétrea, permite ser reformada y perfeccionada. Sería ridículo que por el hecho de haber sido aprobado el contenido del proyecto de Constitución por los constituyentes obliga a estar de acuerdo con todos los 382 artículos que contiene este proyecto, (incluso, la mejor Constitución de nuestra historia, la de 1828, propuesto por José Joaquín de Mora, y aprobada por los Cabildos provinciales, anticipó su muerte en un artículo que planteaba sus reformas, en 1836, pero se anticipó con la derrota liberal en Lircay y la promulgación de la Constitución en 1833).
La metáfora de que “una Constitución debe ser la casa de todos” es una falacia, pues la mayoría de las Cartas Magnas a nivel mundial han sido producto de grandes crisis del sistema político. En Chile, por ejemplo, la de 1833 surgió del triunfo conservador, que derrotó a los liberales en la batalla de Lircay; la de 1925, a raíz del manifiesto de los militares el 11 de septiembre de 1924, además de la imposición del Inspector del Ejército de la época, Mariano Navarrete, (esta Constitución fue rechazada por la mayoría de los partidos políticos, desde conservadores a comunistas); la Constitución de 1980 fue impuesta por la dictadura militar, encabezada por Augusto Pinochet.
El redactar una Constitución que perdure en el tiempo no significa que pueda ser el producto del consenso de la ciudadanía: la de 1833, (la más larga de nuestra historia, hasta 1925), se mantuvo gracias a el Estado de sitio y al “dedazo” de los Presidentes de los decenios; posteriormente se amoldó a los quinquenios liberales, y a partir de la batalla de Placilla, en 1891, sirvió para sostener un régimen de asamblea.
Hay muchos artículos en que estoy de acuerdo con la nueva Constitución, sin embargo, hay algunos en que me manifiesto en desacuerdo: la reelección del Presidente de la República por cuatro años más, me parece fatal para el desarrollo político del país, (el Presidente-monarca elegido prolonga su poder absoluto al completar ocho años en el gobierno, semejándose a los de los decenios, ´todos reelectos por los segundos cinco años´, además, el “soberano”, en estos tiempos cambia muy rápidamente de opinión, y la reelección solo serviría para mantener a los ciudadanos bajo el poder del Presidente-rey).
El sistema político exige una armonía entre los poderes del Estado, el Ejecutivo, el Legislativo y el Electoral, en este sentido, la propuesta en la nueva Constitución sobre el presidencialismo atenuado, según mi opinión, seguiría manteniendo la monarquía presidencial electiva, así se haya reformado algunos artículos que se refieren al poder presidencial, (“aunque la mona se vista de seda, mona se queda”).
El presidencialismo, a mi modo de ver, no se adecúa a un régimen democrático de equilibrio de poderes: o el rey mantiene el sistema de doble minoría, o bien, se transforma en rey absoluto. En el primer caso, el sistema político se sostenía con un Presidente minoritario, pero con un tercio en el Parlamento y, en el segundo caso, el rey tiene mayoría absoluta en la elección presidencial, y su combinación es mayoritaria en el Congreso de las diputadas y diputados.
El bicameralismo asimétrico es propio de un régimen parlamentario, en el cual el Ejecutivo es bicéfalo, es decir, un Presidente de la República, elegido o nominado, y un Primer Ministro, nombrado por el Presidente de la República, pero con un voto de confianza por parte de la mayoría de la Asamblea Nacional, es el caso del semipresidencialismo.
Los regímenes políticos están íntimamente relacionados con los sistemas electorales, (en el caso de la aplicación del sistema proporcional de D´Hondt favorece una pluralidad de partidos políticos, y, en el caso chileno, estamos muy cerca de lograr los 28 partidos, existentes en el caso de la época del Presidente Carlos Ibáñez del Campo).
La monarquía presidencial, apenas reformada por la Convención Constituyente, favorece el “feudalismo” de los partidos políticos, y la ley de Robert Mitchell acerca de la oligarquía en los partidos políticos se impone con toda facilidad, colocándolos como los rechazados por la opinión pública.
La antipolítica, sumada a la crisis de representación y la incapacidad de las élites para dar gobernabilidad, ha provocado el derrumbe de la democracia electoral, por consiguiente, el texto constitucional actual debe privilegiar los métodos de democracia directa, facilitando la iniciativa popular de ley, y el rechazo de la misma sobre la base de un plebiscito, la revocación de mandato para las autoridades elegidas por la soberanía popular.
El semipresidencialismo es un régimen político mixto, y en la versión gaullista favorece el poder del Presidente de la República, que nombra al Primer Ministro y, además, puede disolver el Congreso y está dotado de un poder plebiscitario, (no muy distinto al de Napoleón III), y por otra parte, cuando el Presidente pierde la mayoría de la Asamblea Nacional, adquiere características de parlamentarismo, (hasta ahora el semipresidencialismo ha sabido sortear las crisis sobre la base de la “cohabitación”. Pienso que este sistema político es el más adecuado para ser incluido en la nueva Constitución chilenas.
En la realidad, muy pocos electores han leído y analizado el texto de la propuesta constitucional, entregada al público por los constituyentes. Las preguntas binarias para este plebiscito, por cierto, no suponen un conocimiento acabado del proyecto a votar, por consiguiente, lo que está en disputa es aprobar la nueva Constitución, o bien, continuar con la de 1980. Si triunfara el Rechazo, la derecha no tendría ningún motivo para reformar una Constitución que le es favorable.
Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
12/07/2022
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