Desde que el COVID-19 se hizo realidad en Chile, hemos visto un permanente desacuerdo entre autoridades y “expertos”. Sin embargo, existe acuerdo absoluto en el objetivo de salvar la mayor cantidad de vidas que sea posible. ¿De qué vidas se trata? ¿Utilizando cualquier medio?
No me voy a referir al “dilema de la última cama”, que pareciera no estar ocurriendo aún. Me refiero a la noción de vida que subyace al llamado a salvar vidas, hasta ahora más centrado en la vida biológica que en la social, en el zoé y no el bios, cuestión característica de la salud pública en su expresión biopolítica.
Aparece con nitidez en las llamadas a la “cuarentena total”, que olvidan las condiciones en que se viven esas vidas que se busca salvar: parte importante de la población no tiene los recursos para sobrevivir y tendrá que salir de sus casas para poder comer; gran parte de la población no tiene condiciones de vivienda para tratar adecuadamente a los enfermos; gran parte de la población está sobreendeudada y, por tanto, no tiene ahorros ni acceso al crédito para enfrentar esta crisis; un número importante de personas migrantes obtiene sus ingresos de la economía informal, dependen de su trabajo diario para resolver sus necesidades cotidianas y están en varios flancos absolutamente desprotegidas (un tercio de las 47 mil familias que viven en campamentos es migrante).
También, se olvida que el aislamiento aumenta la violencia de género, que tiene profundos efectos en la salud mental y que esto también constituye “salud”; muchos adultos y adultas mayores viven solos, en total desprotección; muchos hogares de adultos mayores no cumplen con los estándares mínimos, en definitiva, tenemos una crisis en el sistema de cuidados. Por último, se olvida que los impactos en la calidad de la educación, deteriorada desde hace años, están siendo gigantescos y afectan especialmente a los estudiantes de menores recursos, que a todo esto se van de “vacaciones”.
La composición de la Mesa Social COVID-19, que de social tiene casi nada, es la expresión institucional más evidente de la falta de consideración de la vida en su dimensión social y política. Nos ayudaría poner en práctica las ideas de aquello que en salud pública se conoce como “Salud en todas las políticas”, que reconoce la interdependencia del desarrollo social, económico y ambiental.
Es urgente que el objetivo de “salvar la mayor cantidad de vidas” se traslade desde las estadísticas (del conteo de los casos que permiten “aplanar la curva de contagio”, de obtener “bajas tasas de letalidad”), a mirar esas vidas concretas que se pretende salvar. No basta con “Quédate en casa”, “Sé responsable”, “No pongas en riesgo a los demás”. Todas estas frases se están convirtiendo en una especie de “Elige no contagiar 2.0”, que apela a la responsabilidad individual de quienes no tienen cómo asumirla, tan propio del modelo neoliberal. ¿Son acaso “irresponsables” las personas que hacen largas filas para cobrar el seguro de cesantía, desesperadas por obtener su dinero y haciendo caso omiso de todos los consejos de protección y distancia social?
Pocos pondrían en duda que salvar la mayor cantidad de vidas que sea posible es un objetivo loable. La pregunta es: ¿por cualquier medio? Se ha puesto en debate la combinación o profundización de la cuarentena, por una parte, y el testeo masivo y aislamiento de casos, por otra. El filósofo surcoreano Byun-Chul Han llama la atención sobre la incapacidad de Europa para hacer frente a esta pandemia, lo que contrasta con la acción de países asiáticos. Según el autor, mientras que en Occidente el big data aparece como una amenaza a los derechos y la libertad individual, en Asia se ha sumado al combate a la epidemia, junto a los virólogos y epidemiólogos.
Los mecanismos de control del Estado han permitido que los países asiáticos controlen la epidemia, con fuertes limitaciones e intromisiones en la vida privada y restricciones a la libertad individual, medidas opuestas a los valores de las democracias liberales. Ante el descalabro sanitario, social y económico que estamos viviendo, agravado porque se trata de una enfermedad para la cual no tenemos inmunidad ni existe por ahora vacuna ni tratamiento, pienso que las restricciones a la libertad individual parecen tener un costo menor, siempre que sean transitorias y permitan superar la crisis. Queda abierta la pregunta, por cierto, sobre el destino del aprendizaje e instrumental de inteligencia creado por los estados para aplicar estas medidas, y la aceptación de la población a someterse “voluntariamente” a un Estado que restringe su libertad, una vez que esta crisis sea superada.
Por último, hace mucho tiempo sabemos que un elemento básico para la aceptación voluntaria de las medidas excepcionales del Estado es el miedo, pues genera la necesidad de seguridad y protección. En este caso, el miedo a la enfermedad, que no es otra cosa que el miedo a la muerte, se potencia día a día generando una suerte de pánico colectivo que profundiza las diferencias: los “sanos” y los “enfermos”, los “responsables” y los “irresponsables”, los “conscientes” y los “inconscientes”, en definitiva, “nosotros” y “ellos”.
Ese pánico colectivo, estimulado por los medios de comunicación, las autoridades e incluso los expertos que, aun teniendo buenas intenciones, aplican poco los consejos para una comunicación adecuada de los riesgos, puede fomentar la aparición de actitudes xenófobas, racistas, intolerantes, clasistas, violentas, en definitiva, de control/sanción social hacia personas y comunidades que no pueden enfrentar las consecuencias de la pandemia y que lo único que buscan es subsistir.
A la vez, contribuye a desarticular toda forma de resistencia colectiva frente a la profundización de las desigualdades sociales y sanitarias que estamos viviendo. Paradójico si pensamos que, solo hace unos pocos meses, en muchos países del mundo tenían lugar masivas protestas, revueltas o estallidos sociales como el nuestro, que fueron suspendidas abruptamente por una “pandemia”.
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