¿Qué sucedió con el poder político?
por Eduardo Alvarado Espina 1 febrero, 2021
Después de tres décadas, Chile comenzó a vivir una resignificación de la polis como espacio de deliberación popular. Dicho de otra forma, la mayoría de la sociedad se volvió a politizar. Pero esta vez, no era solo para confrontar un régimen injusto y antidemocrático, sino que también para impugnar las normas de la cultura hegemónica, para cambiar el sentido común.
En ese interludio, se constató el vaciamiento de autoridad simbólica de instituciones como Gobierno, Congreso, Fuerzas Armadas y Carabineros, difuminándose el poder que detentaban. La mayoritaria petición de renuncia de Piñera o los manifestantes encarando a militares para que se retiraran de las calles, fueron una expresión gráfica y tangible de la pérdida de autoridad. Lo mismo sucedió con otras instituciones no estatales, como medios de comunicación, Iglesia y sindicatos.
Asimismo, surgió una voluntad contrahegemónica que afectó el soft-power de la tecnocracia neoliberal. No hay que olvidar que todo estalló con el incremento del pasaje en el transporte público, una decisión adoptada por uno de los tantos grupos técnico-económicos a cargo del diseño e implementación de las políticas estatales. Una decisión que tuvo como respuesta la evasión masiva del pago por parte de los estudiantes. A partir de esa acción, se hizo evidente que el argumento de que estas decisiones son técnicas (sin sesgos ideológicos) es irreal, dejando sin influencia en la esfera pública al relato de los cónclaves empresariales y gubernamentales de las últimas décadas.
El plebiscito constitucional del 25 de octubre acabó por ratificar la presencia de esa voluntad contrahegemónica que subyacía en el estallido social. El aplastante resultado a favor de las opciones Apruebo y Convención Constitucional tiene dos lecturas que lo demostrarían: 1) la ciudadanía quiere más democracia; y 2) no quiere que la Constitución sea elaborada por la actual élite política. La primera tiene que ver con la democracia etimológica, esto es, que sea el pueblo el que escriba las reglas del juego. La segunda, se vincula a lo que algunos analistas han denominado el proceso destituyente de la élite gobernante de los últimos treinta años. Es lo que se deduce de ese 80% que prefirió un órgano constitucional sin los actuales parlamentarios. En pocas palabras, el plebiscito confirmó que ya no hay poder en quienes han sido impugnados.
Sin caer en la exageración, el estallido social instaló el vacío de poder en la sociedad chilena. Ya no había a quien seguir, ni a quien escuchar. Tampoco existía un cuerpo de ideas estructuradas en un programa político. Se consagró así el quiebre entre sociedad y Estado. Un quiebre que estuvo preludiado por “la revolución pingüina” de 2006, “el movimiento estudiantil” de 2011 y la masividad de manifestaciones sectoriales en los últimos años (ecológicas, feministas, laborales, de pensiones). Fue la irrupción de esa mayoría social y política que había sido sistemáticamente excluida del proceso de toma de decisiones, como evidenció posteriormente el plebiscito de octubre de 2020.
Ahora bien, para saber qué implica un vacío de poder en el devenir político institucional, hay que responder a la siguiente interrogante: ¿qué sucedió con el poder político? Para ello, hay que comenzar por entender qué es el poder y cómo este se despliega en la política.
El poder, una relación social y cultural
Desde Maquiavelo hasta nuestros días, el poder se ha entendido en una doble dimensión: consentimiento y fuerza. Ambas dimensiones exponen la capacidad que tiene una persona o un grupo de personas de convencer u obligar a otras para que hagan algo que no haría por propia iniciativa, voluntad o convicción (Easton, 1968; Aron, 1968; Friedrich; 1968). Yendo un poco más allá, Weber (1980) señaló que el poder se define por su capacidad de sintetizar lucha y política. Es decir, el poder sería “cualquier oportunidad en una relación social para imponer la voluntad de uno frente a la resistencia de otros, independientemente de lo que haya dado origen a esa oportunidad”. Entonces, hay que entender el poder como una relación social de oposición y resistencia, donde triunfa quien impone finalmente su voluntad, ya sea por consentimiento o fuerza.
En política, el poder es democrático cuando es consentido por mandato. Ese consentimiento es la influencia que ejercen algunos individuos a través de la moral, el carisma o el conocimiento que otros reconocen como necesario para liderar iniciativas, proyectos u organizaciones. Para que así sea, es esencial que las ideas y valores proyectados por ese liderazgo sean capaces de aunar una identidad colectiva. Cuando esto se consigue, se impone una identidad cultural que es reconocida como legítima por una mayoría y que, por este motivo, consigue gobernar y dirigir una comunidad desde una posición hegemónica. Así, el consentimiento, que es voluntario, produce un halo de poder exógeno e invisible que hace difícil cuestionar el dominio de esa identidad cultural.
