Las leyes y la más importante de ellas –la Constitución- son sin duda muy relevantes. Pero, paradójicamente, mientras más democrático es un país, menos importante será el texto concreto mismo de aquella, en la medida que la voluntad mayoritaria de la sociedad tenga el derecho -¡reconocido por la propia Constitución!- de ajustarlo a ella. En sentido contrario, mientras más rígido y conservador lo sea, más importancia tendrá el texto mismo vigente, por la mucho mayor dificultad de la ciudadanía para modificarlo.
Pero hay otro factor –esta vez negativo- que conduce a veces también a restarle importancia, cualquiera sea su texto específico. Se trata de los países en que los poderes fácticos tienen en la práctica mucho más poder que el de la propia Constitución y las leyes. Y, desgraciadamente, nuestro país es uno de ellos, aunque nosotros generalmente no nos damos ni cuenta. Así, tenemos que nuestro orgullo de tener un “Estado de Derecho” y una Constitución “democrática” desde 1833 es más un mito que una realidad histórica. De partida, ella fue -en definitiva- el fruto del triunfo de la tendencia más conservadora de la oligarquía en la cruenta batalla de Lircay que derribó la Constitución liberal de 1828; estableciendo una virtual monarquía con ropaje republicano (ver a este respecto, entre otros, a Jaime Eyzaguirre.- Fisonomía histórica de Chile; Edit. Universitaria, 1992; p. 130; Domingo Amunátegui.- La democracia en Chile; Universidad de Chile, 1946; pp. 64-5; y a Alberto Edwards.- La fronda aristocrática; Edit. del Pacífico, 1972; p. 267).
Además, se ha ocultado la visión totalmente despectiva respecto de ella que tenía el considerado fundador del Estado de Derecho chileno, Diego Portales, en carta a su amigo Antonio Garfias, del 6 de diciembre de 1834: “De mi sé decirle que con ley o sin ella, esa señora que llaman la Constitución, hay que violarla cuando las circunstancias son extremas. ¡Y qué importa que lo sea, cuando en un año la parvulita lo ha sido tantas veces por su perfecta inutilidad!” (Ernesto de la Cruz.- Epistolario de Portales, Tomo III, Ministerio de Justicia, 1937; p. 379). Asimismo, el entonces senador nacional, Antonio Varas, señalaba en 1886 que “la Constitución y el reglamento (del Senado) son una simple telaraña cuando se trata del orden y del interés público” (Mario Góngora.- Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX; Edit. Universitaria; 1992; p. 42).
Y como han señalado el conjunto de los historiadores y políticos de la época, hasta 1891 -a través de la intervención electoral- el presidente de la República designaba virtualmente al conjunto de los parlamentarios, haciendo total mofa de la propia Constitución (ver, entre otros, a Góngora, ibid.; p. 46; y Abdón Cifuentes.- Memorias, Tomo I, Edit. Nascimento, 1936; pp. 147-8). En este sentido, Domingo Santa María reconocía desembozadamente en 1886 que “entiendo el poder como una voluntad fuerte, directora, creadora del orden y de los deberes de la ciudadanía. Esta ciudadanía tiene mucho de inconsciente todavía y es necesario dirigirla a palos (…) Entregar las urnas al rotaje y a la canalla, a las pasiones insanas de los partidos, con el sufragio universal encima, es el suicidio del gobernante, y yo no me suicidaré por una quimera” (Góngora; p. 59).
Además, es muy importante resaltar que en ese período se terminó abruptamente con la política de integración pacífica de los mapuches que se desarrolló luego de la Independencia y que muy bien expresaba Ignacio Domeyko luego de sus viajes a la Araucanía. Así, describía en 1845 el carácter de los mapuches como: “afable, honrado, susceptible de las más nobles virtudes, hospitalario, amigo de la quietud y del orden, amante de su patria y por consiguiente de la independencia de sus hogares, circunspecto, serio, enérgico: parece nacido para ser buen ciudadano”. Y su conclusión, trágicamente desoída una generación más tarde fue que “los hombres de este temple no se convencen con las armas: con ellas solo se exterminan o envilecen. En ambos casos la reducción sería un crimen cometido a costa de la más preciosa sangre chilena” (Araucanía y sus habitantes; Edit. Francisco de Aguirre, 1977; p. 112).
Se cometió dicho crimen, producto de la codicia oligárquica y de la sistemática campaña genocida promovida por “El Mercurio” de Valparaíso, y por intelectuales y políticos como Diego Barros Arana y Benjamín Vicuña Mackenna (ver Jorge Pinto.- De la inclusión a la exclusión. La formación del Estado, la nación y el pueblo mapuche; U. de Santiago, 2000; pp. 122-46; y José Bengoa.- Historia del pueblo mapuche. Siglos XIX y XX; Edic. Sur, 1985; pp. 178-82). De este modo, la conquista fue feroz: “Se incendiaban las rucas, se mataba y capturaba mujeres y niños, se arreaba con los animales y se quemaban las sementeras” (Ibid.; p. 205). En definitiva, ella reportó, tanto por las víctimas directas como por las de hambre y epidemias de cólera y viruela que diezmaron a la debilitada población indígena, el exterminio de un 20% de los mapuches de la Araucanía (ver ibid.; pp. 336-8). Y, posteriormente, desde 1884 hasta 1929, el Estado chileno les despojó a los mapuches de más del 90% de sus tierras (ver José Bengoa.- El Estado y los mapuches
Luego, en 1891, producto de su triunfo en la guerra civil intra-oligárquica, los anti-balmacedistas cambiaron completamente el régimen presidencialista extremo por uno parlamentarista, ¡y sin cambiar una coma de la Constitución de 1833! Es decir, desde 1891 hasta 1925 existió en nuestro país una violación total y permanente de la constitución vigente. Simplemente, se la reinterpretó… Y la distorsión de la voluntad popular la hizo efectiva el conjunto de la oligarquía a través del cohecho urbano y del acarreo de los inquilinos de las haciendas.
