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lunes, 13 de marzo de 2023

Pablo Aravena: «Pienso que si salimos de esto será más por una falla interna del sistema que por la acción racional concertada»

    

La crisis sistémica chilena se ha instalado y sellado para colocar a la política en un trance. Un interregno de larga data que se extiende desde los años de la tardía transición que ni la revuelta popular ha podido alterar. Tras el estallido, con decenas de muertos, centenares de mutilades, millares de detenciones y una masiva destrucción de bienes, la polvareda decanta en un ambiente pesado y somnoliento. De la crisis sistémica a la crisis existencial de un país atado y amordazado que ha perdido su rumbo y sus expectativas.

No es una marca local especial. La tragedia chilena es una fracción más de la crisis civilizatoria que se ha lastrado sobre los grandes relatos de la modernidad respecto al futuro como dirección y evolución política. Desastre ambiental, calentamiento global, fin de la razón política sobre la idea de un progreso y un mejor futuro, desigualdad, concentración de las riquezas, cambios en los viejos paradigmas geopolíticas. ¿Hay más? Fascismos del siglo XXI, la presencia recargada del apocalipsis nuclear y el fantasma de una tercera guerra mundial. Nuestra noción de futuro no es la que alguna vez soñamos. El futuro, una pesadilla.

Estas son también algunas de las preocupaciones de Pablo Aravena Núñez, director del Instituto de Historia y Ciencias Sociales de la Universidad de Valparaíso. Profesor de Teoría de la Historia en la misma universidad, doctor en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Chile. Recientemente ha publicado Pasado sin futuro (Escaparate, 2019) y La destrucción de Valparaíso (Inubicalistas, 2020)

El Clarín: En un artículo suyo titulado Nostalgia del futuro escribe sobre el momento actual que vivimos como  humanidad. Fin de la narrativa de la modernidad basada en el progreso de la mano de la razón e incluso de las utopías. Basta un registro simple para confirmar tu explicación: desastre ambiental irreversible, una muy probable nueva extinción masiva y el fin de los grandes relatos políticos. ¿Puede ampliar sus ideas y de los autores que cita antes de focalizarnos en el caso regional, nacional y local?

Pablo Aravena: El fin de los grandes relatos, o metarrelatos (utopías o relatos salvíficos de la humanidad en cualquier variante política), y la crisis de la idea de progreso histórico es un planteamiento que data al menos de fines de la década del setenta, con Jean-François Lyotard como mayor exponente de esta, específicamente el diagnóstico sobre el saber y la cultura que tituló La condición posmoderna, ideas que sobre las que vuelve de manera más rotunda aún en un libro posterior titulado La posmodernidad explicada a los niños. No obstante, podemos encontrar antecedentes más tempranos, en su momento marginales, como el Nietzsche de las Segundas consideraciones intempestivas (1874) o el Benjamin de las Tesis de filosofía de la historia (1940). También, a mi juicio, Heidegger en sus reflexiones sobre la técnica y la entrevista publicada póstumamente en 1976 (por mandato suyo) en la revista Del Spiegel, nos entrega una interpretación devastadora de lo que viene, pero que no tuvo el impacto y trascendencia que debió tener probablemente por el desprestigio público que tuvo dado su vinculación con el nacionalsocialismo.

Estas tesis comienzan a hacer eco en ciertas capas ilustradas o con militancias activas con la caída del muro de Berlín y luego la Unión Soviética, es decir desde inicios de los noventa. Habrá que recordar que esa década se inicia con un artículo difundido de manera sospechosamente espectacular por todo el mundo: “¿El fin de la historia?” del intelectual norteamericano Francis Fukuyama, en Chile difundido tempranamente por la revista del CEP Estudios Públicos en su edición N°37 del verano de 1990. La idea allí era que si la historia consistía en el lucha entre dos proyectos de sociedad, ya no la había pues era evidente la superioridad del liberal-capitalismo. El texto originalmente es de 1988… y el 89 se derriba el muro y el 91 la implosión de la URSS.

Entonces tenemos que desde los noventa estas ideas comienzan a hacer época, es decir, a ser consideradas como verosímiles e integradas por la gente y no solo discusiones entre intelectuales. Por el mismo tiempo comienza ya de manera masiva la evidencia del desastre ecológico derivado del crecimiento industrial y de la explotación sin límites de la naturaleza. La ecología comienza a ser incorporada como pieza ideológica incluso de reemplazo de las habituales de la izquierda (la lucha de clases por ejemplo), pero la ecología -al menos en un nivel poco elaborado- funciona de otra manera: no con la idea de futuro sino contra ella, es decir con un cierto conservadurismo formal, un “detente humanidad que ya has hecho bastante…” La idea de que será la propia ciencia y técnica la que nos sacará de esto, siendo planteable, no está presente por ninguna parte.

