La crisis bancaria es esta vez diferente. De hecho, es peor que en 2007-08. En aquel entonces, podíamos culpar del colapso secuencial de los bancos al fraude al por mayor, a la generalización de los préstamos abusivos, a la connivencia entre las agencias de calificación y a los banqueros sospechosos de vender derivados, todo ello propiciado por el entonces reciente desmantelamiento del régimen regulador por parte de políticos criados en Wall Street, como el Secretario del Tesoro norteamericano, Robert Rubin. Las actuales quiebras bancarias no pueden achacarse a nada de esto.
Sí, el Silicon Valley Bank había sido lo bastante insensato como para asumir un riesgo extremo de tipos de interés mientras atendía a depositantes en su mayoría no asegurados. Sí, Credit Suisse tenía un sórdido historial con delincuentes, defraudadores y políticos corruptos. Pero, a diferencia de 2008, no se ha silenciado a ningún denunciante, los bancos han cumplido (más o menos) la normativa reforzada posterior a 2008 y sus activos eran relativamente sólidos. Además, ninguno de los reguladores de Estados Unidos y Europa podría afirmar de forma creíble -como hicieron en 2008- que les había pillado por sorpresa.
De hecho, los reguladores y los bancos centrales lo sabían todo. Tenían pleno acceso a los modelos de negocio de los bancos. Podían ver claramente que estos modelos no sobrevivirían a una combinación de aumentos significativos de los tipos de interés a largo plazo y una retirada repentina de depósitos. Aun así, no hicieron nada.
¿No previeron los funcionarios la huida en manada, presa del pánico, de los depositantes grandes y, por tanto, no asegurados? Tal vez. Pero la verdadera razón por la que los bancos centrales no hicieron nada ante la fragilidad de sus modelos de negocio es aún más inquietante: Fue la respuesta de los bancos centrales a la crisis financiera de 2008 la que dio origen a esos modelos de negocio, y los responsables políticos lo sabían.
La política posterior a 2008 de dura austeridad para la mayoría y socialismo de Estado para los banqueros, practicada simultáneamente en Europa y Estados Unidos, tuvo dos efectos que dieron forma al capitalismo financiarizado de los últimos catorce años. En primer lugar, envenenó el dinero de Occidente. Más concretamente, garantizó que ya no existiera un tipo de interés nominal único capaz de restablecer el equilibrio entre la demanda y la oferta de dinero, evitando al mismo tiempo una oleada de quiebras bancarias. En segundo lugar, como era de dominio público que ningún tipo de interés podía lograr a la vez la estabilidad de los precios y la estabilidad financiera, los banqueros occidentales supusieron que, si la inflación volvía a asomar la cabeza, los bancos centrales aumentarían los tipos de interés mientras los rescataban. Tenían razón: esto es precisamente lo que estamos hoy presenciando.
Ante la disyuntiva de frenar la inflación o salvar a los bancos, los comentaristas venerables apelan a los bancos centrales para que hagan ambas cosas: que sigan subiendo los tipos de interés al tiempo que continúan con la política de socialismo para los banqueros posterior a 2008, la cual, en igualdad de condiciones, es la única manera de evitar que caigan los bancos como fichas de dominó. Sólo esta estrategia -apretar la soga monetaria alrededor del cuello de la sociedad mientras se prodigan los rescates al sistema bancario- puede servir simultáneamente a los intereses de los acreedores y de los bancos. También resulta una forma segura de condenar a la mayoría de la gente a un sufrimiento innecesario (por precios altos evitables y desempleo evitable) mientras se siembra la semilla de la próxima conflagración bancaria.
Que no se nos olvide que siempre hemos sabido que los bancos no se diseñaron para ser seguros y que, en conjunto, forman un sistema constitucionalmente incapaz de respetar las reglas de un mercado que funcione correctamente. El problema es que, hasta ahora, no teníamos alternativa: los bancos eran el único medio de canalizar el dinero hacia la gente (a través de cajeros, sucursales, cajeros automáticos, etc.). Esto ha convertido a la sociedad en rehén de una red de bancos privados que monopolizan los pagos, el ahorro y el crédito. Hoy, sin embargo, la tecnología nos ha proporcionado una espléndida alternativa.
Imaginemos que un banco central proporcionara a todo el mundo un monedero digital gratuito, es decir, una cuenta bancaria gratuita con un interés equivalente al tipo de interés a un día del banco central. Dado que el sistema bancario actual funciona como un cártel antisocial, el banco central podría utilizar la tecnología basada en la nube para proporcionar transacciones digitales gratuitas y almacenamiento de ahorros a todos, con sus ingresos netos pagando bienes públicos esenciales. Liberados de la obligación de guardar su dinero en un banco privado, y de pagar un dineral por realizar transacciones utilizando su sistema, los ciudadanos serán libres de elegir si quieren utilizar instituciones financieras privadas que ofrezcan intermediación de riesgo entre ahorradores y prestatarios, y cuándo hacerlo. Incluso en tales casos, su dinero seguirá residiendo en perfecta seguridad en el libro mayor del banco central.
La hermandad de las criptomonedas me acusará de impulsar un banco central a lo Gran Hermano que vea y controle cada transacción que hacemos. Dejando a un lado su hipocresía – se trata de la misma banda que exigió un rescate inmediato del banco central a sus banqueros de Silicon Valley – cabe mencionar que el Tesoro y otras autoridades estatales ya tienen acceso a cada una de nuestras transacciones. La privacidad podría salvaguardarse mejor si las transacciones se concentraran en el libro mayor del banco central bajo la supervisión de algo así como un «Jurado de Supervisión Monetaria» compuesto por ciudadanos y expertos elegidos al azar y procedentes de un amplio abanico de profesiones.
El sistema bancario que damos por sentado no tiene arreglo. Esa es la mala noticia. Pero ya no necesitamos confiar en ninguna red de bancos privada, rentista y socialmente desestabilizadora, por lo menos no de la forma en que lo hemos hecho hasta ahora. Ha llegado el momento de hacer saltar por los aires un sistema bancario irredimible que beneficia a los propietarios y accionistas a expensas de la mayoría.
Los mineros del carbón han descubierto por las malas que la sociedad no les debe una subvención permanente por dañar el planeta. Es hora de que los banqueros aprendan una lección semejante.
Por Yanis Varoufakis
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