Además, se efectuaron numerosas masacres obreras: Valparaiso (1903), Santiago (1905), Antofagasta (1906), Iquique (1907), Punta Arenas (1920) y San Gregorio (1921). De ellas sólo se salvó de la ocultación la de Iquique, por lo menos desde 1969, gracias a la Cantata Santa María de Luis Advis y Quilapayún…
Luego, en el marco de la ampliación de la república oligárquica a las clases medias, se impuso la Constitución de 1925 a través de la amenaza militar-alessandrista a la propia Comisión designada por Alessandri para ratificarla, lo que ha sido ocultado por la generalidad de la historiografía y la educación escolar. Y con un texto autoritario- presidencialista que fue duramente criticado como antidemocrático en 1926 por el eminente jurista alemán Hans Kelsen (ver Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle.- La República en Chile. Teoría y práctica del constitucionalismo republicano; Lom, 2006; pp. 121-2) y en 1949 por Eduardo Frei (ver Historia de los partidos políticos chilenos; Edit. del Pacífico, 1949; pp. 201-3). Además, como preludio de la exclusión de los sectores populares, se efectuó en junio de 1925 una gigantesca masacre en las oficinas salitreras de Tarapacá (La Coruña), sólo comparable en magnitud a la de Iquique y que se ha cubierto también con un eficaz manto de olvido.
Asimismo, la oligarquía continuó distorsionando las elecciones hasta 1958 en que se aprobó la cédula única electoral que impidió el cohecho y el acarreo. Y también, los sectores dominantes continuaron sobrepasando permanentemente la Constitución, a través fundamentalmente de la prohibición de la sindicalización campesina y de prácticas y leyes represivas que culminaron con la Ley de Defensa de la Democracia. Como lo ha reconocido -¡positivamente!- el historiador conservador, Bernardino Bravo: “La configuración extraconstitucional de la institucionalidad es uno de los rasgos dominantes del medio siglo que transcurre entre 1924 y 1973 (…) Prácticas y procedimientos extraconstitucionales prosperaron a lo largo de todo el período 1932-1973, a menudo con resultados muy constructivos y admitidos, sin mayor dificultad” (Régimen de gobierno y partidos políticos en Chile 1924-1973; Edit. Jurídica de Chile, 1978; pp. 49-50).
Con la introducción de la cédula única en 1958 (y precedido del voto femenino en 1949) se introdujo en Chile un sufragio universal efectivo que se tradujo en una democratización del sistema político que culminó con una ley de sindicalización campesina y una reforma agraria en 1967 (que fue precedida por una Reforma Constitucional al quórums supramayoritarios para reformar la Carta Fundamental; y con otra Reforma en 1971 que, por la unanimidad del Congreso, nacionalizó el cobre.
Como es sabido, la dictadura de Pinochet destruyó todos esos avances e impuso un modelo económico concentrador de la riqueza y una Constitución autoritaria que se conservan hasta hoy, gracias a la derechización total de la dirigencia de la Concertación, reconocida crudamente, entre otros, por Edgardo Boeninger (ver Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad; Edit. Andrés Bello, 1997; pp. 167-172), Alejandro Foxley (ver Cosas; 5-5-2000) y Eugenio Tironi (ver La irrupción de las masas y el malestar de las elites. Chile en el cambio de siglo; Edit. Grijalbo, 1999; pp. 36, 60, 162). Así continuamos con el Plan Laboral, las AFP, las Isapres, la LOCE-LGE, las universidades privadas con fines de lucro, la ley minera, los sistemas tributarios y financieros favorables a los más ricos, la minimización de los sindicatos, juntas de vecinos y colegios profesionales y técnicos, etc. Y se profundizaron los procesos de privatización o de concesiones de los servicios públicos y de los recursos naturales, así como la concentración de la riqueza.
Por otro lado, se continuó permanentemente con leyes, decretos y prácticas que excedían el ya autoritario marco constitucional. Esto en dictadura y en la post-dictadura, y en favor de los sectores y grupos más ricos y poderosos. Especialmente graves fueron durante los gobiernos concertacionistas las inconstitucionales discriminaciones del avisaje estatal en favor de los grandes medios de comunicación de derecha, que redundaron en el virtual exterminio de la generalidad de los medios escritos de centroizquierda que con tanto riesgo y éxito se habían desarrollado en la lucha contra la dictadura…
Con la revuelta social de octubre de 2019 se pusieron en cuestión el modelo económico y la institucionalidad de ya casi cincuenta años, lo que se ha traducido en un nuevo proceso constituyente. Desgraciadamente, este proceso no ha generado una auténtica Asamblea Constituyente, sino un órgano derivado de una reforma constitucional del actual Congreso, y lo que es más grave, con el quórum supramayoritario de los dos tercios que conduce a igualar en su interior el poder de 66 con el de 34, impidiendo entonces que la nueva Constitución sea el producto de la voluntad mayoritaria de la Convención.
En todo caso, dada la gran y sorprendente derrota experimentada por la derecha y la ex Concertación en las elecciones de convencionales, es de esperar que el texto aprobado elimine todo quórum supra mayoritario en la aprobación de las leyes y en las reformas constitucionales futuras; que establezca normas que sienten las bases para un modelo de sociedad fundamentado en los derechos humanos y la justicia social; y que le permita al Estado desarrollar un efectivo proceso de expropiaciones de la gran propiedad en la Araucanía que termine con la expoliación sufrida por el pueblo mapuche, tema que se ha convertido finalmente en el más álgido de nuestro país.
Por Felipe Portales
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