Por: Jorge Morales | Publicado: 30.05.2023
El real fracaso de este sufragio no lo sufrió ni la izquierda oficialista ni la clásica oposición derechista: el golpe más duro lo recibió la democracia. No es que el Partido Republicano no haya sido legítimamente el vencedor. El problema es la legitimidad del resultado. No hay indicador más peligroso para una democracia que los vencedores sean quienes menos creen en ella y, sobre todo, que puedan socavarla ahora desde sus propios cimientos constitucionales.
El triunfo aplastante del Partido Republicano para el Consejo Constitucional no solo es una bofetada a todas las ansias de cambio por lograr una nueva Constitución en Chile: es la mayor contradicción de toda la historia política chilena.
Que sea la agrupación que ha defendido a brazo partido, orgullosa y sin vergüenza, mantener la Constitución de Pinochet, que consideran a la vieja guardia derechista -la UDI y Renovación Nacional- y sus «jóvenes» herederos -Evópoli- unos cobardes entreguistas por no haberla protegido, que piensan que este proceso nunca debió materializarse, que votó Rechazo en el plebiscito de entrada, que votó Rechazo en el plebiscito de salida, que boicoteó la Convención Constitucional anterior mucho antes de que la izquierda autosaboteara inconscientemente sus posibilidades de éxito, que sean, precisamente, esas personas, ese partido, el más votado y con más consejeros electos y quienes, en la práctica, dictaminarán sin contrapesos el diseño de nuestra próxima Carta Magna, es una cruel ironía del destino y, sobre todo, una muestra cabal de las peculiares miserias de nuestro debilitadísimo sistema político.
Es como dejar a un zorro cuidando un gallinero, a un ladrón custodiando un banco, a un tirano velando por la democracia. Desde luego esta última «analogía» le viene como anillo al dedo al Partido Republicano. A diferencia de Chile Vamos, el Partido Republicano nació única y exclusivamente para agrupar y representar a los más fanáticos y genuinos feligreses de la dictadura.
En ese sentido, el llamado del presidente Boric durante la noche de la (nueva) derrota tuvo algo de cándido patetismo. Pedir al Partido Republicano que no cometa los errores que tuvo la izquierda en la fracasada Convención Constitucional, es decir, crear un texto partisano sin la capacidad de agrupar las distintas visiones sobre el país, es, en esencia, pedirle que renieguen de su propia naturaleza.
Lo que distingue a esta agrupación, su razón de ser, es justamente su intolerancia, su negativa permanente a cualquier cambio, su violencia verbal y/o física ante cualquier disidencia. No es un presentimiento ni una sospecha. Tenemos 17 años de experiencia pura y dura sobre los alcances más siniestros de esta visión, y podemos verla revivir cada día en el Congreso, donde todas las leyes generadas en este gobierno -iniciativas que claramente sintonizan más con la derecha que con la izquierda- son rechazadas per se por la bancada republicana justamente porque se concibieron en este gobierno.
Por eso, a diferencia de otras derrotas, el real fracaso de este sufragio no lo sufrió ni la izquierda oficialista ni la clásica oposición derechista: el golpe más duro -aunque suene a frase hecha- lo recibió la democracia. No es que el Partido Republicano no haya sido legítimamente el vencedor. Justamente el problema es la legitimidad del resultado. No hay indicador más peligroso para una democracia que los vencedores sean quienes menos creen en ella y, sobre todo, que puedan socavarla ahora desde sus propios cimientos constitucionales.
En resumen, que sea una patota de ultraconservadores, una tropa de extremistas delirantes del autoritarismo que haría enrojecer de vergüenza al mismísimo Jaime Guzmán, quienes escribirán la nueva Constitución es una tragedia, pero también una comedia de equivocaciones de un sinfín de (ir)responsables.
La lista de culpables es larga, pero es bastante fácil de recordar.
Los Amarillos, ese grupo de bonachones socialdemócratas de derecha, que pavimentaron el camino republicano poniendo un rostro amigable al Rechazo y que iban a entregarnos una nueva y buena Constitución a la cual, finalmente, no le agregarán ni una coma.
La izquierda que, para decirlo coloquialmente, se comportó como un nuevo rico, dilapidando todo su inesperado capital en una noche, sin recordar que tenía que invertir, proteger y demostrar que merecían esa fortuna frente a la ciudadanía.
