Los hechos de violencia en contextos escolares han cobrado relevancia pública a través de medios de comunicación y redes sociales. Algunos decimos que hoy se relevan conductas que estaban normalizadas e invisibilizadas, otros la atribuyen a la falta de socialización como consecuencia de la pandemia mientras que los más duros afirman que es causada por falta de disciplina y mano blanda.
La situación es compleja, pero lo positivo de lo que está sucediendo es que se ha puesto foco en la convivencia escolar, y la política pública la ha posicionado como un desafío de las comunidades escolares en complemento del rendimiento en pruebas estandarizadas. El Ministro de Educación ha señalado que la aplicación el 2022 del SIMCE no es pertinente y, junto a la Agencia de Calidad de la Educación, han solicitado al Consejo de Educación suspender su aplicación.
Finalmente volvemos a centrar los objetivos educacionales en el desarrollo de niñas, niños y jóvenes y no sólo en el aprendizaje de contenidos. Está comprobado en Chile y el mundo que una buena convivencia mejora el aprendizaje, disminuye el ausentismo, reduce los episodios de violencia y, como consecuencia de todo ello, aumenta el bienestar de estudiantes y trabajadores y trabajadoras de la educación.
La política de convivencia debe hacerse cargo de los conflictos dentro de las comunidades escolares. No podemos seguir negando los conflictos y pensar que la buena convivencia se logra a través de actividades de esparcimiento y/o aplicación de medidas punitivas. Negar los conflictos deteriora la convivencia y fomenta hechos de violencia que pueden ir desde el matonaje (bullying) hasta el uso de la fuerza y en casos extremos a actos delictivos.
Los resultados de estudios realizados por Fundación Semilla confirmados con nuestro trabajo en establecimientos educacionales, muestran que los principales conflictos en contextos escolares tienen su origen en género y/o sus estereotipos, falta de participación, brechas generacionales y/o prejuicios con minorías; como, por ejemplo: personas migrantes, de pueblos originarios, con discapacidad, defecto físico o minorías sexuales. Todos estos casos tienen en común una cultura que se uniformiza desde una posición de poder o siguiendo la tradición, en contraposición a una cultura que reconoce y valora la diversidad.
Todas las personas somos diferentes y ninguna relación sea interpersonal o institucional está libre de conflictos. Nadie es poseedor de la verdad e intentar imponerla siempre agravará el conflicto con consecuencias insospechadas.
Es importante que cada comunidad adopte su propia estrategia de convivencia, de acuerdo con su propia realidad, acompañado de un proceso formativo que les permita tomar conciencia de sus propias limitaciones y prejuicios, para luego resignificar el aula y la institucionalidad.
Cuestionemos la profecía autocumplida que señala que un cambio significativo en educación requiere de más de una generación, pues proviene de quienes se encuentran en su zona de confort y tienen miedo al cambio. Reconocer y valorar la diversidad como objetivo educacional es un cambio de paradigma y para lograrlo se requiere de voluntad, valentía y el reconocimiento de que la convivencia es hacerse cargo de los conflictos en contextos escolares.
Marcelo Trivelli
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