 

Pablo Aravena

EC.- La escena chilena. No sólo efectos ambientales desastrosos, también un modelo político institucional en crisis. Me atrevo a plantear que Chile vive una crisis existencial en cuanto su base económica extractiva y financiera se apoya, para aplastar y asfixiar, desde el territorio, sus recursos y a la mayoría de la población. El cisma entre las elites y los trabajadores consumidores es evidente y estridente.  Cómo se ensambla, si es que se puede, la evaporación de la narrativa de la modernidad en un país que no sólo parece haber perdido la fe en el mejor futuro prometido por la política. En realidad, Chile nunca alcanzó ninguna promesa futura. El país hoy parece despertar, y con bastante rabia, desolación y decepción de las falsas ilusiones modeladas por los políticos.

P.A.: Yo me encuentro pensando en estas cosas, no tengo una respuesta clara, pero a modo de encuadre dos citas (un tanto desiguales, por cierto): “Hay una frase feroz de Fernando Enrique Cardoso, todavía como sociólogo, antes de que fuera presidente, que dice: el riesgo de los países de América Latina es que si no logran asociarse a la revolución contemporánea –la llama así, pero está hablando de la globalización, los mercados, la competitividad– es que van a perder incluso interés como objeto de explotación”. José Joaquín Brunner, en Chile. Los héroes están fatigados, Marco Enríquez-Ominami, 2002 (Documental). Creo que a una primera lectura esta declaración resulta repugnante no solo para una persona de izquierda, sino que para cualquiera de nosotros formados en la moral cristiana. Pero el problema mayor viene después… cuando uno piensa geopolíticamente, económicamente, es decir en el tamaño de nuestro mercado, en nuestro modelo económico, en el lugar del planeta en que nos encontramos y en esas estructuras profundas que lleva nuestro país desde la colonia (esa subalternidad asociada a la hacienda sobre la que se montó la pauta cultural del neoliberalismo), entonces uno se pregunta si Brunner no tiene algo de razón. En el momento en que uno asume que es posible la pregunta ha abandonado la utopía para enfrentarse a al menos tres opciones: la absoluta entrega y desazón, la negación para aferrarse a discursos antiguos y sentirse “bueno”, o el comenzar a pensar políticamente (lo que creo que sería durísimo, con unos diagnósticos y medidas tan insoportables como la declaración de Brunner, una verdad con la que nadie podría hacer gobierno, necesariamente se tendría que acudir a lo que Koyré llamó “la función política de la mentira moderna”). Y me atrevería a formular una cuarta: la política de las medidas populistas sin revisión ni generación de sus condiciones de posibilidad, que creo la más peligrosa, porque lo peligroso no es la promesa no cumplida, sino la cumplida sin condiciones de posibilidad para su efectiva realización.

La segunda cita, referida a la última parte de su pregunta, es la del filósofo chileno Sergio Rojas en un reciente libro titulado ¿Qué hacer con la memoria de “octubre”? (Inubicalistas, 2023): “El origen del 18-O no fue la esperanzada convicción de que ‘algo distinto es posible’, sino la desesperada experiencia de un modo de vida que se ha tornado imposible”. Lo que me da a pensar esto es que lo que llamamos “estallido” fue una revuelta social en una época en la que ya no estaba disponible la idea de futuro, la mayor parte de las manifestaciones de la calle se referían a lo que no se quería más, un tirar del “freno de emergencia”. En ese sentido yo agregaría -de un modo paradógico, quizá- que es un “acontecimiento del futuro”, en el sentido  de que nos resulta aún en gran medida indescifrable, pues podemos enumerar la lista de abusos e injusticias a su base, pero eso no equivale a comprender el acontecimiento, creo que se ha tendido a ver en él el reflejo de distintos intereses más que lo que realmente podría ser. Quizá la excepción a esto -hasta donde yo conozco- puede ser la lectura que ha hecho Katya Araujo -en diversos trabajos previos de varios años- en dirección de una indagación de la subjetividad neoliberal que sufre y goza al mismo tiempo el neoliberalismo.

