Un acuerdo nacional sobre seguridad
por Luis Felipe Abbott Matus 26 mayo, 2022
Recientemente, el Gobierno ha hecho pública su intención de impulsar un acuerdo transversal en contra de la violencia y para generar una agenda de seguridad pública comprensiva, que pueda responder a la sensación instalada en la opinión pública de que enfrentamos un incremento en la actividad criminal que exhibe niveles inéditos de agresividad, muchas veces consecuencia del uso extendido de armas de fuego.
Si bien la idea de que tales hechos constituyan realmente una situación nueva –y no sean más que una escalada en la percepción de inseguridad de la población o que efectivamente revista el carácter y extensión que se dice que presenta, lo que requeriría un examen más acabado y exigiría una vez más que la autoridad, a la hora de diseñar y poner en marcha una política pública cualquiera, lo haga con evidencia suficiente en mano–, la idea de un acuerdo amplio y con pretensión de sustentabilidad en el tiempo respecto de estas materias, constituye una verdadera oportunidad de revestir del carácter de política de Estado a una política criminal que, fruto del apetito electoral y el oportunismo, ha tenido de todo menos una mirada seria y de largo plazo y compromiso con un Estado social y democrático de derecho y con los derechos humanos que lo sustentan. Nuestra política criminal se ha construido más bien de forma cortoplacista, asistemática y profundamente contradictoria, recurriendo de modo generalizado al incremento de la respuesta punitiva y, con ello, a la violencia en distintas formas, antes que a la reducción de la conflictividad.
Es por todo lo anterior que el llamado y la invitación del Gobierno a sentarse a la mesa para acercar posiciones y construir este acuerdo nos obliga a examinar cuáles son, en definitiva, los contornos que tal acuerdo podría presentar, es decir, qué es aquello que se estaría poniendo sobre la mesa a la hora de conversar.
Así, las preguntas que surgen son, por ejemplo, si se evaluará profundizar el compromiso con una respuesta no punitiva y definitivamente socioeducativa e integradora para el caso de niños y adolescentes infractores. Cualquier otro modo de abordar este desafío es simple punitivismo vacío de contenido y garantía de destrucción social e incremento de la violencia. ¿Será que se apostará por el incremento de la ayuda que nuestro sistema educativo, primario, secundario, público, privado o semiprivado pide a gritos, y cuya falta nos está explotando en la cara ante los hechos de ruptura y violencia en tantas comunidades educativas de todo el territorio, con estudiantes enfrentados, docentes sobrepasados y padres y apoderados desconcertados e impotentes? ¿Será que realmente apostamos por una política de infancia donde niñas y niños sean visibilizados, no instrumentalizados y se responda a sus necesidades con una política pública cuya vocación sea (como no puede ser otro modo) el largo, muy largo plazo?
¿Habrá algo para nuestros jóvenes, para sus expectativas de desarrollo, que incluya inversión en infraestructura educativa, en capacitación, en promoción y protección del empleo, ya sea facilitando el acceso a los primeros trabajos como mejorando la empleabilidad y la calidad del mismo? ¿Es, a estas alturas, necesario insistir que mantener a niños y jóvenes en el sistema escolar y brindando perspectivas de trabajo que provoquen compromisos de largo plazo es el camino para mantenerlos lejos de estilos de vida de riesgo?
En esta mesa, ¿habrá espacio para la construcción de ciudades amables (o, al menos, siquiera “habitables”)? Ello debería considerar una más equitativa distribución no solo de servicios básicos (incluida la disponibilidad de, por ejemplo, oficinas de servicios públicos, educación, transporte, atención sanitaria, entre otros) sino también de servicios financieros, comercio, entretenimiento, cultura, esparcimiento, infraestructura deportiva y, por supuesto, áreas verdes.
Donde el Estado se ha replegado o está derechamente ausente, en el tejido urbano y social no queda un vacío; ese espacio es y será ocupado por la anomia, la desesperanza, y de ahí la violencia, la droga y el crimen organizado. Pero el retorno del Estado no debe ser en vehículos blindados y con poder de fuego. El retorno del Estado debe ser el del estado de bienestar, el de la inclusión, el reconocimiento y la reconstrucción de ese tejido social y urbano rasgado. Cualquier otra opción será puro punitivismo, vacío de contenido y con pobres ganancias garantizadas apenas en el cortísimo plazo inmediato.
