Ante el conflicto en La Araucanía, en el cual grupos armados han asesinado a trabajadores, quemado fuentes laborales, amenazado a familias y cortado vías, el Gobierno ha insistido con su fórmula del diálogo, y la ha priorizado por sobre el cumplimiento de la ley. Sin embargo, este camino constituye un error, pues es la ley la que permite el diálogo y no viceversa.
Imaginemos una sociedad sin ley. En ella, las personas o grupos aprovechan su fortaleza física o numérica para imponer sus términos y resguardar sus intereses. En algún minuto, descubren que es posible llegar a un acuerdo con sus contrarios para solucionar las discrepancias sin exponer su integridad física o la de sus bienes. A partir de aquello surge un acuerdo, una ley. De aquí en adelante, las disputas se solucionan a través del diálogo, pues hay una norma que así lo ha establecido. Para que aquella norma funcione y se mantenga, sin embargo, es necesario castigar a quien, habiéndola suscrito, o habiendo aprovechado sus bondades, opte por ir en contra de ella, pues de quedar impune, su desacato implica el riesgo de que el acuerdo se rompa y de que los problemas vuelvan a solucionarse por la fuerza —o la presión— y no por el diálogo. La ley, en consecuencia, antecede al diálogo democrático.
Alguien podría impugnar lo anterior señalando que para que surjan las reglas primero debe haber diálogo. Es decir, se podría argumentar que en realidad es el diálogo el que antecede a la ley. Aquello podría ser interpretado como correcto, pero es necesario matizar. El diálogo anterior a la ley se caracteriza por presiones y amenazas, y lo que se busca en las sociedades democráticas es un diálogo basado en el convencimiento y la razón.
Por otro lado, anteponer el diálogo por sobre la ley implica necesariamente el debilitamiento de esta última y, con ello, el resquebrajamiento de las bases que sostienen al primero. Al permitir que ciertos grupos ‘negocien’ antes de cumplir la ley, el Gobierno les está tolerando que horaden los cimientos que hacen precisamente posible una negociación honesta.
Hasta ahora el Ejecutivo ha hecho todo al revés: ha propuesto diálogo sin comprender que para su existencia real debe imperar la ley. Las consecuencias están a la vista: ante cualquier demanda, se parte por desobedecer.
Un gobierno democrático debe siempre hacer cumplir la ley, sobre todo si está convencido de que el diálogo es el mejor camino para que el país avance, pues de lo contrario estaría impidiendo que este —el diálogo— se erija como una verdadera solución.
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