OPAL
OFICINA DE PRENSA PARA AMERICA LATINA
¿Se imagina ir a dejar a su hija o hijo al Jardín Infantil y ver que en la puerta hay un tanque? La foto que les comparto es de hace unos días. Un centro de la JUNJI con un tanque blindado “anfibio” en su frontis, en una de las calles principales de Quidico, una caleta de pescadores ubicada entre Cañete y Tirúa. No es para nada un acierto fotográfico, es la realidad cotidiana que se vive en el Wallmapu. Una forma de violencia estatal que estamos peligrosamente naturalizando como sociedad.
La militarización ya llegó
Los llamados desesperados de organizaciones de ultraderecha como APRA Araucanía pidiéndole al presidente Piñera Estado de Sitio y el envío de militares que “disparen a matar” a la macrozona sur -avalados en sus dichos por el mismo General Director de Carabineros que pide incorporar a las FF.AA. “con todas sus capacidades”2– pueden hacernos creer que el sector no tiene presencia militar. Pero la tiene, hace mucho rato, reforzada por el mismo gobierno de Piñera. De hecho, el modelo de tanque de la foto llegó al sector presentado con bombos y platillos por el mismo presidente, en julio del 20183, cuando anunció la llegada del tristemente conocido “Comando Jungla” a la zona4. Dotación de tanques a los que se les sumó un grupo de modelos similares en diciembre del 2019, a días que iniciara la revuelta popular del 18 de octubre5.
Como he sostenido en escritos anteriores, uno de los problemas más graves que tiene Carabineros de Chile como institución es que no tiene carácter de policía civil. Es decir, se ha convertido aceleradamente en un ejército que utilizan los gobiernos de turno contra la población civil, a través de una brigada desplegada masivamente a través del país -Fuerzas Especiales de Carabineros, hoy, rebautizadas como Unidades COP- y una brigada más selecta para ciertos territorios -el Grupo de Operaciones Especiales, GOPE-. Por ello, la militarización que se discute en estos días no es una novedad, sino una realidad cotidiana que ya se venía instalando peligrosamente previo al 18 de octubre del 2019 -cuando se volvió generalizada a nivel nacional-, siempre con la constante de ser una respuesta inmediata frente a levantamientos territoriales que cuestionaban el modelo económico extractivista, el modelo político de democracia “de baja intensidad” o la restricción de derechos sociales (“Guerra del Gas” en Punta Arenas en el 2011, levantamiento de Aysén y de Freirina en el 2012, “Mayo chilote” en el 2016, solo por nombrar algunos).
En ese sentido, lo novedoso de estos días vienen a ser estas proclamas exacerbadas que están levantando algunos sectores políticos de derecha llamando a sumar a las Fuerzas Armadas a esta política de militarización de la vida cotidiana, demanda amplificada ahora por una amplia cobertura de los grandes medios de comunicación 6 .
En esa línea, en todos los casos anteriores el problema de fondo es el mismo: una sociedad dividida en clases, donde una de ellas -la clase dominante- controla el poder del Estado y su respectivo monopolio de la fuerza y lo ocupa, sin reservas, en función de sus propios intereses de clase, dejando a la gran mayoría (la clase media y la clase popular) echada a su suerte. Por eso, más allá de los necesarios estudios y debates que debemos hacer sobre cómo las clases sociales se han modificado en el contexto actual, lo que estamos presenciando es la vieja lucha de clases reapareciendo porfiadamente en escena. Como dice el dicho: se puede decir más fuerte, pero no más claro.
Ahora, no es que la derecha política, que hoy es gobierno y ocupa el poder coercitivo del Estado, no sepa esto. Lo sabe, con lujo de detalles. Por ello, su apuesta por profundizar la militarización es básicamente una respuesta de clase frente a la posibilidad de perder sus privilegios. Lo que sostengo como idea a trabajar es que lo que estamos viviendo en estos días es una especie de “profundización preventiva” de la militarización, estrategia que responde al complejo contexto que estamos viviendo donde, hace solo un año atrás, éramos parte del ciclo de protestas más importante de los últimos 30 años y se extendía por los territorios un interesante proceso de politización popular y de desborde político popular7 que quedó inconcluso.
Por eso, creo que cuando el canciller Allamand dice que Chile “ha recuperado la normalidad luego del estallido”8 lo que está haciendo es una prueba: un pequeño ejercicio de violencia simbólica a través de una frase provocadora e insultante, que se lanza como como una sonda para medir la reacción de sus dichos, porque él -y la clase social que representa- sabe que esta aparente “normalidad” de hoy, que puso en pausa la revuelta popular y salvó a su clase social de perder sus privilegios, no es fruto de un notorio mejoramiento de las condiciones de vida de la población, sino consecuencia de una pandemia mundial que nos obligó a encerrarnos en nuestras casas.
¿Se viene el estallido? Si, en el verano del 2022
La militarización -y su profundización- será un tema recurrente en los próximos meses. No es casual que un tanque blindado similar al de la foto haya sido utilizado para reprimir manifestantes el viernes pasado en Plaza Dignidad, a la par de que el Subsecretario Galli señalara que lo que se ve en esas manifestaciones es: “delincuencia pura y que la única demanda es la libertad de las personas que han cometido delitos en el contexto de desórdenes públicos”9. Provocativa declaración -como la de Allamand-, ya que esas personas que según él “cometieron delitos” son las y los presos políticos que su gobierno tiene tras las rejas, con prisiones preventivas excesivas y sin juicio alguno, y el “contexto” fue la mayor protesta social desde los años 80, que dio la vuelta al mundo, y no un simple “desorden público”.