La mesa a disponer, para sentarse a ella y discutir los términos de este acuerdo, ¿incluirá una oferta de cobertura sanitaria que vaya más allá de consultorios atestados, con personal colapsado y sin una oferta mínima asegurada para, por ejemplo, las acuciantes necesidades en materia de salud mental de nuestra población? ¿Cuánta violencia hay consecuencia de la frustración de no obtener respuesta adecuada a necesidades tan urgentes como aquellas que aquejan a tantas personas que no cuentan con atención psiquiátrica, psicológica, medicamentos y acompañamiento? ¿Cuánta de la agresividad que se percibe en nuestras calles resulta de la invisibilización de tal sufrimiento de muchas personas y de sus familias, familias que a veces son el único recurso al que pueden echar mano cuando todo les ha vuelto la espalda?
Esta mesa, ¿incluirá la evaluación de mejoras en el diseño de nuestro sistema de administración de justicia penal? Pero no de aquellas dirigidas a erosionar su –en el decir de algunos– “excesivo garantismo”, sino todo lo contrario, procurando que pueda responder eficaz y eficientemente, poniendo siempre y en todo momento por encima de los efectismos que le piden el respeto incondicional a las garantías del debido proceso y a los derechos de las personas. La incapacidad del sistema penal para responder adecuada y oportunamente a estas demandas de la ciudadanía representa un duro revés para un Estado moderno, si resulta incapaz de satisfacer un derecho humano tan básico como el de acceso a una justicia efectiva.
La lista de aspectos a tener presente para que un acuerdo nacional contra la violencia sea verdaderamente motivo de optimismo y esperanza es larga y no incluye entre ellos (solo) el reforzamiento de la persecución de las infracciones a la Ley de Control de Armas y Explosivos, ni se limita tampoco necesariamente al incremento de personal uniformado y armado en las calles, ni menos al aumento de sus facultades de control o la regulación y ampliación de las hipótesis donde puedan hacer uso de la fuerza de que están dotados. Más bien, un acuerdo así planteado exige que la intervención de tales fuerzas se vea adecuadamente reflejada en el incremento de la transparencia, el control y la rendición de cuentas, la legalidad y el respeto irrestricto a los derechos humanos. En caso contrario, el énfasis en su uso no es más que otra forma de violencia, en este caso, proveniente del Estado.
Cabría hacerse una última pregunta a modo de corolario: ¿incluirá este acuerdo una propuesta relativa a nuestro sistema penitenciario, a las condiciones de cumplimiento de penas privativas de libertad y al compromiso con el sentido resocializador que la sanción penal debe siempre traer consigo? Las paupérrimas condiciones de nuestras cárceles, la inexistencia de una jurisdicción especializada para la supervisión de la ejecución de penas, los limitados recursos con que cuentan los programas dirigidos a la rehabilitación y la puesta progresiva en libertad de los internos, los prácticamente nulos medios de que se dispone para el acompañamiento y aseguramiento de la efectiva reinserción de un exrecluso, constituyen una pesada deuda para un Estado preocupado de su seguridad. La seguridad se construye precisamente y antes que nada ahí, en la cárcel. La palabra reincidencia es una pieza clave de cualquier discurso de seguridad pública responsable y sustentable en el tiempo. Todo lo demás, sería, de nuevo y trágicamente, punitivismo vacío de contenido.
La expresión “política de Estado” ha sido utilizada antes, eso sí, en contextos más glamorosos: las relaciones internacionales, la defensa de los intereses nacionales frente a demandas que afectan nuestra integridad territorial, por ejemplo. Vendría a ser momento de que la política criminal –política pública dirigida a responder a la obligación del Estado de satisfacer el derecho de la población a vivir segura y sin temor– sea, de verdad, una política de Estado, trascendente y no contingente. Pero, para que lo sea de verdad, la mesa deberá estar debidamente dispuesta.
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