El gobierno que, mientras agonizaba la Convención Constitucional con su texto fallido, en medio de la rabia, la perplejidad y la desazón, hizo inconmensurables esfuerzos para apurar este nuevo proceso sin darse el tiempo de reflexionar de qué diablos había ocurrido.
La ex Concertación, que quiso recuperar en solitario parte de su antiguo poder, pero sin obtener ni un solo representante en esta elección e impidiendo de paso que la izquierda tenga, al menos, poder de veto.
La derecha histórica, que ya había tirado a la basura sus frágiles credenciales democráticas apoyando a Kast en las pasadas elecciones presidenciales, y que ha alimentado a este hambriento monstruo que terminará canibalizándolos.
Y, por supuesto, todos, todas, los chilenos y las chilenas que no tenemos idea de qué país queremos.
Hay dos cosas que han quedado claras en esta elección y que están íntimamente relacionadas: el pinochetismo está más vivo y fuerte que nunca, y el país del voto obligatorio no se parece en nada al país del voto voluntario.
Honestamente, ¿alguien puede dar fe de que los resultados de todas las elecciones del pasado con voto voluntario representaron la voluntad de todos-todas los chilenos y chilenas? La obligatoriedad del voto muestra un país mucho más voluble, mucho más influenciable, más propenso al status quo que a la divergencia.
Un país que valora la congruencia por más abyecta que esa coherencia sea, un país tremendamente castigador e imperdonable, que no sigue modelos pre establecidos, que escoge según sus apetitos y carencias más inmediatas sin medir a quién le da el poder o el beneficio de solucionarlas. Un país, por ejemplo, que mayoritariamente aprobaría la pena de muerte, que expulsaría sin piedad a los inmigrantes, y que preferiría mil veces acumular riquezas que repartirlas. Es decir, ese país que heredamos de Pinochet y que parecía haber desaparecido, pero que se coló y palpita oculto en un deformado entendimiento de lo que es el sentido común.
Lo que se avecina es difícil de predecir porque depende casi exclusivamente de cuál sea la actitud del Partido Republicano. Aunque su vocación política está mucho más enfocada en impedir que en impulsar, en discriminar que juntar, los triunfos, por dulces e inapelables que sean, implican asumir responsabilidades desagradables e hipócritas como ser y parecer dignos de esa victoria.
La ley del silencio que han impuesto a sus consejeros electos si llega a convertirse en una conducta permanente, es decir, ir trabajando «pa’ callado», sin aspavientos, no acaparando el debate, manteniendo en lo sustantivo el anteproyecto constitucional hecho por los expertos y sin poner en entredicho un ápice los acuerdos previos, podría concluir finalmente con una nueva Constitución, y a que todos los partidos políticos que participaron en su elaboración se vean, en principio, obligados a aprobarla.
José Antonio Kast ya anunció que respetarán los bordes constitucionales (que, vaya otra ironía, posiblemente terminarán siendo lo más progresista que tendrá la próxima Constitución), y que buscarán entenderse con el resto de las fuerzas políticas para lograr un texto que se parezca a Chile y no necesariamente a los sueños húmedos del Partido Republicano.
En otras palabras, Kast quiere que esta Constitución triunfe, para demostrar que él y sus secuaces no son solo una alianza entre pechoños libremercadistas y momios descerebrados, sino que tienen esa aureola institucional que tanto ha buscado Boric: estatura de Estado. Porque, qué duda cabe, en un escenario tan ventajoso, pero tan volátil, vertiginoso y desbalanceado como este, Kast puede bien pavimentar su futuro presidencial o hundirlo.
El dilema para la izquierda es evidente, pero su respuesta es imposible: o se apoya la Constitución hecha mayoritariamente con la pluma y anuencia de los neo-pinochetistas de Kast, «el estadista» (abriéndole de paso las puertas de La Moneda), o se rechaza y nos quedamos a perpetuidad (o por una generación más al menos) con la Constitución zombie de Pinochet que se niega, una y otra vez, a morir.
Lo paradójico de esta disyuntiva es que si en el (nuevo) plebiscito de salida se aprobara el (nuevo) texto constitucional, y los partidos de gobierno se negaran a aprobarlo, Boric igualmente tendría que firmarlo sin el apoyo de sus partidarios. O sea, «a título personal», tal como el acuerdo del 15 de noviembre de 2019 donde empezó toda esta historia…
Triste, solitaria y final ironía. Lamentablemente, lo único claro es que, como escribiera Bertolt Brecht, «aún es fértil el vientre que parió la bestia inmunda».
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