por El Mostrador 22 abril, 2022
Hace pocos días fue dictada la segunda sentencia condenatoria por uno de los muchos incendios intencionales a estaciones del Metro durante el denominado “estallido social”, en octubre de 2019; en específico, el de la estación San Pablo de la Línea 1 del Metro de Santiago. Anteriormente, se condenó a un menor de edad por el incendio de la estación Pedrero.
Si se revisa la sentencia de la reciente condena, la fragua argumental se enfoca más en un delito individual y no en lo que parece ser un problema de fondo no resuelto ni aclarado: por qué tantas estaciones de Metro fueron simultáneamente atacadas, cuál es la hipótesis más plausible sobre los responsables y su eventual concierto para cometer los delitos, y cuál era el nivel de seguridad real de los bienes públicos destruidos.
La sentencia, leída de cabo a rabo, deja en general más dudas que certezas, y tiene un decibel de rito oficiatorio para indicar que “algo se está haciendo”, aunque lo producido, a dos años y medio de ocurridos los hechos, revela una enorme ineficiencia en las investigaciones. De hecho, esta condena descansa en videos grabados por particulares.
Quien visite la estación San Pablo del Metro, o cualquiera de aquellas severamente dañadas por el fuego, podrá advertir de inmediato al menos dos cosas. La primera, que resulta poco convincente sostener que bastó que alguien arrojara una bolsa de lona llena de peluches impregnados en bencina, como la sentencia señala que hizo Daniel Bustos Trabol, condenado a 12 años por el hecho. La segunda, que la dimensión del daño en espacios de ese tamaño, indica que deben haber existido condiciones estructurales coadyuvantes para permitir que ello ocurriera.
A partir de ahí, resulta inevitable plantearse dos preguntas, que –hasta ahora– ninguna autoridad ha respondido. La primera es sobre la simultaneidad de los hechos, pues surge la duda sobre si tal simultaneidad, que en verdad resulta extraña y alarmante, pudiera obedecer a una acción colectiva premeditada, de personas suficientemente bien informadas de la eventual fragilidad de la infraestructura que se proponía dañar. La segunda, que de ser lo anterior plausible, tal debilidad de la infraestructura debiera ponerse en foco, y ser descartada solo luego de una acuciosa investigación sobre la mantención y cuidados de ella, especialmente en lo referente a la aplicación de materiales intumescentes (que detienen o retardan la acción del fuego), además de una auditoría de las licitaciones de mantenimiento hechas por Metro S.A., y un estudio pormenorizado de los sistemas de acopio de materiales y resguardos de funciones críticas en ese medio de transporte.
Hasta donde se tiene conocimiento, nada de lo dicho se ha hecho, al menos no de manera sistemática, y no existen explicaciones satisfactorias de las autoridades, y las dudas de la ciudadanía persisten. Lo que da lugar al desarrollo de rumores y teorías conspirativas, afirmadas incluso, la mayoría de ellas, en la desorientación de las propias autoridades y sus declaraciones ambiguas al respecto.
Es evidente que no resulta fácil, menos para un Gobierno que recién se entera de lo público, entregar explicaciones satisfactorias. Sobre todo, dadas las circunstancias del país derivadas del estallido social del 2019 y del impacto de la pandemia sanitaria. Poca policía, poca investigación, mucho trabajo telemático, poca información. Así, la ciudadanía afectada por el colapso del sistema de transporte público y un costo de reposición cercano a los 300 millones de dólares, sigue en la incertidumbre.
El problema más significativo supera lo puramente económico y dice relación con el impacto mayor que los hechos relatados tienen a nivel de institucionalidades de seguridad del país, donde incluso se especuló con intervención extranjera.
En el caso de San Pablo, el autor aparece sin cómplices, pues las grabaciones no lograron captar imágenes claras de terceras personas. A su vez, el curso del procedimiento legal se orientó en otra dirección y nunca incursionó en la brecha de antecedentes técnicos entre el foco del incendio y las características que asumió al desbocarse, incluida la temperatura; así como tampoco en el porqué de los desprendimientos de materiales incandescentes desde el techo del edificio hasta el tren estacionado en la línea y que resultó quemado.
Según el catastro oficial, el Ministerio Público investiga más de 20 casos, con siete estaciones completamente incendiadas, y no se sabe si existen datos sobre la carga de combustión suficiente para quemar las instalaciones del Metro, que se supone tienen condiciones suficientes de incombustibilidad. En Chile, por norma legal, existe la obligación de aplicar, en fierros y cementos de este tipo de construcciones, capas de barnices y pinturas intumescentes, que se agregan a la materialidad propia, siempre de alta condición de incombustibilidad.
Las frases características cuando estos hechos se producen son siempre estas: “La justicia tiene que operar. Nosotros presentamos las acciones y estamos empujando para que avancen las investigaciones. Vamos a pedir las sanciones más altas para que estos delincuentes respondan por sus hechos”. Pero en el subdesarrollo exitoso pocas veces se sabe quién es responsable. En la estación San Pablo del Metro, el condenado arrojó una bolsa de lona llena de peluches con una sustancia inflamable y, según dice la sentencia “no pudo sino representarse el incendio que se podía crear”.
Pero hay un tema de magnitud que no termina de cuadrar entre el acto del condenado y el daño provocado. Que no sirve para explicarle a la ciudadanía por qué los violentistas tuvieron la intuición de intentar acciones incendiarias simultáneamente y en muchas partes, e intuir (¿o saber?) al mismo tiempo la magnitud de la carga de fuego necesaria para que su acción criminal resultara exitosa. Para eso se requiere Inteligencia, y al parecer no hay. Por eso nadie dice nada.
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