por Jorge Costadoat 12 abril, 2023
Viene al caso recordar en estas circunstancias a Matapacos, al perro Matapacos. Hoy el país solidariza con Carabineros. Son ya demasiados los asesinados y heridos.
Conviene hacer primero una distinción. No son los mismos los delincuentes que matan policías que las personas que se enfrentaron con los guardianes del orden público con ocasión de la revuelta social del 18-O. En este caso hubo personas inocentes que se defendían legítimamente de los uniformados. Se trataba de batallas con caídos de lado y lado. Hubo también gente que provocó derechamente y agredió a la fuerza pública. Algunos lo hicieron porque estaban convencidos de la bondad de la violencia como instrumento político y otros por puro divertimento. Se dio el caso, en fin, de bandidos que se aprovecharon de las circunstancias, que crearon caos, que destruyeron y saquearon. Por entonces, unos policías fueron víctimas del ejercicio de su profesión. Otros, en cambio, violaron los derechos humanos.
Matapacos es el ícono del odio. Matapacos se hizo famoso por corretear los carros lanzagua, sumirse en el humo de las lacrimógenas y atacar a carabineros durante los días de las movilizaciones estudiantiles del año 2011 azuzado por manifestantes y, después, su imagen resurgió en las protestas que siguieron al estallido social. Lo conocí. Lo vi dando vueltas por la Alameda con su pañuelo rojo al cuello. Pero Matapacos no fue la única expresión de odio contra la policía. Fui testigo del siguiente episodio. Por la misma avenida iba un padre con su hijo de unos diez años de la mano. Al ver el papá a un grupo de carabineros en la vía de enfrente, dijo al niño: “Sácales la madre”. Otro ejemplo: en una de las murallas del barrio alguien escribió “mata tu paco interior”.
El odio es un sentimiento explicable. Como las demás emociones, no se puede evitar. Puede incluso constituir una enfermedad crónica. Pero, si tuviera cura, sería necesario sanarlo porque hace mal adentro de las personas y daña a las de afuera. Cuando no tiene sanación es imposible hacer nada, salvo cuando induce a daños notables en una sociedad. La ley no puede extirparlo. Pero, así como en algunos casos la ley lo considera una atenuante en la aplicación de una sanción penal, en otros debe castigarlo sin más.
Esto, sin embargo, no basta.
Nuestra sociedad se ha acostumbrado a faltarles el respeto a las instituciones y sus autoridades. Los medios a veces dan demasiada cámara a personajes virulentos que desprestigian a los parlamentarios. ¿No debieran los mismos afectados reaccionar con vigor en defensa de su investidura?
Así no podemos seguir.
La sociedad en su conjunto, en vez de reaccionar de un modo iracundo contra la delincuencia organizada, en vez de culpar a los inmigrantes porque parece que un extranjero disparó en la cara a un carabinero, debe actuar fría y racionalmente, con determinación pero sin perder la cabeza. Una sociedad civilizada genera recursos racionales para contrarrestar la violencia. La ley autoriza al Estado a ejercer la fuerza contra la fuerza. La misma ley controla su uso indiscriminado.
¿Qué más? La educación tiene una oportunidad única precisamente hoy para educar los sentimientos. ¿O no se educan? Los padres, madres y apoderados han de modelar el corazón de sus hijos(as) con sus propios mejores sentimientos. Es posible enseñarles a distinguir sus emociones de sus pensamientos. Las reglas de conducta con las demás personas son fundamentales.
Lo mismo la escuela. Los(as) profesores(as) son decisivos(as) en educar a relacionarse con los(as) compañeros(as) de curso. Una sociedad cautiva de malos sentimientos sucumbe. No sucumbe aquella en que los servidores públicos y las instituciones se respetan y se hacen respetar.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario