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jueves, 24 de octubre de 2019

Opinión


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¿Contra quién es la lucha?

por  24 octubre, 2019
¿Contra quién es la lucha?

Lo que hemos visto es un estallido social de gente indignada frente a un sistema abusivo. Hoy conversé con el conserje de mi oficina. Estaba feliz con lo que pasaba. Tenía miedo por sus hijos que participaban en las protestas. Pero su hija le decía. “Es por ti papá, que llegas cansado a dormir para comer y salir de nuevo a trabajar. Por mi abuelita que tiene una pensión de 130 mil pesos y no le alcanza para nada”. Vi orgullo en su rostro. Porque la juventud tiene un ímpetu que no tienen los que deben trabajar para mantener a sus familias y cuidar sus trabajos.
Hemos visto también violencia, jóvenes enardecidos saqueando y destruyendo con furia, excitados, imparables. Donde el respeto a las normas se ha ido debilitando desde una clase política que las ha violado impunemente. Y se sienten legitimados sin tomar en cuenta que el daño les va a repercutir a ellos mismos, o no les importa, porque viven a veces en poblaciones peligrosas tomadas por los narcos, en contextos culturales sin ley y sienten que tienen poco que perder. Y así se abre la posibilidad para quienes se aprovechan del caos para dañar y desestabilizar.
Muchos, si no hemos abusado, al menos hemos sido indolentes o indiferentes frente a cómo viven muchas personas en nuestro país. Y la indolencia es violencia y es lo que hoy se hace sentir.
Muchos, además, tenemos una tendencia a no entrar en conflicto por comodidad y dejamos pasar las situaciones de abuso con lo que acumulamos frustración. Cuántas veces nos pasaron a llevar en una gran tienda, en una Isapre o en un banco y lo aceptamos pasivamente, porque no nos afecta tanto. Si quienes podemos defendernos, por tener una posición de más poder en la sociedad, no lo hacemos, ¿qué posibilidad y ejemplo damos a quienes no pueden hacerlo y realmente los afecta? Y así legitimamos un sistema de sometimiento y abuso de poder.
También está la responsabilidad de quienes han azuzado el uso de la violencia como medio legítimo de la expresión de la ira. Muchos celebran el despertar de la gente, sin hacer una distinción entre la violencia y la protesta rabiosa pero pacífica que ha existido, pero que no sale en la televisión. Lo que se ve son los incendios, el descontrol - que lo hay, y mucho- porque una vez que las normas son violadas, que literalmente se rompen las barreras, es muy difícil restablecer el imperio de la ley. Se entra en un estado primitivo en que no hay límites, y eso no es fácil de revertir considerando la energía de la juventud, los fenómenos de masas en que se pierde el miedo y se siente un goce de tener algún poder. Un poder que nunca antes ha tenido. Si no hay poder para construir la sociedad, hay poder para destruir el sistema injusto, aun sin temer la muerte. También muchos destruyen o saquean, simplemente, porque en el desorden nada les va a ocurrir. Es el vértigo de violar la ley sin consecuencias en una suerte de aventura juvenil.
Por eso el aplauso a la violencia es algo serio cuyas graves consecuencias no van a pagar los románticos de la revolución, sino la gente pobre que se ve afectada en su transporte diario y en su quehacer cotidiano. Pero ha primado el cálculo político y la superioridad moral en la que se erigen quienes, desde los lugares privilegiados y sin renunciar a ellos, dicen representar a los más vulnerables. ¡Qué fácil!
En momentos de ansiedad e incertidumbre la mente comienza a buscar explicaciones paranoides que tienden a polarizarnos. Unos dicen que esto es un plan orquestado por Maduro y la izquierda extrema, otros que hay un plan calculado del gobierno para que cunda en caos y se genere otro golpe militar. Y también algunos apuntan a que los narcos están creando desorden en las ciudades para que se descuide la frontera. Desde cada teoría se comienza a desear, en parte, que el desorden aumente para que los militares se tomen el poder de una vez o parta que Piñera salga. Es decir el deseo de un quiebre democrático.
Pero incluso en el caso en que alguna de estas teorías tuviera algún asidero, el estallido social ya se produjo y es real, y son millones los que se han sumado, por lo que el desenlace depende de lo que hagamos ahora.
En este contexto, es muy importante lo que cada uno de nosotros ponga de su parte. Cuesta tener altura de miras y dejar de sacar cálculos mezquinos. Esta crisis es algo que nos puede fortalecer como nación o, por el contrario, nos puede generar profundas divisiones y volver a un pasado del cual costó tanto salir. Podemos repetir la historia o aprender de ella. Y cada uno desde el lugar donde está. Es de esperar que, en vez de seguir gozando de cómo el “otro” que pasa a ser el “malo” sigue haciéndolo mal, seamos honestos con nosotros mismos y tratemos de ver qué hemos hecho mal y cómo contribuimos, tanto a salir de la crisis actual del caos y restablecer el orden, como de reconstruir el país.
No se puede esperar que el otro se detenga primero. Si el Gobierno no está a la altura, puedo intentar estarlo yo. Nunca de la violencia se sale exigiendo que el otro dé el primer paso. Eso acrecienta la impotencia y la rabia. Cada uno debe actuar en lo que le corresponde y correr un riesgo, apostar. Y confiar en que actuar desde un lugar pacífico y de confianza, que no excluye la indignación, se puede generar un cambio en el otro. No es fácil cuando se pasa por ingenuo. Es un acto de valentía y humildad. Los miedosos promueven la inteligencia de la desconfianza, el orgullo y el violencia. Y la espiral se acrecienta. La historia del mundo y la guerra.
Los gestos en este sentido son exigibles en proporción al lugar que cada uno tiene en la sociedad. La responsabilidad de quienes estamos en posiciones de más poder, es mayor. No esperemos que actúen primero quienes no tienen nada. A veces se parte por no retroalimentar ideas que dividen, generar diálogo, especialmente con el entorno cercano, escuchar, antes que saber. Pensar en a qué debo renunciar. Todo cuenta.
Confiemos en que uniendo fuerzas logremos detener la espiral de violencia para restaurar esta comunidad quebrada, pero a pesar de todo mucho menos dividida de lo que creemos. El reclamo –como se ha dicho reiteradamente- no es solamente por el metro, ni por las jubilaciones, la salud o los altos costos de la vida. Es por desigualdad y no solo de condiciones materiales, sino por desigualdad del lugar en una sociedad, del trato recibido, en que solo algunos pueden sentirse partícipes y soñar. Otros, nada más que sobrevivir. Mejores prestaciones son necesarias, porque reflejan un lugar de reconocimiento. Los sectores vulnerables y la clase media debe dejar de sentirse receptor pasivo del trabajo que un empleador “generosamente” le “da”.
Un país no se puede construir sobre la base de la medición de índices. Pero esta lucha comienza por la que debe dar cada uno dentro de sí. Entre la parte que quiere simplemente guerra y la parte que quiere cambiar una forma de convivencia que se ha desmoronado. Porque, además, las instituciones que generaban algún vínculo social, como la Iglesia, han caído. Hace falta crear lazos nuevos en que todos tengamos un papel digno, activo y relevante que jugar. Es por esto, quizás, que estos jóvenes no están reclamando algo para ellos, sino para sus padres y abuelos. Y sus padres, aunque desaprueben la violencia, están antes con ellos, que contra ellos. Porque tener un lugar en que se hace algo por el otro, es esencial para tener un papel digno en la sociedad. También se trata de esto, y no sólo de dinero, que el país deje de ser de unos pocos.
  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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