Pero sin duda que el mayor apoyo para mejorar las relaciones con los judíos lo obtuvo Juan XXIII de la propia Iglesia alemana que tanto tenía que decir al respecto. Así, como subproducto –entre otros factores- de la incansable labor del grupo de Luckner, “comenzando 1959 los obispos alemanes hicieron un conjunto de notables declaraciones respecto del Holocausto”, señalando “primero, que los líderes de la Iglesia reconocían la culpa alemana por el Holocausto; segundo, que ellos culpaban a los católicos alemanes, y especialmente a los líderes de la Iglesia por no haber denunciado al régimen asesino nazi; y tercero, que ellos se sentían arrepentidos respecto del pueblo judío y querían expresarle su simpatía de manera apropiada y pública” (Michael Phayer.- The Catholic Church and the Holocaust 1930-1965; Indiana University Press; Bloomington, 2000; p. 200).
Asimismo, cuando en Israel comenzó en 1960 el juicio contra Adolf Eichmann -el principal ejecutor del Holocausto- el cardenal obispo de Berlín, Julius Döpfner, publicó una carta abierta “en la que dio gráficos detalles sobre un grupo específico de niños rumanos que fueron exterminados luego de un cruel período de espera. Nos avergüenza, concluyó Döpfner, que esto haya tenido lugar en el occidente cristiano” (Ibid.; 202). Y el obispo de Essen, Franz Hengsbach, dijo que “claramente o no tan claramente… todos nosotros compartimos el pecado por las atrocidades cometidas” (Ibid.).
Y en 1961, el grupo de Luckner logró que el domingo 11 de junio, los obispos alemanes sacaran una oración por los judíos perseguidos que fue leída en todas las iglesias del país. En parte, ella decía: “Confesamos ante Ti que millones de personas en nuestro medio fueron asesinadas porque pertenecían a la raza en la que el Mesías se encarnó… Te suplicamos: Haz que comprendamos y nos convirtamos todos quienes a través de hechos, omisiones o silencios somos culpables” (Ibid.).
Sin embargo, las gestiones específicas del cardenal Bea de elaborar un texto que tuviese el apoyo conciliar para mejorar las relaciones con los judíos fueron extraordinariamente arduas y difíciles. Ya Bea había tenido muchas dificultades como primer presidente del Secretariado para la Unidad de los Cristianos, entidad creada por Juan XXIII en 1960 (ver Peter Hebblethwaite.-Pope John XXIII. Sheperd of the Modern World; Doubleday & Company, New York, 1985; pp. 378-84 y 438; y Thomas Cahill.- Juan XXIII; Mondadori, Barcelona, 2003; pp. 260-3). Tantos fueron sus problemas, que llegó a señalarle a su amigo y biógrafo, Stepan Schmidt, que “si hubiese podido prever todas las dificultades que encontraríamos, no sé si hubiese tenido el valor para lanzarme a esta empresa” (Jean Lacouture.- Jesuitas II. Los continuadores; Paidos, Barcelona, 1994; p. 583).
En realidad, los problemas no eran sólo de Bea, ni exclusivos al tema de las relaciones con los judíos. A Juan XXIII todo avance se le hacía muy difícil. Partiendo por el mejoramiento de las relaciones con los judíos, e incluyendo nada menos que la preparación del Concilio en una dirección de reformas profundas; la apertura ecuménica; su voluntad de no seguir censurando y castigando teólogos; los intentos de no “supervisar” la política italiana; sus actitudes de no seguir incentivando la guerra fría; etc.
Es más, Juan XXIII llegó a ser censurado en varias ocasiones por L’Osservatore Romano (ver Hebblethwaite; 322, 395 y 432-3), ¡incluyendo su discurso de inauguración del Concilio! Además, en junio de 1962, y actuando a sus espaldas, la Curia logró la destitución de dos jesuitas, profesores de sagradas escrituras, Stanislas Lyonnet y Maximilian Zerwick; y en agosto del mismo año, la recomendación pública a los católicos que no leyesen, por “dañinas”, las obras de Pierre Teilhard de Chardin (ver ibid.; pp. 417 y 422).
Específicamente, el texto elaborado por Bea para las primeras sesiones del Concilio, a fines de 1962, tuvo que ser retirado dada la fuerte oposición que suscitó en muchos obispos conservadores, especialmente por la propuesta de eliminar la expresión “pueblo deicida” referida a los judíos (ver ibid.; pp. 585-6). Además, que ya no se consideró la idea de aprobar un texto específico sobre los judíos, sino que insertarlo dentro de la Declaración Nostra aetate, “sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas”.
