Lo cierto es que muchos chilenos y chilenas vivieron los años de dictadura en la cotidianidad de las carencias materiales, sufriendo el capitalismo, no disfrutándolo. Más de la mitad de la población chilena vivía en la pobreza, y una parte de ella lo hacía en la miseria, la pobreza extrema. Abundaban los campamentos sin servicios básicos, la delincuencia era mucho peor que la actual, y los niños pobres que vivían en las calles eran una realidad habitual.
En la aurora del triunfo republicano en las pasadas elecciones no pocos han salido a reivindicar el supuesto legado del dictador Augusto Pinochet. Intelectuales, políticos y algunos académicos han intervenido en el debate público reclamando lo que para ellos sería una herencia incómoda, pero innegable.
Ya sea a través de columnas en la prensa hegemónica, declaraciones públicas en programas televisivos, o breves sentencias en redes sociales como Twitter, han reproducido diferentes versiones de la misma narrativa: los “innegables beneficios económicos” legados por la dictadura, “a pesar de los excesos” cometidos durante 17 años. Han destacado al dictador y “su incuestionable legado en forjar el Chile de hoy”, describiéndolo como “un padre abusador y asesino que construyó la casa en que todavía vive la familia”, concluyendo que “Pinochet es el Presidente más transformador que ha tenido Chile en 80 años”.
Es un mito viejo y efectivo. Ese mito que habla de “los fundamentos del modelo” y la supuesta bonanza económica provocada por las decisiones políticas y económicas de Pinochet y sus cómplices de entonces, hayan sido economistas, abogados, o “emprendedores”.
Lo cierto es que muchos chilenos y chilenas vivieron los años de dictadura en la cotidianidad de las carencias materiales, sufriendo el capitalismo, no disfrutándolo. Más de la mitad de la población chilena vivía en la pobreza, y una parte de ella lo hacía en la miseria, la pobreza extrema. Abundaban los campamentos sin servicios básicos, la delincuencia era mucho peor que la actual, y los niños pobres que vivían en las calles eran una realidad habitual.
Todo esto es innegable, y solo basta un mínimo ejercicio de memoria de aquellas personas que lo vieron o lo vivieron. No hay datos macroeconómicos que reemplacen esa experiencia colectiva. La vida en las poblaciones estaba llena de precariedades, a pesar de que la nostalgia de algunos pareciera haber provocado olvidos selectivos.
El Chile que vino después, con importantes mejoras materiales para los más desposeídos, no fue gracias al modelo neoliberal, sino a pesar de este. No fueron las medidas económicas impuestas por los economistas cómplices de la dictadura las que hicieron avanzar al país (precariamente también) hacia un futuro mejor, sino la labor del Estado chileno combatiendo la pobreza. Fue el Estado, no la empresa privada, el ente que, con todas sus limitaciones e ineficiencias, abordó los problemas estructurales del país y trató de resolverlos, financiando importantes programas sociales en salud, educación, vivienda, transporte público, y desarrollo social y cultural.
Fue el Estado, no el mercado, quien construyó viviendas sociales, escuelas públicas, consultorios y hospitales, y también las líneas del Metro de Santiago.
Fue el Estado, no los empresarios, el ente que comprendió que las desigualdades socioeconómicas de los 80 hacían imposible la (débil) democracia de los 90. Sin ese Estado la miseria de la dictadura habría persistido clavada como un puñal en cada una de las poblaciones de nuestro país, reproducida y fomentada por las medidas económicas promovidas por el dogma neoliberal de ese entonces. Chile no mejoró gracias a las políticas económicas neoliberales, sino en contra de ellas. El justamente cuestionado desarrollo económico no llegó a las poblaciones durante la dictadura, sino después de ella. Si Pinochet transformó el país, lo hizo para peor.
Lo curioso de todo esto es que se trata de un debate interno; inexistente a nivel internacional. En el extranjero, Pinochet es sinónimo de violaciones sistemáticas a los derechos humanos de chilenas y chilenos. Su nombre conjura la época más oscura de América Latina, llegando a ser el dictador más emblemático de la peor noche latinoamericana. El rechazo a su gobierno es incuestionable y el dictador permanece como un símbolo de las fuerzas antidemocráticas que acecharon a nuestra región.
Por eso sigue llamando la atención ese afán de algunos académicos e intelectuales obsesionados con rescatar un legado inexistente: la supuesta bonanza económica y la estabilidad política de la dictadura. Quizás sea porque nunca han genuinamente lamentado el asesinato de miles de compatriotas; y todos esos muertos no representan más que el costo necesario de todo proyecto que reclame orden y progreso.
Así y todo, fuera de Chile saben que Pinochet dividió aun más a una nación que ya estaba dividida. También saben de la pobreza que azotaba a más de la mitad del país durante su infame dictadura. Fuera de Chile su incuestionable “legado” son los miles de desaparecidos, las personas cobardemente torturadas, las familias destruidas.
A 50 años del golpe de Estado no hay triunfo o derrota electoral que pueda borrar los crímenes sociales, políticos, y económicos cometidos por Pinochet y sus cómplices militares y civiles.
Académico de la Facultad de Ciencias Sociales e Historia, Universidad Diego Portales.
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