A Gonzalo Carranza le dieron la libertad para matarlo, el 3 de febrero 1978, cuando tenía 27 años. Le abrieron las puertas de la cárcel y nunca más se supo de él. Con toda seguridad le aplicaron la “ley de fuga”. Fue a pocas cuadras de la cárcel de La Plata, adonde lo habían trasladado.
Este 24 de marzo se cumplen 47 años del genocidio que instaló la dictadura de Jorge Rafael Videla en Argentina. Fueron años de terror y venganza, como se observa en las expresivas palabras del general Ibérico Saint Jean: “Primero vamos a matar a todos los subversivos, después a sus colaboradores; luego a los indiferentes y por último a los tímidos” (Página 12, 6 de octubre de 2012).
La dictadura de Videla, como la de Pinochet, se propuso arrasar con los avances civilizatorios del siglo XX: terminó con las instituciones republicanas, clausuró los partidos políticos y organizaciones sindicales; y para ello utilizó una represión brutal, con asesinatos, torturas, desaparición de personas, a lo que se agregó el rapto de niños, para entregárselos a los represores.
La dictadura de Videla reemplazó al gobierno de Isabel Perón, que se caía a pedazos por la corrupción, el desorden económico y el accionar represivo clandestino de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), en medio de la rebeldía creciente del movimiento sindical y el accionar de las organizaciones guerrilleras. López Rega era la mano derecha de Isabel, brujo de profesión y asesino por vocación.
López Rega promovió un sistema de represión criminal clandestino que pronto se abrió paso resueltamente. Muerto Perón en julio de 1974, fue sucedido en la presidencia por su cónyuge, Isabel Martínez de Perón, bajo cuyo gobierno López Rega medró casi sin límites y su metodología se fue expandiendo sin obstáculos. El eclipse de éste en 1975 no significó la extinción del sistema sino, en realidad, su consolidación, su despersonalización y de algún modo su institucionalización. En marzo de 1976 también Isabel Perón debió abandonar el gobierno y las Fuerzas Armadas llevaron a sus últimas consecuencias la técnica de la represión criminal clandestina (ver: http://www.desaparecidos.org/nuncamas/web/investig/lozada01.htm).
A diferencia del Golpe en Chile, el derrocamiento de Isabel Perón tuvo complacencia internacional, en la ilusa creencia que se disciplinaría la represión y volvería el orden a Argentina. No fue así. El gobierno de Videla se convirtió en el más criminal de toda la historia argentina y con niveles de corrupción y violencia superiores al derrocado.
La cercanía de Videla con Pinochet y el resto de las dictaduras del cono sur engendró la Operación Cóndor. Una coordinación de aparatos de Inteligencia militar y policial para reprimir a opositores en cualquier lugar estuvieran. Yo estaba en Buenos Aires y allí fui detenido por Coordinación Federal, la policía argentina.
En la mañana del 25 de noviembre de 1975, cuatro policías derribaron a patadas la puerta de mi casa, en el barrio Caballito, cerca de la Plaza Irlanda. Mi esposa y yo fuimos tratados violentamente por estos repentinos visitantes que nos golpeaban, destruían la casa y se robaban el dinero y las escasas cosas de valor que teníamos. Amarrados y vendados nos llevaron a las oficinas centrales de la policía argentina, donde permanecimos durante diez días, a pan y agua, con golpes y amenazas persistentes.
A la incertidumbre por no saber lo que sucedía con mi esposa, se agregaba el dolor por la condición de desamparo en que habían quedado mis dos hijos (de 5 y 7 años), quienes de vuelta de la escuela se encontrarían sin sus padres y con una casa semidestruida. Me atreví, entonces, a preguntar el motivo de la detención y nuestro futuro próximo. Me respondieron que a petición de la DINA era buscado y que sería enviado inmediatamente a Santiago.
Gracias a la solidaridad internacional, y probablemente debido al hecho que dos ciudadanos británicos fueron casualmente detenidos en la misma ofensiva represiva, no fuimos devueltos a territorio chileno. Mi esposa y yo, junto a Juan Bustos, Ernesto Benado, Catalina Palma y algunos otros socialistas fuimos encerrados en la cárcel de Villa Devoto, “a disposición del Poder Ejecutivo Nacional”. Esto significaba que, sin juicio por delito alguno, quedábamos detenidos, bajo la voluntad discrecional del gobierno argentino, por ser individuos supuestamente peligrosos.