El fallecimiento de Juan XXIII en junio de 1963 debilitó aún más las posiciones de Bea de sacar un texto que mejorara significativamente las relaciones con los judíos. Pablo VI, como altísimo funcionario de Pío XII durante la guerra –y, como vimos, específicamente a cargo de las relaciones con la Croacia fascista- había compartido, por cierto, los rasgos esenciales de sus políticas y silencios respecto de los judíos. A tal punto que fue un gran defensor suyo cuando se empezó a cuestionar aquellos silencios, a partir del drama “El Vicario” del alemán Rolf Hochhuth en 1963. Así, en los mismos días en que fue elegido Papa en junio como sucesor de Juan, salió una carta suya en defensa de Pío XII en la revista católica inglesa The Tablet, que fue luego publicada también (29 de junio) en L’Osservatore Romano. En ella concluía que “una actitud de condena y de protesta (frente al Holocausto) como el que se le reprocha al Papa no haber adoptado, habría sido además de inútil, dañina; esto es todo” (Agenzia Fides, Vaticano; 9-6-2009).
Por cierto, los obispos conservadores buscaron aprovechar la nueva realidad. A ellos se unieron los obispos del medio oriente que visitaron en conjunto a Pablo VI para “decirle que la propuesta declaración sobre los judíos constituía un problema mayor para ellos por las posibles retaliaciones contra los católicos que vivían como minorías en los Estados árabes” (Phayer; p. 211). Sin embargo, esta ofensiva fue derrotada gracias al electrizante discurso del obispo de Wurzburgo (Alemania), Josef Stangl, quien haciendo referencia explícita a la obra de Hochhuth y al debate generado por ella en Alemania, planteó que la hora de la verdad había llegado para el Concilio, si escoger entre la justicia o la diplomacia. Usando el mismo término que Hochhuth declaró: “Si hablamos en nombre de Dios, en el nombre de Jesucristo, como los vicarios del Señor, entonces nuestro mensaje debe ser claro: ‘¡Sí, sí!’ o ‘No, no’; la verdad, no tácticas” (Ibid.; pp. 211-2).
Entretanto Pablo VI hizo una visita a Israel en enero de 1964 donde “en las 11 horas que duró su visita a ese país, Pablo VI nunca llamó a Israel por su nombre y evitó por todos los medios usar la palabra judío. Incluso, provocó que el Presidente Zalman Shazar y el primer ministro Levi Eskhol viajaran hasta el pueblo de Meggido para saludarlo, en una ceremonia que duró 20 minutos y nunca se dirigió al primero por el título de su investidura, sino como ‘su excelencia’. Además, no visitó el museo en memoria al Holocausto” (La Tercera; 25-12-2013).
En una segunda gran ofensiva contra el documento en estudio, altos dignatarios de la Curia y obispos conservadores le informaron a Bea que, con el respaldo del Papa “un nuevo comité conciliar sería designado con la responsabilidad de formular una declaración (sobre los judios). Se produjo una conmoción y Bea no creyó que las declaraciones de los oponentes habían sido respaldadas por el Papa, quien confirmó sus sospechas” (Phayer; p. 212). Sin embargo, la crisis llegó a tal grado que el conjunto de obispos alemanes encabezados por el cardenal arzobispo de Colonia, Josef Frings, consiguió la firma de diecinueve cardenales en protesta contra las maniobras curiales, “provocando que el Papa se alineara con ellos, en contra del comité propuesto. Por segunda vez un alemán había sido decisivo en el proceso que llevaría al Concilio a renunciar al antisemitismo” (Ibid.).
Sin embargo, en el Domingo de Ramos (Pasión) de 1965, como dice Phayer, cualquier idea de rechazar explícitamente el término “deicidio” se vino abajo cuando Pablo VI ¡acusó virtualmente en su sermón al pueblo judío de deicidio: “Según informó L’Osservatore Romano dijo que el pueblo judío se negó a aceptar el Mesías que había esperado por miles de años, y que cuando Cristo se les reveló, ellos ‘se mofaron, lo despreciaron y ridiculizaron y finalmente lo mataron” (Ibid.; p. 213). Como también dice Phayer, “nada podría haber estado más lejos de los borradores de Nostra aetate que el Concilio había estado revisando que las palabras del Papa. Nada podría haber estado más fuera de contacto con el diálogo judío-cristiano que había estado progresando en los diez años previos. Nada podría haber estado más lejos de la disposición de Juan XXIII. Comprensiblemente, las protestas de los líderes mundiales judíos fueron muy fuertes”. Por ejemplo, el rabino Elio Toaff preguntó: “¿Cómo podía el Papa acusar al pueblo judío de matar a Cristo precisamente cuando el Concilio parecía prepararse para abrogar esta maldición?” (Ibid.; p. 214).
Por Felipe Portales
No hay comentarios:
Publicar un comentario