Por: Claudio Pizarro | Publicado: 04.04.2023
Un hombre encuentra una osamenta, la entrega al Servicio Médico Legal y luego muere en extrañas circunstancias. El hijo de un detenido desaparecido lo releva en la búsqueda, descubriendo que la pieza está perdida, pero que existe casi un centenar de cajas con fragmentos jamás periciados. Una historia sobre la búsqueda de la verdad y la violencia institucional en materia de derechos humanos.
-Te tengo que contar algo- dijo Anselmo y luego colgó el teléfono.
Sergio llegó en su taxi 10 minutos después y ambos se perdieron en las calles de Linares sin rumbo fijo. Tras varias vueltas, el auto se detuvo en una calle apartada y oscura. Por fin habían encontrado un lugar tranquilo para conversar. Fue a fines agosto del año 2004.
Anselmo le contó que había accedido a las declaraciones del cuaderno reservado en la Operación Retiro de Televisores, orden entregada por Pinochet a través de criptogramas, para desenterrar los cadáveres de ejecutados políticos en recintos militares y hacerlos desaparecer sin dejar rastro. Exhumaciones que habrían sido realizadas entre los años 1978 y 1979.
También le comentó a Sergio que había conversado con la viuda de Jorge Yañez, jefe del Mir en Cauquenes, porque sentía que era un deber moral contarle lo que había sucedido con los restos de su esposo. Luego agarró unas hojas del expediente y comenzó a leer en voz alta relatos sobre exhumaciones y quema de cuerpos.
“Al cavar no más de un metro apareció un cadáver…un Comandante de Apellido Reyes ordenó que prendieran fuego con petróleo a las osamentas que nosotros habíamos encontrado y las incineraron. Terminada la incineración, no quedó rastro alguno”, leyó Anselmo.
Sergio escuchó en silencio y encendió un cigarrillo.
-¡Lo logramos!- gritó de repente, intentando sintetizar todos los años recorriendo cerros, ríos y quebradas, en busca de algún vestigio que permitiera identificar a sus compañeros muertos.
Anselmo le agradeció su ayuda incondicional y reparó en que su amigo había vuelto a fumar. Estaba en silencio, ensimismado, nervioso.
-Me van a matar, Anselmo- soltó con voz entrecortada.
Anselmo trató de calmarlo y atribuyó todo a un cuadro de estrés. Incluso le ofreció llevarlo a Santiago a vivir con él, intentando aplacar su angustia.
-Tengo gente de punto fijo afuera de mi casa- insistió Sergio. Nunca van a perdonar lo que hicimos en el polígono.
Como si se fuera el último anhelo de un condenado a muerte, le pidió un último favor a Anselmo antes de marcharse.
-La costilla, no te olvides de la costilla- le dijo.
***
Sergio siempre iba y volvía. Así lo recuerda Anselmo desde la primera vez que lo vio, en un cumpleaños suyo, cargando un balancín de mimbre con forma de pato, construido por los presos políticos amigos de su padre. “Siempre me llegaban regalos de la cárcel”, recuerda.
Su madre, Silvia Sepúlveda, nunca le ocultó la verdad. Supo desde niño que su padre, Anselmo Cancino Aravena, dirigente del Movimiento Campesino Revolucionario en tiempos de la Unidad Popular, había sido detenido el 8 de diciembre de 1973, luego trasladado a la Escuela de Artillería de Linares y ejecutado pocos días después en el mismo recinto. Hecho acreditado por el ministro de fuero, Alejandro Solís, en una condena del año 1998, invocando la carta internacional de crímenes de lesa humanidad.
Tampoco Silvia le ocultó que ella, exdirigenta de la Juventud Obrera Cristiana, fue apresada y torturada en el mismo lugar donde habían trasladado a su padre. No sólo eso, le dijo que la detuvieron estando embarazada y que él había nacido en cautiverio.
-Hizo todo lo posible para que yo naciera: mantenerse firme y aguantar la tortura. Fue muy valiente. Los milicos la amenazaban con matarla, o si no, cuando grande, el niño podía ser un bandido igual que su padre.
Anselmo Cancino Sepúlveda nació el 11 de abril de 1974, rodeado de militares armados en la sala de parto del hospital de Linares. El equipo de salud, preocupado por el bienestar de Silvia, prolongó su estadía para que pudiera recuperarse. De ahí la trasladaron a la Cárcel de mujeres Buen Pastor de Linares, hasta que un consejo de guerra decretó su libertad después de 16 meses de encierro.
