La nueva Constitución instalará la unidad del país en el reconocimiento de la igualdad y la diversidad de las naciones, culturas, identidades y estilos de vida que nos conforman. De este modo colaborará en generar una sociedad equitativa y pluralista. Es justamente en este sentido que podrá llamarse con toda propiedad “la Constitución de la dignidad”.
Como nos enseñó Jean Paul Sartre, la libertad sólo existe en situación. En un país sin montañas el montañismo no es una posibilidad que esté disponible para sus habitantes. No cabe duda de que la situación depende de las condiciones medioambientales, pero, sobre todo, es el resultado del modo en que se organiza la vida social.
Las instituciones, las tradiciones, las costumbres, el lenguaje, las formas culturales condicionan la situación y, por ende, el ejercicio de la libertad. Entre todas esas determinaciones, las constituciones y las leyes son de importancia capital. Somos libres en función de las reglas que delimitan nuestro comportamiento social. Pero también somos libres de decidir conjuntamente esas reglas. Eso se llama soberanía popular. Y está en el origen de los procesos constituyentes verdaderamente democráticos.
Hoy estamos muy cerca de concluir un proceso constituyente inédito en la historia del país. Por primera vez, desde que existe la República de Chile, representantes de la ciudadanía, elegidos por votación universal, han asumido la tarea de elaborar una constitución plenamente democrática en su origen y contenido. Una Constitución que recoge la diversidad de naciones, culturas, géneros, estilos de vida y muchos de los proyectos políticos que existen en el país, asumiendo, al mismo tiempo, la unidad de propósito de la sociedad chilena y su Estado unitario.
Una Constitución Política generada en democracia, con paridad de género, con participación de los movimientos sociales y con la presencia de los pueblos indígenas en escaños reservados. Una Constitución elaborada por convencionales de todos los sectores políticos y sociales que buscaron ser representados en un organismo al que un acuerdo político transversal asignó la tarea de elaborar la nueva Carta Fundamental, a través de acuerdos supramayoritarios de por lo menos dos tercios de lo(a)s constituyentes. Una Constitución en cuya elaboración participó incluso un porcentaje significativo de personas que rechazó el proceso constituyente en el plebiscito de entrada, no obstante, se sumó luego al equipo encargado de elaborarla, presentando, rechazando y aprobando proposiciones de norma tanto en las comisiones como en el pleno de la Convención.
Así, cuando a fines de junio o comienzos de julio de 2022, la presidenta de la Convención entregue al Presidente de la República el nuevo texto constitucional, se estará concluyendo con una tarea de Estado. La propuesta constitucional será la expresión de la soberanía popular y pondrá de manifiesto los acuerdos a los que llegó una amplia mayoría de representantes. De cualquier manera, la legitimidad del proceso requerirá de un último paso: un plebiscito ratificatorio en el que la ciudadanía aprobará o rechazará por mayoría absoluta y voto obligatorio la propuesta de la Convención. Este plebiscito se realizará el 4 de septiembre de 2022, una fecha simbólica en la historia política del país.
Resulta difícil imaginar que quienes han participado en el proceso constituyente a través de representantes en la Convención llamen a rechazar el resultado de un proceso que fue aprobado por el 78,28 % de lo(a)s los electore(a)s y acordado por más de dos tercios de lo(a)s convencionales. Una situación como esa no debería ocurrir si el nuevo texto constitucional ofrece al país una institucionalidad plenamente democrática, en la que todos los sectores políticos puedan competir en condiciones igualitarias por la representación política, y en dónde la ciudadanía pueda asumir estatus iguales tanto en las decisiones políticas como en el ejercicio de sus derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales.
Pero la legitimidad de origen y el contenido manifiestamente democrático del texto constitucional que se está elaborando no son las únicas razones para aprobarlo. Una razón adicional es la capacidad de las instituciones propuestas para responder a las demandas de la ciudadanía, la que a partir del 18 de octubre de 2019 se propuso sustituir la sociedad del honor y los privilegios, que hegemonizó la historia de nuestro país, por una sociedad plenamente democrática, construida en el respeto por la igual dignidad de todo(a)s sus ciudadano(a)s.
