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viernes, 16 de octubre de 2009

Una muerte cargada de ominosos enigmas


La Corte de Apelaciones y la Corte Suprema verán cómo manejar esta vergüenza, en que el propio Pinochet tenía las manos bien metidas.
Fuente. La Nacion.
Foto: MR.



Tal fue la muerte del coronel Gerardo Huber Olivares. En febrero de 1992 se encontró su auto en los alrededores del río Maipo. El coronel había desaparecido. Se rastreó el río, pero sin resultados. Repentinamente, apareció su cuerpo en un islote con una perforación de bala en la frente. Quedó planteada una trágica disyuntiva: ¿suicidio o crimen?
Bien pronto este hecho se vinculó con la venta fraudulenta de implementos de guerra que realizó Famae -institución del Ejército- a Croacia bajo el rótulo de “material sanitario”. El coronel Huber estaba evidentemente bien informado de esta transacción. Sabía demasiado.
Estábamos en democracia y se instruyó una investigación judicial. Fueron pasando los años y el enigma del coronel Huber no se aclaraba. El Ejército, hermético, sostenía su tesis del suicidio. Pero la familia no se conformaba con esta explicación. La justicia daba tiempo al tiempo. Y por fin un juez, Claudio Pavez, se atrevió. Después de 17 años salió una sentencia judicial en primera instancia: se trató de un crimen. Una bala del Ejército asesinó al coronel. Cuatro altos oficiales en retiro fueron condenados.
Es cierto que fue una sentencia a medias. Es cierto que se identificó la bala y el fusil. Uno de los cuatro fusiles de extraordinaria precisión que conserva un batallón del Ejército. Se condenó al que facilitó el arma, pero no se identificó al que apretó el gatillo. La DINE (Dirección de Inteligencia del Ejército) fue la que dispuso el asesinato. Pero no se demostró la culpa del general jefe de la DINE, Eugenio Covarrubias, sino tan sólo la del entonces subjefe, Víctor Lizárraga, y el BIE (Batallón de Inteligencia del Ejército) se encargó de la ejecución. El brigadier (R) Manuel Provis, jefe del BIE, fue condenado a ocho años; Carlos Krumm, entonces director de Logística del Ejército, fue condenado a 541 días, y Julio Muñoz recibió una condena de 600 días. Todos los sentenciados tuvieron media condena, porque los muchos años pasados permitieron cierta prescripción. Al final debía reputarse como crimen de particulares y no del Ejército.
Estas condenas representan la constatación de un horrendo crimen, en que la traición de amigos y compañeros, la corruptela de negociados militares, la conjura de una institución que tendría que ser intachable, toman cuerpo. La Corte de Apelaciones y la Corte Suprema verán cómo manejar esta vergüenza, en que el propio Pinochet tenía las manos bien metidas.

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