La vida afuera no fue fácil. Gracias a sutiles redes de apoyo, Silvia y su hijo llegaron a vivir a Peñuelas, un sector boscoso ubicado entre Linares y San Javier. Allí Anselmo conoció a Sergio Fernández, un tipo crespo, delgado y de nariz aguileña, que había sido compañero de su padre en el MIR previo al golpe de Estado de 1973.
Aunque ambos evitaban hablar del líder campesino desaparecido en dictadura, desarrollaron un vínculo especial que empezó a tejerse a partir de inesperadas visitas. Una relación afectuosa que se fue consolidando en el tiempo y se afianzó cuando Anselmo se fue a estudiar a Linares.
-Yo salí elegido presidente del Centro de Alumnos y ahí empezamos a hablar más de política, sobre el MIR y la historia de mi padre- recuerda. Después empecé a ir al campo a hablar con los campesinos que lo conocieron, intentando reconstruir su historia.
Luego de egresar del liceo, Anselmo estudió servicio social y comenzó a trabajar en Sarmiento, un pueblo rural cercano a Linares. Lo último que sabía de Sergio era que se había comprado un furgón y vendía “matute” en pueblos perdidos. Lugares remotos donde escuchaba historias y recopilaba datos sobre desaparecidos. Fue en el mismo periodo, a comienzos del año 2000, que volvió a tener noticias de él.
–Anselmo, tenemos que hablar– le dijo por teléfono. Hay un campesino que tiene información de dónde fue asesinado tu papá y quiere conversar contigo.
Al otro día, a primera hora, Anselmo viajó a Linares.
***
Los perros llegaron con extremidades en sus hocicos. Pedazos de manos y articulaciones. La escena espantó a los campesinos quienes decidieron sacrificar a los animales, por respeto a los muertos, y a esa historia que circulaba sobre fusilamientos en el predio vecino, el Polígono de Tiro General Bari, ubicado camino a las termas de Panimávida, a unos 12 kilómetros al oriente de Linares.
El campesino contó a Sergio y Anselmo que habían escuchado disparos, en una quebrada contigua, donde los inquilinos del fundo solían ir a cazar conejos. La tesis parecía lógica: los cuerpos no estaban lo suficientemente profundos y los perros escarbaron hasta desenterrarlos. Todo esto habría sucedido a comienzo del año 1974.
-Fue terrorífico- explicó el campesino, cuya identidad Anselmo prometió resguardar.
Algunos inquilinos se atrevieron a ir al lugar, descubriendo varias depresiones en el piso. Le decían las tumbas y estaban en una quebrada plagada de rosa mosqueta. El campesino no acudió aquella vez, pero tuvo la oportunidad de hacerlo varios años más tarde.
Una vez su hija se enfermó y solicitó a los militares atravesar el polígono para ir a buscarla. En el trayecto detuvo el vehículo en el sector donde los perros habían escarbado. “Ahora o nunca”, pensó. Y luego bajó hasta ver, “con sus propios ojos”, lo que otros le habían contado. “Era la típica imagen cuando los cuerpos ceden y van dejando una especie de olla en la tierra”, explicó.
Anselmo pidió una hoja para hacer un croquis y empezó a trazar diversos hitos sobre el papel en blanco. Dimensionó las distancias, las señales del camino, el portón de ingreso, unas viejas casas de adobe y un estero que bordeaba el polígono. Al final del sendero, a un costado de la quebrada, estarían “las tumbas”.
Antes de marcharse, le preguntó al campesino si estaba dispuesto a entregar su testimonio en calidad de confesión al Obispo Carlos Camus, emblemático sacerdote defensor de los derechos humanos y fundador del Comité Pro Paz. El inquilino, testigo de las atrocidades ocurridas en el campo de tiro, aceptó aduciendo su condición de cristiano.
Esa misma noche, horas más tarde, Anselmo y Sergio partieron rumbo al polígono.
***
Sergio pasó a buscarlo a las 5 de la mañana. Apenas alcanzó a echar una botella de agua y una cámara fotográfica en la mochila. De ahí enfilaron hacia la precordillera, pasando cada hito que habían marcado en el mapa. Uno tras otro, meticulosamente.
-Seguimos un kilómetro y medio más allá del polígono, como cualquier hijo de vecino. Dejamos el auto al borde del camino y empezamos a caminar- recuerda Anselmo.