Efectivamente, “dignidad” fue una de las expresiones más repetidas en la protesta ciudadana de 2019. “Hasta que la dignidad se haga costumbre”, decían muchos de los carteles y rayados que se acumularon en los muros del país. La “santísima dignidad” -una imagen creada por la artista Paloma Rodríguez como contribución al movimiento- es la figura de una mujer joven que amamanta amorosamente a su hijo mientras luce un pañuelo verde. De igual manera, el más emblemático lugar de encuentro en la ciudad de Santiago -la Plaza Italia- fue rebautizado por la ciudadanía como Plaza Dignidad.
La dignidad fue el motivo fundamental y la orientación principal de la movilización política que generó el proceso constituyente, determinó la composición de la Convención Constitucional y orientó los grandes acuerdos en la construcción del nuevo texto constitucional. La dignidad concebida como la condición de existencia de las mujeres y los hombres libres y, también, como manifestación de una sociedad justa. El concepto de dignidad asumió, en sus distintas expresiones, la idea de unidad en la diversidad, tan importante en el texto constitucional que se está construyendo. Por eso, su primer artículo dice que Chile “reconoce como valores intrínsecos e irrenunciables la dignidad, la libertad, la igualdad sustantiva de los seres humanos y su relación indisoluble con la naturaleza”.
El proyecto político ciudadano que puso en el centro la idea de dignidad, se manifestó en múltiples demandas al sistema político. La mayor parte de ellas puede agruparse en dos grandes categorías: demandas por equidad, esto es, por redistribución de los bienes económicos, y demandas por pluralismo, esto es, por el reconocimiento y validación de las múltiples identidades y formas de vida que existen en el país, sin sesgos de género, nacionalidad, cultura o estilo de vida.
Se trata de demandas que sintetizan muy bien las dos concepciones de justicia social que han dado forma a las luchas y progresos políticos de las sociedades democráticas modernas. La primera de ellas identifica el ideal de justicia social con la eliminación de las desigualdades socioeconómicas. Se trata de una interpretación que busca la distribución equitativa de los bienes disponibles, de forma tal que ayuden a garantizar el ejercicio de la libertad personal en la realización de un proyecto de vida propio. La segunda idea de justicia social, en cambio, se propone un objetivo normativo diferente: la prevención de la humillación o el menosprecio. Con esta finalidad, promueve las prácticas de reconocimiento y respeto recíprocos entre las personas, comunidades y grupos. Por supuesto, ambos ideales pueden formar parte del mismo proyecto.
No cabe duda que la constitución que elabora la Convención Constitucional se ha hecho cargo de las demandas planteadas. Pero en esta tarea se ha encontrado con un problema característico de las sociedades democráticas modernas: el conflicto que puede producirse entre el reconocimiento de la igualdad y el reconocimiento de la diferencia en medio de un proyecto de construcción colectiva de la dignidad de las personas. En algunas ocasiones el reconocimiento de los mismos derechos a personas diferentes puede implicar la igualación de estatus entre las mismas. Es el caso del reconocimiento del derecho a voto a personas mayores de 18 años, sin distinciones de nivel educacional, género, cultura o nacionalidad. En otras ocasiones se trata de un recurso que genera discriminación. Es el caso de las candidaturas abiertas a cargos parlamentarios, sin distinciones de género o nacionalidad. En este último caso, tienden a ser elegidos parlamentarios los hombres no indígenas, debido a que la cultura hegemónica impregna sin que lo advierta el criterio de buena parte del electorado. Si no se reservan escaños para mujeres y pueblos indígenas estos obtendrán una exigua representación en las instituciones. El conflicto entre ambas formas de reconocimiento (de la igualdad y de la diferencia) ha sido parte de la discusión constituyente y ha involucrado también a mucho(a)s dirigentes políticos, académicos y de movimientos sociales. Ricardo Lagos, por ejemplo, ha manifestado su rechazo a la idea de plurinacionalidad, argumentando que en su origen Chile fue un país plurinacional (formado por varias naciones), no obstante “hace mucho tiempo que tenemos una bandera, un himno nacional… cuando juega la roja todos somos chilenos…”. En este sentido, Lagos está dispuesto a defender derechos iguales para quienes asuman la ciudadanía chilena, pero no a reconocer las diferencias nacionales que existen en el pueblo de Chile. Usando sus propias metáforas podemos preguntarnos ¿por qué habríamos de impedir que alguien que se identifica con la selección chilena de fútbol sea también hincha de un equipo regional y, además, juegue en un equipo comunal y en las pichangas que se organizan en su barrio?