Ingresé a la cárcel, sin poder verme con mi esposa y, muy ocasionalmente, se nos dio la posibilidad de recibir la visita de mi madre, que debió instalarse en Buenos Aires para proteger a nuestros hijos quienes, durante varias semanas, fueron amenazados telefónicamente. La visita familiar en la cárcel de Villa Devoto contemplaba una revisión anal y vaginal para los familiares de los presos, con lo que se pretendía evitar el probable ingreso al penal de alguna lectura, lo que se encontraba terminantemente prohibido.
Cuando, aún durante el gobierno de Isabel Perón, ingresé a la cárcel de Villa Devoto, sólo había dos presos por celda. Con el golpe civil-militar de Videla, la cárcel se pobló de dirigentes sindicales, sociales y estudiantiles. Pasamos a ser siete presos por celda. Ya no se reprimía sólo a los militantes convencidos, a los combatientes de la guerrilla peronista o guevarista y a algunos extranjeros de países vecinos, que convivíamos en Villa Devoto. La represión se masificó.
La cárcel cambió a partir del golpe militar; se convirtió en el infierno de Dante. Los gritos de los que se aferraban a los camastros, para impedir que los gendarmes los condujeran hacia la tortura o la muerte, se escuchaban a diario.
Cuando esta vez “la requisa” llegó a mi celda, la represión al interior de la cárcel – que ya era dura con Isabel- se había convertido en algo distinto, completamente distinto. Los carceleros me golpearon brutalmente y fui enviado a “los tubos”, vale decir a las celdas de castigo de Villa Devoto, en el subterráneo, dónde estuve dos semanas.
Allí conocí a Gonzalo Carranza. Los gendarmes me llevaron a su celda de castigo, lugar de un metro cuadrado, dónde no cabíamos los dos sentados. No recuerdo la causa por la que Gonzalo se encontraba detenido. Venía de otro pabellón, pero en el subterráneo acumularon a todos los castigados: “los subversivos, sus colaboradores, los indiferentes y los tímidos”. Allí nos conocimos y hablamos de nuestras vidas.
Gonzalo era expresivo y conversador, un espíritu alegre. Incluso a los guardias les gustaba hablar con él cuando iba al baño o a través de la puerta de nuestra celda. Le dije que con ese encanto le sería fácil convencer al juez de su inocencia. Su tranquilidad era sorprendente cuando me dijo: “Roberto, el juez Russo de La Plata, el que lleva mi causa, me la tiene jurada. Soy hombre muerto”.
El juez Russo era cómplice del genocidio, lo que queda de manifiesto con el testimonio de Teresa Piñero, esposa de Ángel Georgiadis, la que fue a hablar con el juez en un intento desesperado de encontrar a su marido, quien había desaparecido de la cárcel de La Plata. Le dijo: «No siga con las gestiones porque en lugar de uno van a ser dos», en alusión a que la mujer podía también desaparecer (testimonio de María Teresa Piñero, esposa de Ángel Alberto Georgiadis Otero, asesinado en la Unidad Carcelaria 9 de La Plata, meses antes que Gonzalo Carranza, Alternativa Solidaria, 10 de febrero de 2011).
A Gonzalo Carranza le dieron la libertad para matarlo, el 3 de febrero 1978, cuando tenía 27 años. Le abrieron las puertas de la cárcel y nunca más se supo de él. Con toda seguridad le aplicaron la “ley de fuga”. Fue a pocas cuadras de la cárcel de La Plata, adonde lo habían trasladado.
Jueces, curas, militares y policías represores contaron con el apoyo incondicional del jefe de la Unidad Penal N° 9 de La Plata, el prefecto Abel David Dupuy, para torturar, asesinar a los presos y amenazar a sus familiares. La Asociación por los Derechos Humanos de La Plata (ADHP) responsabilizó a Dupuy de las violaciones a los derechos humanos que sufrieron los detenidos en aquel penal de esta ciudad, desde fines de 1976 a 1980, periodo en que el prefecto estuvo a cargo de la jefatura del penal. En una solicitud, de 40 páginas, la ADHP logró identificar en ese penal nueve homicidios, cinco casos de desapariciones forzadas y diecinueve tormentos.
