Fue hace cincuenta años, aquel 4 de diciembre, cuando Salvador Allende logró en Naciones Unidas lo que para muchos en el mundo, hasta hoy, es un hecho inédito: la Asamblea General, sin un asiento vacío, se puso de pie para aplaudir por largo rato al Presidente de Chile, tras la profundidad de su discurso. Esa ovación no fue solo un respaldo a su apuesta de buscar cambios profundos para Chile por la vía democrática, sino también de haber abierto de par en par las ventanas hacia un fenómeno que veía venir con dramatismo: el poder de grandes corporaciones por encima de los Estados y las fronteras, un poder en expansión por encima de reglas y normas.
Entonces dijo Allende: “Estamos ante un verdadero conflicto frontal entre las grandes corporaciones y los Estados. Estos aparecen interferidos en sus decisiones fundamentales –políticas, económicas y militares– por organizaciones globales que no dependen de ningún Estado y que en la suma de sus actividades no responden ni están fiscalizadas por ningún Parlamento, por ninguna institución representativa del interés colectivo. En una palabra, es toda la estructura política del mundo la que está siendo socavada”.
Por cierto, sus palabras tenían el fundamento de las acciones que tanto la International Telegraph and Telephone Company y la Kennecott Copper Corporation emprendían a nivel nacional e internacional para hacer abortar el proyecto político encabezado por Allende. Y en ello no estaba solo el rechazo a la nacionalización del cobre que, por unanimidad, se había aprobado en el Parlamento de Chile, sino como trasfondo se buscaba impedir que se extendiera a otra parte del mundo, especialmente a Europa, el experimento de Chile: llegar al socialismo por la vía democrática. Era la obsesión de Kissinger.
Allende, con mirada de alcance internacional y de futuro, remarcó que ese era un desafío también para los países desarrollados, incluido Estados Unidos: “Pero las grandes empresas transnacionales no solo atentan contra los intereses genuinos de los países en desarrollo, sino que su acción avasalladora e incontrolada se da también en los países industrializados donde se asientan. Ello ha sido denunciado en los últimos tiempos en Europa y Estados Unidos, lo que ha originado una investigación en el propio Senado norteamericano. Ante este peligro, los pueblos desarrollados no están más seguros que los subdesarrollados”.
Aquella visión política de Allende llevó al Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas, a raíz de la denuncia presentada por Chile, a aprobar por unanimidad la convocatoria de un grupo de personalidades mundiales para estudiar la función y los efectos de las corporaciones transnacionales en el proceso de desarrollo y sus repercusiones en las relaciones internacionales. Más allá del golpe que derrocó a Allende e instauró una dictadura en Chile, aquella comisión siguió su tarea y dos años después –con el exembajador Juan Somavía como Relator– entregó sus conclusiones. Se creó el Centro de Empresas Transnacionales para entender y dar cauce a esas corporaciones en el devenir económico mundial. Pero llegaron Reagan y Thatcher buscando eliminar todo lo que fuera obstáculos a una economía global sin reglas ni fronteras: en 1992 se terminó con aquel centro en Naciones Unidas.
Nadie puede negar que los avances en innovación y el paso de la Era Industrial a la Era Digital, ahora en pleno despegue, tienen como fundamento los grandes aportes en I+D de muchas de esas corporaciones. Pero el tema se torna crítico cuando tras esos grandes avances aparecen sus ganancias apabullantes instaladas en un sistema financiero global, capaz de sobrepasar las normas y legislaciones a nivel nacional e internacional. Y con ello la constatación elocuente de cómo las corporaciones transnacionales –en muchos casos sus líderes– se convierten en determinantes de poder. Una realidad que incluso en el Foro de Davos ha estado presente, porque frente a ese fenómeno persisten más las preguntas que las respuestas.
Como lo señaló la ONG Global Justice Now del Reino Unido, en un informe de septiembre 2016, si la cadena norteamericana de grandes almacenes Walmart fuera un Estado, ocuparía el 10º puesto, por detrás de EE.UU., China, Alemania, Japón, Francia, Reino Unido, Italia, Brasil y Canadá. En total, 69 de las 100 principales entidades económicas mundiales son empresas, no países. Las 25 corporaciones que más facturan superan el PIB de numerosos países.
Nick Dearden, director de Global Justice Now, dijo en esa ocasión: “La gran riqueza y el poder de las corporaciones está en el centro de muchos de los problemas del mundo, como la desigualdad y el cambio climático. El afán de obtener ganancias a corto plazo hoy parece triunfar sobre los derechos humanos básicos de millones de personas en el planeta. Estas cifras muestran que el problema está empeorando”.
Un reportaje de El País de España, hace cuatro años, señaló que resultaría ingenuo creer que esas grandes corporaciones no influyen en las decisiones políticas, en la gestación de las leyes y en el día a día de los ciudadanos por todo el mundo. Y junto con ello, se planteaba esta pregunta: ¿cómo se articula hoy ese poder? Citando diversos estudios, concluye que los dominios de poder van cambiando, teniendo como centro lo que algunos llaman “el petróleo del siglo XXI”: los datos.
El manejo del poder cibernético y de los datos se mueve en las sombras y aún desde el ámbito multilateral (como Naciones Unidas) no se logra saber hasta dónde llega ya su alcance. Hay algunas evidencias, como las debatidas en el Congreso de Estados Unidos, donde Mark Zuckerberg –fundador y director de Facebook– debió llegar a explicar las políticas de su compañía. Pero están también las presiones sustentadas en el poder tecnológico, como las que la Unión Europea ha debido enfrentar con Google, aplicando una multa tras otra. Hace un par de meses, la Comisión Europea multó a Google por obligar a los fabricantes de dispositivos Android a instalar el buscador Google Search y el navegador Google Chrome, a cambio de cederles la licencia de la Play Store, la tienda de aplicaciones móviles de la compañía. Y eso unido a otras presiones consideradas abusos de poder por las autoridades de Europa.
Y, tal vez, el paradigma de las preocupaciones que el poder transnacional de las corporaciones ha engendrado sea el accionar de Elon Musk. Muchas empresas que pueden definir y diseñar el futuro del mundo están bajo su dirección. Al colocarlo recientemente en la portada de la revista Time como la personalidad del año, Edward Felsenthal, editor en jefe de la revista, señaló: "La persona del año es un signo de influencia. Hay pocas personas que hayan tenido tanta influencia como Elon Musk, tanto dentro como fuera de la Tierra. Musk surgió no solo como la persona más rica del mundo, sino también como una persona que trajo grandes cambios a las sociedades. La persona más rica del mundo no tiene casa propia y recientemente ha estado vendiendo su herencia. Lleva satélites al espacio. Conduce su propio coche, que no utiliza gasolina y casi no necesita conductor. Con un chasquido de dedos, cambia la dirección de los mercados".
Hace 50 años, Allende advirtió con perspectiva histórica el peligro que se estaba engendrando con esas corporaciones más poderosas que muchos Estados. La realidad contemporánea ratifica y sobrepasa la dimensión de su advertencia: aún está pendiente reordenar el mundo, reubicando a las corporaciones transnacionales en el ámbito de poder productivo y de innovación que les corresponde, pero no más allá. No allí donde a la Ciudadanía y la Política les cabe tener la prioridad para construir el futuro.
*Asesor de Prensa Internacional en RR.EE. durante el gobierno de Allende
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