En Chile estamos enfrentados a TRES PROCESOS CONSTITUCIONALES: la Constitución del 80 (vigente); la decapitada el 4 de septiembre y ahora la acordada por el Congreso, que va en curso de montaje.
Lo estimable es que la primera Constitución se puso al servicio de la dictadura con un sesgo autoritario y oligárquico-plutocrático, radical y brutal. La segunda propuesta, elaborada a partir del estallido social y el acuerdo del 15 de noviembre de 2019, representaba una voluntad de cambio estructural sustancial, pero que no trasgredía ningún principio democrático, sino, por el contrario, expresaba un moderado espíritu de modernización del Estado, de integración social y territorial que, en muchas partes del mundo, los especialistas calificados desde las academias, calificaron de ejemplar, audaz y moderna.
Este último intento, que es la propuesta del acuerdo Parlamentario y de los partidos dominantes en el poder del Estado, viene a plantear un curso propicio para ratificar la Constitución del 80 y confirmar las posturas sociales más retrógradas y militantes de una ideología neoliberal.
Si uno pregunta a la gente respecto a la Constitución, algunos dirán que la Constitución es importante, otros que es algo lejana a sus problemas, y muchos espetarán que no les interesa. De hecho, el 55% de la población se abstuvo de votar, cuando el voto era voluntario, y ahora, que el voto es obligatorio, más de 3 millones de personas no concurrió a las urnas., es decir más del 20% del electorado.
Quienes son conservadores, por tanto de un espíritu crítico bastante escuálido, se plantean que la Constitución es fundamental, pues es la ley que autoriza todas las otras leyes de convivencia en una comunidad.
Para quienes la Constitución y los temas jurídicos les son desconocidos o distantes, dirán que “parece que es importante”, pero no sabrían explicar por qué.
Para los críticos del estado actual de cosas, les parece que el concepto de imponer un aparato jurídico en un Estado dominado por una oligarquía, constituye nada más y nada menos que “un truco legal”, que justifica formalmente apetencias, arbitrariedades y otras formas de manifestar un “me da la gana”, “ se me antoja”.
Para estos rebeldes, la gente que busca dictar Constituciones en sociedades de dudosa pulcritud y anclaje democrático, lo hacen desde una postura subjetiva, que pretende imponer desde sus poderes lo que ellos determinan que sea el Estado. Dicen y acusan, estos rebeldes, que Chile podrá ser un país rico, pero que está habitado por una cáfila de depredadores, incapaces de otra motivación y nostalgia que no sea vivir en otras tierras menos infelices, pero disfrutando con lo que se llevan de esta especie de “campamento provisorio, de explotación intensiva”.
Desde que aparecieron las riquezas del oro, cobre, plata y ahora el litio, Chile se ha convertido en una “ciudad campamento”. Aquí se está de paso, para llevarse lo que contiene. Quedarse acá, es delatarse de bajo nivel, de poco relieve. “Estado hotelero”, sería un buen lema para el Escudo patrio. Pues acá el estado da alojamiento preferencial a los que vienen de paso, y como no hay intención de que se instalen permanentemente, las reglas pueden colocarse livianamente detrás de la puerta, como esa normativas que advierten: “Por favor, señor pasajero, se ruega hacer buen uso del inmobiliario a su disposición, para que otros pasajeros como usted puedan disfrutar del confort de estas habitaciones”. El Estado chileno es, para estos críticos, casi como un gerente de hoteles, incapaz de dar un cobijo digno a todos sus dependientes, pero, sí es capaz de ofrecer una atención 7 estrellas a quienes considera sus pasajeros VIP. Cuando se es un pasajero y se aloja en una institución como de paso, no pretende ejercer ninguna acción que modifique la estructura hotelera, ni siquiera modificar algo para estar más a gusto mientras reside en el hotel, pues no le corresponde. Sólo la usa. Por tanto no se le puede pedir que se involucre en las cosas de la administración, eso ya lo han impuesto unos convenimientos entre Naciones respetables y estas tierras de paso, a las que se llega y se lleva; los lobistas locales ya hicieron la tarea encomendada.
Allá los administradores si quieren incorporar melindres principistas a esas normativas que, para el visitante, no tienen más que ser pragmáticas, funcionales a sus necesidades, algo como poner un reglamento ligeramente restrictivo: “No moleste a sus vecinos, no haga escándalos y beba con moderación, trate con gentileza al personal de servicio, no ingrese con animales bípedos o cuadrúpedos, y no olvide la propina”. Es decir, disfrute este Hotel-campamento, cuyo himno más difundido es ese que canta “Si vas para Chile”, que incluye un verso relativo a lo mucho que se quiere al viajero, a ese que es extranjero. Así es que bien venido, pero no joda mucho.
La retórica del disimulo
Pero en política está prohibido ser sincero, o no mentir. El político más que el religioso es capaz de crear toda una “mitología del poder”. Entonces se rebanan los sesos revisando textos sublimes de jurisprudencia ajena. Se adhieren a las redacciones más apolíneas y elegantes, creyendo que con esa mitológica pretensión ya se pertenece al mundo civilizado. Situación tan mentirosa y mítica como aquella que pretende calificarnos de potencia desarrollada cada vez que el PIB, acumulado por estos mismos pasajeros, alcanza la cifra mágica que ellos mismos nos asignan.
Entonces, estamos en esa condición, en que el “Estado hotelero” pretende ser ingresado a la sofística institucional, ser respetado e integrado, por una expansiva normativa retórica, en medio de un desierto cultural y una condición moral farandulera o carcelaria.
Estas Constituciones, desde los Egaña y Portales, hasta ahora, pasando por Alessandri y Guzmán, vienen siendo verdaderos tratados de contemporaneidad, ya fuese semi-realista, autoritaria, presidencialista o neoconservadora, pero ninguna efectivamente de origen democrático. En ninguna de estas constituciones los déspotas usaron la palabra “tiranía”, ni los eufemismos cercanos, como pueden ser “gobierno de fuerza”, “gobierno de autoridad”, “gobierno de excepción”. Todos usan abusivamente de las palabritas usadas en otros textos donde sí pueden tener significado real: “el bien común”, “por el bien de la patria”, “en defensa de la libertad”.
Pero ninguno se atreve a sincerar la consigna real que los déspotas ordenan a los juristas de turno: el real, consabido y perentorio: ”¡porque me da la gana!”.
De esta manera, los chilenos se van dando cuenta que toda esa magnificencia de las leyes, nada tienen que ver con su vida cotidiana. Tanto la Constitución pseudo monárquica del siglo XIX, como la afrancesada (de un versallismo arrepentido) del siglo XX y la ultramontana que tenemos vigente, constituyen la puesta en escena de una comedia, una farsa jocosa. Lo que revela esta condición imitativa, es que la “majestad real” o la “revolucionaria francesa”, son un imposible en nuestras naciones. Acá es la voluntad del sátrapa y los rastreros que lo secundan, la que más aplausos cosecha entre nuestra “chusma inconsciente”, como gustaba de llamar al Soberano el presidente Arturo Alessandri, gran tutor de la Constitución de 1925 (empujada por un alzamiento militar) y que se deshizo de la de 1833, surgida, a su vez, de una revolución armada oligárquica…..Y para qué hablar de la Constitución del 80, esta que nos quieren dejar como marca ardiente en el trasero del ganado, por sécula seculorum.
Por Hugo Latorre Fuenzalida
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