En su genial análisis del autogolpe acometido por Luis Bonaparte el 2 de diciembre de 1851, Karl Marx acuñó el concepto de Bonapartismo para designar la imposición de un poder personal legitimado popularmente por la hegemonía de una elite burocrática-militar y la voluntad de preservar la independencia del Estado respecto a la sociedad. Es una salida en donde las fuerzas antiliberales se atrincheran en el aparato del Estado y en que la clase burguesa está dispuesta a abdicar al ejercicio del poder a cambio de la preservación de sus intereses económicos y de sus privilegios.
Para el pensador alemán, la burguesía entendía que el conjunto de aquello que se conocía como las libertades y los órganos del progreso civil, atacaban y minaban su dominación de clase en la base social y, paralelamente, también en la cúspide política. De esta manera, continua Marx, “los burgueses particulares solo pueden continuar explotando a las otras clases y gozar tranquilamente de la propiedad, de la familia, la religión y el orden, bajo la condición de que su clase sea condenada, junto con las otras, a la misma nulidad política”.
En su delirio psicopático, Bolsonaro, se siente intérprete de los anhelos y demandas del pueblo brasileño y no de aquellos grupos que solo buscan aumentar sus prerrogativas y beneficios –léase Congreso y Supremo Tribunal Federal – en desmedro de la pobreza del resto de la ciudadanía. A un pequeño número de fanáticos congregados frente al Cuartel General del Ejército en Brasilia – y que levantaban carteles solicitando la intervención militar- el ex capitán los envalentonaba diciéndoles: “Yo estoy aquí porque creo en ustedes y ustedes están aquí porque creen en Brasil (…) Acabó la época de la canallada, ahora es el pueblo en el poder. Todos tienen que entender que están sometidos a la voluntad del pueblo brasileño”.
A la luz de dicha proclama, este parece ser un escenario favorable para que las Fuerzas Armadas decidan neutralizar a aquellas instituciones que obstaculizan las acciones del Ejecutivo en una época de pandemia. Es decir, para una salida al estilo bonapartista, guardando por cierto todas las diferencias históricas y de contexto con el caso francés de mediados del siglo XIX. Aunque si se postula dicho escenario, nos enfrentamos también a serias interrogantes. Por una parte, si el actual mandatario quiere asumir más poderes de los conferidos por la Carta Magna, ¿Qué pueden ganar las Fuerzas Armadas rasgando la propia Constitución que dicen defender? En otras palabras: ¿Estarán los militares dispuestos a asumir el riesgo de una asonada golpista que después les pase la cuenta, en el marco de un ciclo en el que se auguran las peores proyecciones económicas y sanitarias para los tiempos venideros? Además, si los militares ya tienen una representación significativa en el gabinete y en el gobierno, cuál es el sentido de iniciar una nueva empresa que les otorgue más atribuciones de las que ya les ha entregado Bolsonaro. Para qué salir de su zona de confort, de estabilidad y de prebendas salariales, si ellas ya están aseguradas y sacramentadas en la política fiscal y presupuestaria de la Nación. Para qué arriesgar sus negocios con empresas y corporaciones de Estados Unidos, si en medio de la pandemia todo ha pasado desapercibido.
¿Es un momento propicio para el autogolpe? Todo indica que no es el mejor momento. Si bien es cierto Bolsonaro todavía posee una base de apoyo de aproximadamente un 30 por ciento de la población, su conducta beligerante con los otros poderes del Estado lo ha conducido a un aislamiento y a una innegable reducción de su campo de acción e influencia política. Tampoco cuenta el presidente con la complicidad de la gran mayoría de los gobernadores y alcaldes, los cuales han firmado una carta de repudio a su reciente actitud de insuflar una intervención militar. Entonces, siguiendo con su campaña de agregar día a día nuevos desafectos y con una oposición cada vez más numerosa y activa, el capitán de reserva tampoco parece tener muchas posibilidades de lograr el apoyo de las cúpulas militares para sumarlos a su aventura golpista.
Por el contrario, puede suceder que la oficialidad siga esperando el progresivo desgaste del gobierno para asestar un golpe blando, un movimiento de palacio que implique desplazar a Bolsonaro de sus funciones y poner en su lugar a una “Junta de Restauración Nacional”. Pero aquí surge otra interrogante, ¿Existe actualmente la correlación de fuerzas favorables a una embestida de este tipo contra las instituciones de la República, inclusive considerando que la plataforma de sustentación del ex capitán se ha venido descomponiendo a un ritmo acelerado en los últimos dos meses?
Por el lado de las instituciones cuestionadas (Congreso y STF), los tiempos tampoco parecen favorables para iniciar un proceso de impeachment contra el gobernante. Pensar ahora en una acción de este tipo es inviable en medio de la pandemia. Un proceso de destitución -con toda la carga de dramatismo que representa- solo podrá ser realizado después de tener un balance ponderado de los estragos causados por el Covid19, es decir, cuando se pueda hacer una contabilidad del número de infectados y fallecidos por causa del Coronavirus y se puedan establecer las responsabilidades derivadas del papel desempeñado por Bolsonaro y sus ministros en medio a esta crisis sanitaria.
En resumen, entre todas las especulaciones que permite el momento político brasileño, nos inclinamos a pensar que el ex capitán seguirá navegando en aguas turbulentas, con los contrapesos institucionales y con una adhesión a su gestión en franco declive. Al final –de no ocurrir algún hecho grave o desequilibrador- Bolsonaro puede aprovecharse de un fortuito empate de las fuerzas en pugna (con el apoyo de sus colegas de armas) y de la falta de alternativas, para conseguir mantenerse en el gobierno hasta el final de su mandato. En todo caso, sus posibilidades de ser electo para un nuevo periodo presidencial se encuentran desde ya bastante comprometidas.
Fernando de la Cuadra
Doctor en Ciencias Sociales. Editor del Blog Socialismo y Democracia.
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