Otros, como Cristián Warnken y Mario Waissbluth (de los “Amarillos por Chile”), han expresado su molestia con la idea de autonomías regionales y comunales. No les gusta que existan formas de gobierno a nivel local (regional o comunal) que puedan administrar presupuestos propios sin consultar al gobierno central. Han llegado a manifestar su ansiedad ante la posibilidad de que este sea el primer paso en un proceso de desmembramiento de la República que concluya en la división del Estado. La existencia de regiones autónomas dentro de un Estado unitario no parece formar parte de su imaginario político. Sin embargo, es la realidad de muchos países -entre otros España, el Reino Unido y los Estados Unidos- que tienen muchos años de existencia y cuya unidad política no se encuentra en crisis.
Otros tantos han planteado su preocupación ante la posibilidad de que existan sistemas especiales de justicia administrados por pueblos indígenas que incorporen su cosmovisión y cultura en el establecimiento de las leyes que los rigen. Olvidan, por supuesto, que hace mucho tiempo existe una justicia especial (con leyes y tribunales propios) para las Fuerzas Armadas chilenas. Y no consideran que esos sistemas especiales de justicia sólo decidirán en algunas materias -de alta relevancia para los pueblos o naciones involucrados- estando subordinados al ordenamiento general de la justicia del país por medio de un enfoque de respeto a los derechos humanos.
Los más escandalosos han hablado de “privilegios” después de evaluar la posibilidad de que los pueblos indígenas administren sus propios territorios. No ven el valor del reconocimiento constitucional de los derechos colectivos de las naciones en la organización de un país social y culturalmente complejo.
Ignacio Sánchez, rector de la Universidad Católica de Chile, ha planteado la posibilidad de votar rechazo en el plebiscito ratificatorio si la propuesta de Constitución reconoce el derecho de las personas embarazadas a interrumpir su proceso de gestación dentro de un período que todavía está por establecer. Es decir, Sánchez no está dispuesto a reconocer la misma validez jurídica a aquellas ideas de la vida buena (concepciones éticas) que difieran de la suya en materia de derechos sexuales y reproductivos. Sánchez plantea criterios fundamentalistas, esto es, busca imponer las creencias de su grupo de pertenencia religiosa a quienes no las comparten, a través del control de las instituciones políticas.
Las ideas fundamentalistas no son compatibles con la institucionalidad democrática. La Convención ha entendido esto y, por eso, además de reconocer a las personas embarazadas el derecho a decidir si continúan o interrumpen su embarazo, ha rechazado todos los intentos por penalizar el negacionismo e instalar una interpretación única de la historia, restringiendo la libertad de expresión. La diversidad validada por el nuevo texto constitucional es, también, diversidad epistémica, esto es, diversidad de ideas y diversidad de opinión. El reconocimiento de la multiplicidad identitaria y el respeto por la libertad de expresión y opinión van indisolublemente unidos. Y así lo ha entendido el pleno de la Convención.
El liberalismo ha apostado siempre por la existencia de un Estado neutral respecto de las posiciones valóricas de las comunidades y grupos que forman parte de la sociedad en la que opera. Obviamente, la neutralidad no puede ser absoluta. Si lo fuera, no podría sostener ni la democracia ni las libertades con las que se identifica. Existen mínimos jurídico-políticos que hacen viable la convivencia entre comunidades muy diferentes, manteniendo el pluralismo ético, estético y epistémico característico de la democracia liberal. Esos mínimos jurídico-políticos deben ser establecidos por la Constitución y las leyes de la República.