Otra forma de entender el poder es la que propone Foucault (2012) a partir de los dispositivos de control . Este planteamiento supone que el poder está vinculado a las normas que definen la idea de lo aceptable en sociedad. Esos dispositivos no son evidentes, ya que se instalan en los procesos de socialización humana desde arriba hacia abajo. Son los que conforman el sentido común o la ideología dominante. Por ejemplo, que una persona es insana porque no se apega a las reglas de normalidad o que el esfuerzo individual es premiado por el mercado. Estos dispositivos actúan como principios rectores internos de lo que es aceptable y qué no lo es. Un ajuste normativo de la consciencia a las reglas de la normalidad, que es esencial para el ejercicio del poder. Entonces, cuando se produce el desajuste entre las normas aceptadas y la realidad observada, el poder, en cuanto relación social, pierde el consentimiento de quienes lo habían validado.
Del desequilibrio normativo, voluntad contrahegemónica e instituciones sin poder
El estallido social fue la expresión concreta de un desajuste o desequilibrio normativo (Mayol, 2020). Esto sucede cuando las normas que se entienden comúnmente aceptadas, no se aplican por igual. En otros términos, en toda sociedad hay normas escritas (leyes) y no escritas (morales) que deben ser cumplidas por todos, pero si en los hechos hay un grupo privilegiado de individuos que queda exento de hacerlo, entonces surge un desequilibrio que será la base, en caso de no ser corregido, de una futura impugnación al orden establecido. Por ello, evadir, tomarse las calles o enfrentar a la autoridad fueron acciones que la población consideró legítimas, para desafiar la relación de poder anteriormente aceptada .
De esta forma, se fueron desactivando varios dispositivos de control de la cultura dominante. Se impugnaron ciertas lógicas de lo “cierto” que impuso la estructura e ideología neoliberal, como aquella norma no escrita de que el mérito era adecuadamente recompensado por el mercado. Es más, mediante la colectivización del testimonio personal se hizo visible todo un sistema de abusos dedicado a transferir rentas desde los más pobres a los más ricos, el que va desde las AFP hasta el Crédito con Aval del Estado (CAE) para estudios superiores. Millones de personas en las calles durante semanas dieron cuenta de que esa impugnación era ampliamente compartida, dando forma a una voluntad contrahegemónica. Y cuando eso sucede, los valores e ideas acordados por las élites para ejercer el poder político van siendo poco a poco invalidados.
Fue entonces que el poder instituido dejó al desnudo su fragilidad, al asumir la impugnación como lo haría el mal príncipe de Maquiavelo, esto es, si no se puede ser amado, más vale ser temido. En la práctica, se recurrió a la fuerza de la policía y los militares. Con una ceguera propia de quien se considera incuestionable, la crisis del sistema se atendió como un asunto de orden público para la defensa de la democracia, como bien lo sintetiza la frase “estamos en guerra” a la que apeló el Presidente de la República el 19 de octubre de 2019. Por cierto, como señalan Levitsky y Ziblatt (20209), este es un pretexto que suele esgrimirse para subvertir la democracia. El resultado final fue la pérdida de legitimidad del poder instituido. De hecho, aumentó la resistencia a la acción coercitiva del Estado, la que dio paso al momento destituyente de las instituciones del poder y sus mandatarios.
Debido a todo lo anterior, el Gobierno perdió toda influencia en la agenda política del país. Ya no había propuesta que ofrecer más allá de la administración de algunas medidas que poco y nada respondían a las demandas sociales. En otras palabras, el Gobierno ya no podía ejercer el liderazgo institucional que impone el presidencialismo. Sebastián Piñera quedó como un costoso lastre para un régimen democrático derruido. Todo intento posterior por retomar algún tipo de liderazgo durante la emergencia sanitaria del COVID-19, denotó más bien la ansiedad de figuración personal del Presidente, antes que una visión política de Gobierno. Un síntoma más de la pérdida de consentimiento político y, por ende, de poder.
Finalmente, el plebiscito constitucional del 25 de octubre acabó por ratificar la presencia de esa voluntad contrahegemónica que subyacía en el estallido social. El aplastante resultado a favor de las opciones Apruebo y Convención Constitucional tiene dos lecturas que lo demostrarían: 1) la ciudadanía quiere más democracia; y 2) no quiere que la Constitución sea elaborada por la actual élite política. La primera tiene que ver con la democracia etimológica, esto es, que sea el pueblo el que escriba las reglas del juego. La segunda, se vincula a lo que algunos analistas han denominado el proceso destituyente de la élite gobernante de los últimos treinta años. Es lo que se deduce de ese 80% que prefirió un órgano constitucional sin los actuales parlamentarios. En pocas palabras, el plebiscito confirmó que ya no hay poder en quienes han sido impugnados.
En síntesis, el poder como voluntad y control sobre otros se diluyó. El ejercicio de autoridad se convirtió en un permanente acto fallido de instituciones políticas sin consentimiento ni propósito. Unas instituciones que hoy dependen de la dimensión más trágica del poder: el uso de la fuerza. Por ello, nada que esté asociado a ellas tendrá posibilidad de legitimarse. Solo quienes tengan la suficiente lucidez para identificarse con este momento sin hegemonía –todo indica que no serán los partidos– serán capaces de solidificar el poder para pivotar el cambio político. Para ello, es clave saber interpretar la “oportunidad política” que abrió el estallido social y que el resultado del plebiscito del 25 de octubre consagró. Pero previamente hay que entender que, como toda relación social, el poder está en ninguna parte y en todas a la vez.
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