Supe del asesinato de Gonzalo durante mi exilio en Inglaterra, después de mi expulsión de Argentina. No me he olvidado de él y lo recuerdo todos los años, en esta fecha.
Yo sentía cierta culpabilidad al saber el destino que le esperaba a Gonzalo. Los chilenos detenidos en noviembre de 1975, en el marco de la Operación Cóndor, tuvimos suerte. Fuimos apresados junto a una pareja de ingleses, lo que nos dio cierta protección de la Corona. Además, la protesta internacional a favor de los chilenos era inconmensurable, porque en esos años solidarizar con Chile y los chilenos significaba colocarse junto a la dignidad de Salvador Allende y al patriotismo del General Prats, y rechazar la vulgaridad de Pinochet.
No se tenía la misma percepción sobre Videla, quien había derrocado a un gobierno vergonzante. Eso se pensaba al inicio del Golpe en Argentina, pero al cabo de pocos meses el desenfreno terrorista del Estado argentino alcanzó niveles insoportables. Escribe José Pablo Feinmann: Después de verlo en tantas fotos, un día vi una en que lo llevaban preso. Iba entre dos policías, iba viejo, con el pelo blanco y escaso, más flaco que nunca, hasta parecía tambalear o era como si lo arrastraran. No se lo veía con ganas de aceptar ese destino, pero menos aún con fuerzas como para rechazarlo. Era el Monstruo… Era el verdadero Monstruo, el que hizo la fiesta más sangrienta de la historia de este país, el que no la hizo en la plaza histórica sino en los sótanos del horror o en el río inmóvil. Era Videla.
Gonzalo Carranza sabía que su destino era inevitable. Lo habían condenado al patíbulo por adelantado. Está entre las 30 mil personas que el Estado genocida hizo desaparecer en Argentina. Seres humanos con historias, ilusiones y deseos, con amigos, padres, madres, hijas e hijos que los aman, los recuerdan y claman por la verdad y justicia que merecen. A propósito de lo ocurrido, un poema de Mario Benedetti dice así: Cuando empezaron a desaparecer, como el oasis en los espejismos / A desaparecer sin últimas palabras / tenían en sus manos los trocitos de cosas que querían. / Están en algún sitio / nube o tumba / están en algún sitio / estoy seguro. / Allá en el sur del alma / es posible que hayan extraviado la brújula / y hoy vaguen preguntando, preguntando / dónde carajo queda el buen amor / porque vienen del odio.
Yo, mi querido Gonzalo, al igual que Benedetti, te sigo recordando. Y hoy también te recuerda Argentina 1985, esta gran película del director Santiago Mitre, con su talentoso actor, Ricardo Darín. Después de 37 años, se vuelve a revivir la experiencia de esos dos valientes fiscales, Strassera y Moreno Ocampo, quienes junto a un grupo de jóvenes abogados se embarcaron en la difícil lucha por la justicia y recuperación de la memoria. Argentina 1985 reproduce el juicio y la condena de los máximos jefes militares, que habían llevado a cabo el genocidio entre 1976 y 1982. Argentina 1985 nos deja dos lecciones, que el fiscal Moreno Ocampo destaca con certeza. La primera: “Me han preguntado -dice Moreno Ocampo- ¿cómo se les enseña a los militares a cuidar la democracia? Yo contesto que el tema no son los militares El tema es la élite, porque los golpes de Estado los ejecutan los militares, pero los planifican y los sostienen las élites”.
La segunda lección es el triunfo sobre el negacionismo; y Moreno Ocampo lo dice desde su propia experiencia familiar, que incluso se destaca en la película: “Yo sentía que había que ganar el juicio ante los jueces, pero también ante la gente que, como mi madre, no podía creer que aquello pudiera ser verdad; es más, en honor a la verdad, lo que mi madre me dijo cuando escuchó la declaración de Adriana Calvo en el juicio fue: Yo todavía lo quiero a Videla pero tenés razón, tiene que ir preso”.
Gonzalo querido: aquí estoy otra vez, como todos los años, pero ahora somos muchos más. Están junto a ti, Ricardo Darín y Santiago Mitre, quienes con Argentina 1985 han dado a conocer tu historia no sólo a la sociedad argentina, sino al mundo entero. Es el triunfo de la memoria.
Por Roberto Pizarro Hofer
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