En lo que a su trabajo respecta, la Convención Constitucional ha actuado con un excelente criterio en la aprobación del futuro texto constitucional, intentando equilibrar el reconocimiento de las diferencias con el de la igualdad. Por ejemplo, en las instituciones legislativas, en donde existirá un Congreso de diputadas y diputados, con una integración paritaria desde el punto de vista del género y proporcional desde el punto de vista del número de electores, y una Cámara de las Regiones, de carácter paritario y plurinacional, con representación administrativa, no proporcional. Ambas instituciones legislativas tendrán competencias distintas, por lo que no operarán como cámaras espejo (lo que duplicaría la duración del proceso legislativo). Pero además adoptarán decisiones de relevancia para todo el país (reconocimiento de la igualdad) estando integradas por actores diferentes desde el punto de vista del género, la pertenencia territorial y las opciones políticas (reconocimiento de la diferencia). Las nuevas instituciones legislativas prometen ofrecer decisiones más rápidas y expertas -es decir, más eficientes- en sus respectivos ámbitos de competencia.
El texto constitucional aprobado dice expresamente: “Chile es un Estado Regional, plurinacional e intercultural conformado por entidades territoriales autónomas [reconocimiento de las diferencias], en un marco de equidad y solidaridad entre todas ellas, preservando la unidad e integridad del Estado [reconocimiento de la igualdad]. El Estado promoverá la cooperación, la integración armónica y el desarrollo adecuado y justo entre las diversas entidades territoriales [reconocimiento de la diferencia y la igualdad]”.
Hoy, un ciudadano comunitario (integrante de la Unión Europea) puede ser también español y miembro de la comunidad autónoma de Cataluña. Se trata de identidades diferentes, pero armonizables. Es verdad que, en ocasiones, las exigencias de una pertenencia identitaria pueden ocasionar problemas con otra. Pero eso no hace de principio imposible que una persona se identifique con ambas y pueda desempeñarse en forma congruente. Es más complejo aprender dos idiomas que uno, es cierto, pero el aprendizaje de un segundo idioma facilita la adquisición de un tercero, abriendo a quienes lo hacen las puertas de las diferentes perspectivas de mundo con las que interpretamos la realidad. Lo mismo vale para las culturas en general. Un país plurinacional y multicultural es más rico que un país homogéneo y asume mejor su historia cuando reconoce su pluralidad en las instituciones.
La Convención Constitucional ha dado también una importancia especial al reconocimiento de la igualdad, esto es, al reconocimiento de aquellos derechos que todo(a)s lo(a)s ciudadano(a)s compartimos. El texto constitucional aprobado dice: “La protección y garantía de los derechos humanos individuales y colectivos son el fundamento del Estado y orientan toda su actividad. Es deber del Estado generar las condiciones necesarias y proveer los bienes y servicios para asegurar el igual goce de los derechos y la integración de las personas en la vida política, económica, social y cultural para su pleno desarrollo”.
Es decir, es tarea del Estado generar bienestar social. Para lograrlo el Estado debe tener un rol activo en la facilitación de las condiciones necesarias para el desarrollo individual y social. El concepto de Estado subsidiario, implícito en la Constitución del 80, entregaba principalmente a los privados el cumplimiento de los derechos sociales, desligando al Estado de esa responsabilidad. El Estado social y democrático de derecho asume, en cambio, la tarea de garantizar a las personas el ejercicio de sus derechos.
Como dijo uno de los fundadores de la Antropología: todos los seres humanos son iguales a todos, distintos de todos y parecidos a algunos. Se puede ser igual a todos los chilenos en algunos aspectos, sólo a algunos en determinadas características y diferente de cualquiera en todo lo demás. Queremos ser aceptados, respetados y valorados por lo que tenemos en común con otro(a)s y por nuestras características individuales.
La nueva Constitución instalará la unidad del país en el reconocimiento de la igualdad y la diversidad de las naciones, culturas, identidades y estilos de vida que nos conforman. De este modo colaborará en generar una sociedad equitativa y pluralista. Es justamente en este sentido que la nueva Carta Fundamental podrá llamarse con toda propiedad “la Constitución de la dignidad”.
(Los autores agradecen la colaboración de Natalia Araya en esta columna)
Publicado: 24.04.2022
Militantes de Fuerza Común (Frente Amplio).
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