EC.- Perdemos la noción de futuro para permanecer en un insoportable presente. Las salidas a este encierro han sido trágicas durante el siglo XX, las que nuevamente conspiran. Los fascismos y la  irracionalidad en política están de regreso un siglo más tarde con ciertos agravantes que es la carencia de un contrapunto. Derrumbada la noción del progreso de la historia no hay revolución que nos coloque en esa dirección. Estamos paralizados y desorientados en un laberinto sin señales ni salida aparente. ¿Ante el avance de los fascismos pueden todavía hacer algo las democracias liberales?

P.A.: El filósofo español Manuel Cruz ha hablado de la democracia como la última utopía en un reciente libro (Democracia. La última utopía, Espasa, 2022), en donde repasa diversas formas en que la democracia se encuentra hoy en riesgo, destacando uno en particular: la desaparición de las formas mínimas de racionalidad para dar forma a un espacio deliberativo. Esa desaparición -y esto ya está en diversos autores y autoras- tiene que ver tanto con la sustracción de las condiciones mínimas de seguridad social propendientes a la igualdad, como al efecto desestructurantes del pensamiento que han tenido las nuevas tecnologías, las redes sociales, nuestra dependencia de los dispositivos, la aceleración de la vida, etc. O si hay ahí pensamiento, no es uno que se lleve bien con la democracia. ¿Con el fascismo? Es probable, si es que por fascismo ya no sólo entendemos los fascismos históricos del siglo XX, sino un fascismo “de baja intensidad”, aquel acerca del que nos advirtió Pasolini en los setenta ligado a la sociedad de consumo que, dicho simplificando al máximo, se basa en el principio de gratificación inmediata, lo que va acortando nuestra capacidad para enfrentar las dosis de “negatividad” que siempre supone la relación con lo otro. Y se descubre aquí un principio compartido, pues ¿no era el aniquilamiento físico de los otros lo que buscó el nazismo? A mi me parece que algunas manifestaciones de lo que hoy llamamos cancelación están ligadas a lo que anunció Pasolini. ¿Qué puede hacer la democracia liberal frente a esto? No lo sé. Por nuestra “voluntad organizada”, tal como estamos acostumbrados a representarnos el cambio, no veo como. Tiendo cada vez más a pensar que si salimos de esto será más por una falla interna del sistema que por la acción racional concertada. Se trata, como verá, de un “optimismo débil” que se parece más a la inesperada entrada del mesías que a la revolución o la reforma política.

EC.- ¿Qué pasa en el sur global y en la región latinoamericana? De cierta manera, nuestro drama es doble. Perdimos la fe en el futuro y en las promesas de progreso de los gobernantes, como si la historia hubiese dado un rodeo por la región. Por otra parte, tenemos bastantes dudas sobre nuestra condición de “modernos”. ¿Cree que esta condición, que sin duda nos diferencia de Occidente y otras regiones, nos puede dar una oportunidad?

P.A.: Su pregunta me hace recordar el pensamiento de José Carlos Mariátegui y heterodoxia marxista, su distanciamiento de la idea universal/general de revolución de la Komintern para, en cambio, asumir las condiciones histórico-locales del Perú y apostar por la idea de comunidad indígena y el mito del Inca. La pregunta que me hago, a cien años de sus trabajos (cien años que han traído cambios que antes se dieron en trescientos o más), es ¿se podría hoy seguir fundando una alternativa es esas estructuras históricas que señaló Mariátegui? ¿Están ahí todavía? Pero hay otro problema, al que se enfrentó antes Bolívar, el de la heterogeneidad de lo que cómodamente llamamos Latinoamérica. Una pieza maestra del pensamiento político de habla hispana, como su “Carta de Jamaica” (1815), es precisamente la revisión de esa heterogeneidad para el planeamiento político. Yo tengo la impresión de que ya no tenemos lo que descubrió Mariátegui para fundar una “otra” revolución, pero por otra parte la heterogeneidad -permaneciendo culturalmente- quizá ya no lo es tanto en otras dimensiones, no solo entre las distintas regiones de Latinoamérica, sino entre todas las periferias del capitalismo. No sé si esto equivalga a pensar en la unión de estas periferias, más bien pienso en lo siguiente: la migración ¿no tiene acaso un flujo y dirección definido y dominante’ y, ¿qué grado de “incorporación” pueden desarrollar esos centros a los que se emigra? Creo que la migración guarda una potencia, y dramatismo, tan grande como la del cambio climático.

Por Paul Walder

 

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