Será un tema recurrente porque se vienen nuevos estallidos sociales y, con ellos, nuevos cuestionamientos desde abajo a los privilegios de la clase dominante, la que está buscando adelantarse a la jugada. Y ojo que esta predicción no la hacemos los cientistas sociales de izquierda, sino el mismísimo Fondo Monetario Internacional (FMI). Para quienes no lo conozcan, el FMI es una organización financiera internacional nacida en 1945 y dependiente de las Naciones Unidas. Desde 1976, esta organización -con sede en Washington, Estados Unidos- otorga créditos a los Estados sobre todo en contextos de crisis financieras internacionales. Una organización bien conocida en nuestro continente ya que cada vez que se ha aparecido en él, sus ayudas vienen condicionadas a los famosos “planes de ajuste estructural” que, en palabras simples, son presiones a los Estados para torcer sus economías hacia el libre mercado, reduciendo el gasto público a través del recorte de programas y servicios sociales10.
En un informe recientemente emitido titulado “Las repercusiones sociales de las pandemias”, escrito por los economistas del Departamento de Estudios del FMI Philip Barrett y Sophia Chen11, esta institución alerta sobre una posible oleada de estallidos sociales tras la pandemia, tal como ha ocurrido en eventos similares en siglos pasados.
Las razones que argumentan son simples. Para ellos, la pandemia: “pone de manifiesto las fracturas ya existentes en la sociedad: la falta de protección social, la desconfianza en las instituciones, la percepción de incompetencia o corrupción de los gobiernos”. Todo ello, sumado al aumento de la desigualdad social que ha traído el confinamiento, y que ha “hecho recrudecer las tensiones entre clases sociales”, llevaría a desatarse el “malestar social” acumulado, llevando incluso a crisis políticas y derribamiento de gobiernos.
Pero este informe es solo uno de otros tantos similares. En octubre del 2020, los economistas del FMI Tahsin Saadi Sedik y Rui Xu publicaron un informe titulado “Un círculo vicioso: Cómo las pandemias conducen a la desesperación y al malestar social”12 donde incluso se atreven a proyectar, en base a estadística comparada, una fecha de inicio de estos estallidos: el verano europeo del 2022, fecha en que se proyecta que la pandemia estaría controlada y podríamos empezar a hacernos cargo de la triste realidad tras su paso.
A frenar la “profundización preventiva” de la militarización
Como se señaló anteriormente, la nueva oleada de militarización que estamos viviendo -alentada por la clase política civil y los grandes medios de comunicación- es una acción de carácter preventivo. O más bien una profundización preventiva. Sabemos que el gobierno le teme a una arremetida por parte de comunidades mapuche, que intensifique y radicalice la legítima recuperación territorial, pero también le teme -y quizás más- a que ese proceso sea un ejemplo que envalentone al pueblo mestizo pobre chileno, que fue el protagonista de la rebelión popular del 18 de octubre (y que, no por casualidad, enarboló banderas mapuche en cada barricada que se dio en nuestros mestizos territorios) y que ese pueblo también decida retomar lo que quedó pendiente cuando llegó la pandemia.
Y ojo que en este análisis de una nueva oleada de militarización no estamos solos. Es el mismo FMI el que señala en el primer informe citado que: “En algunos casos, los regímenes en el poder también pueden aprovechar una emergencia para consolidar su poder y reprimir la disidencia. Hasta la fecha, la experiencia de la COVID-19 se ajusta a este patrón histórico”13.
En ese sentido, los esfuerzos que desplegará el gobierno en estos días por avanzar en la militarización de una zona ya fuertemente militarizada como es el Wallmapu, son su ensayo general de cómo enfrentará el complejo escenario de movilización social que deberá afrontar a nivel nacional postpandemia. Por ello, parece de suma urgencia frenar todo intento que se haga por profundizar esta militarización, demostrando lo falaz de sus argumentos, denunciando sus peligros, evidenciando su carácter de clase y oponiéndose a su implementación.
En esa línea, si bien no me siento capaz de dar receta alguna de cómo hacerlo -ya que creo que ese es un debate general que debemos dar los territorios organizados-, si creo que uno de los primeros pasos es precisamente desmontar en nuestras cabezas lo naturalizado que tenemos diversas expresiones de violencia política estatal como, por ejemplo, el toque de queda y los patrullajes militares (que han demostrado su inutilidad como medidas sanitarias), o el uso de armamento de guerra para reprimir legítimas protestas sociales. Cada naturalización es, en el fondo, un avance para ellos, la clase social dominante que busca construir un Estado Policial para resguardar sus privilegios. Cada cuestionamiento a esas escenas que se nos han hecho cotidianas -como ver un tanque frente a un jardín infantil- es un gesto que nos puede permitir la sana crítica y, desde ahí, el imaginar otro futuro posible donde esas formas de violencia sean inaceptables.
A fin de cuentas, recogiendo la predicción del mismísimo FMI, no vamos a esperar, como clase popular, hasta el verano del 2022 para retomar masivamente la construcción de un nuevo Chile, ¿cierto?
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