En días recientes, a través de una entrevista a su actual presidenta, hemos conocido acerca de una serie de situaciones caracterizadas como “al límite de la corrupción”, que ocurrieron por años en el Tribunal Constitucional (TC), especialmente durante su anterior administración. Como lo ha señalado un conjunto de destacados juristas, se trata de una denuncia de la mayor gravedad y lo que corresponde es que sea investigada penal y administrativamente, de manera de establecer las responsabilidades que correspondan.
Pero como si esto por sí mismo no fuera ya suficientemente grave, en la misma entrevista María Luisa Brahm profundiza en sus declaraciones y describe, entre estos hechos, las suspensiones y atrasos, de hasta dos años, en sentencias que se producían principalmente en causas por violaciones de los Derechos Humanos, las que por cierto terminaban siendo rechazadas. Como dijo la propia presidenta del TC: “En realidad venían en búsqueda de tiempo, porque les iba mal al final. Es decir, con un fin dilatorio”.
Y para agravar aún más lo que ya muchas organizaciones venían denunciando desde hace tiempo, se nos revela que existía un cierto modus operandi ya establecido, donde el rol principal lo jugaba el anterior presidente, Iván Aróstica. “Él proponía pocas causas, había pocas sesiones de pleno que no era acorde al nivel de atraso que teníamos. Se acumulaban causas y no se gestionaba y eso permitió que el TC fuera ocupado de forma instrumental para suspender juicios”.
El anterior presidente del TC, se nos dice, ejercía la prerrogativa de decidir a qué sala se iban las causas, con absoluta discrecionalidad. Durante dos años, Aróstica puso en la sala que él mismo integraba la mayoría de las causas de Derechos Humanos, buscando conformar una mayoría circunstancial con los ministros Vásquez y Romero, para suspender los procesos, siempre por 3 votos a favor y 2 en contra.
Y, lamentablemente, como en muchas otras cosas en Chile, hubo quienes descubrieron en este irregular procedimiento de “ganar tiempo” o de hallar refugio para no enfrentar sus causas, un negocio. Brahm dice que leyó contratos en que el abogado patrocinante de la causa que recurría al TC le cobraba a su cliente proporcionalmente al tiempo que lograba suspenderla. Las conclusiones obvias que uno puede hacer de este tipo de situaciones son demasiado graves como para dejarlas pasar.
Y como broche de oro, para una entrevista de la que se agradece la honestidad, María Luisa Brahm termina remachándonos la única certeza que nos faltaba confirmar sobre el tribunal: “Sí, el TC es una tercera cámara”. Sobre esto, Atria y otros profesores de Derecho nos vienen advirtiendo ya desde hace varios años que ese control preventivo en su formato actual, sigue siendo uno de los cerrojos de la dictadura que sigue gozando de buena salud.
En todo caso, más allá de lo que ocurra ahora ante estos hechos “autodenunciados” por su actual presidenta, es evidente que, de cara al proceso constituyente, la existencia y el rol del TC será uno de los temas centrales de ese debate democrático. Al respecto hay varias posiciones. Desde aquellos que plantean su disolución hasta quienes, como el profesor Lewis, sostienen que “es posible pensar en un TC cuya autoridad no implique cerrar los debates en los que interviene, y que por lo mismo no genere en los actores correspondientes la obligación de obedecer sus sentencias. Bajo esta mirada, y en la medida en que el TC esté integrado por especialistas, su autoridad tendría por objeto informar fundadamente sobre la constitucionalidad de aquellas normas que se ponen bajo su conocimiento”.
Como se ve, hay mucho por corregir y por debatir en lo relacionado con el eventual rol que le puede caber al TC en el futuro democrático inmediato, sustentado en una nueva Constitución. Lo que es claro, a priori, es que no vamos a aceptar que se convierta a este tribunal en un engranaje del “circuito del silencio”, que algunos fácticos y defensores de lo indefendible, han querido erigir en torno a las graves violaciones de los Derechos Humanos que ensucian nuestra historia común, dañan nuestra memoria colectiva y dificultan el necesario pacto social que supere la imposición de un modelo político-económico a través de una Constitución impuesta.
El reciente fallo del propio tribunal ante el requerimiento de los senadores de Chile Vamos, alegando una inexistente “discriminación” de torturadores y asesinos en la ley que indultó a personas detenidas buscando reducir los potenciales efectos del COVID-19 en recintos penales, es una señal correcta en ese sentido, pero aún no basta para formarse la convicción de que en el futuro el TC pueda aceptar, nuevamente, ser parte de esa red desde la que algunos quieren seguir construyendo impunidad, ahora desde las malentendidas “razones humanitarias”.
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