El ritmo lo impuso Sergio, quien ordenaba detenerse cada 15 minutos para poder hidratarse. Su experiencia como andinista y fundador de clubes de montaña, fue crucial para adentrarse entre zarzamoras, lodazales, bosques y esteros. Anselmo no podía entender esa parsimonia cuando estaban a punto de ingresar clandestinamente a un recinto militar. Aunque con el tiempo logró entenderlo.
-Lo hacía para calmar mi ansiedad. Toma agua y respira, me decía a cada rato.
Al cabo de tres horas, poco antes del amanecer, ingresaron a una zona boscosa al interior del polígono. Una suerte de barrera natural conocida como la quebrada de las rosas, el lugar indicado por el campesino, donde los perros habrían desenterrado parte de los cadáveres. “Las tumbas”, como le llamaban.
Anselmo aprovechó de tomar fotografías, intentando captar las torres de vigilancia y las hendiduras en el piso. Se extendió en una de ellas, incluso, intentando demostrar que podían contener un cuerpo humano. Sergio le tomó una fotografía y luego guardaron silencio.
En ese momento Anselmo recordó el testimonio de un expreso político, sobre los últimos días de su padre, donde lo describe atado de pies y manos con una cadena amarrada al cuello. “Por la forma en que lo tienen da la impresión que los servicios de seguridad han capturado a una terrible fiera”, dice un fragmento aparecido de un libro que reúne relatos de sobrevivientes a la tortura en la región del Maule.
De pronto Anselmo rompe el mutismo y pregunta: ¿Por qué no trajimos palas?.
Sergio lo mira y le recrimina: “porque no me lo dijiste antes”.
En verdad, no había tiempo para nada más. Estaba amaneciendo. Los perros empezaron a ladrar y el recinto comenzó a agitarse lentamente. “Cálmate, respira”, insistía Sergio.
Antes de marcharse, Anselmo recogió un helecho que estaba al borde de la fosa y lo guardó en la mochila. Al llegar a casa lo puso en un tarro y le echó agua.
Un par de días después viajó a Santiago a reunirse con el Juez Juan Guzmán, quien recién habría logrado procesar a Pinochet por crímenes de lesa humanidad. Cuando le contó que había ingresado a un recinto militar, el juez le hizo prometer que nunca más lo haría y que con los antecedentes aportados abriría un capítulo sobre Linares en la investigación que llevaba por la “Caravana de la Muerte”.
-Nos dimos la mano. Fue un pacto- dice Anselmo.
***
-Usted facilita que el juez Guzmán se constituya en el lugar y haga los trabajos de investigación que corresponde o decimos que el Ejército y las instituciones públicas están coludidas para ocultar el destino final de nuestro familiar- dijo Anselmo en tono amenazante.
Estaba en una reunión junto a un general de Ejército y la vicepresidenta de la Comisión Nacional de Prisión Política y Tortura, María Luisa Sepúlveda, contando lo que Sergio le había confesado hace unos días atrás: que el terreno en la quebrada las rosas había sido removido y que era necesario intervenir de inmediato.
Al otro día, llaman a Anselmo del departamento V de la PDI, el emblemático grupo de investigadores creados por el juez Guzmán especializado en Derechos Humanos, avisándole que los habían autorizados para entrar al polígono de tiro. Era primera vez que un juez ordinario se constituía en un recinto militar.
-Fue todo rapidísimo, una gestión de alto nivel, para evitar un escándalo desde el punto de vista político- rememora.
La caravana de al menos 8 vehículos, compuesto por peritos, botánicos, geólogos, antropólogos y arqueólogos, partió a Linares el lunes 17 de diciembre de 2001. En el polígono General Bari los recibió el Comandante Urrejola, fiscal militar encargado de atender los requerimientos del procedimiento encabezado por el Juez Guzmán Tapia.
Lo primero que hizo el oficial fue solicitar a un subalterno un mapa del recinto y extenderlo sobre el capó de un jeep militar. “Estas son todas las hectáreas del recinto, usted dirá por donde empezamos, magistrado”, dijo.
El juez Guzmán le respondió que venía con un testigo y llamó a Anselmo que se encontraba un par de metros atrás. El asistente social sacó el viejo mapa que había dibujado con el campesino y lo desplegó sobre la cartografía del militar.
–Ah, un croquis– dijo él, mirando con desdén el dibujo.
Anselmo le explicó que para poder llegar al lugar, tenía que emprender el mismo camino que había realizado la primera vez. Fue así como encabezó un recorrido de varios kilómetros, atravesando un paisaje que el turismo local ha bautizado hoy como la “Patagonia del Maule”.
El juez Guzmán, de impecable terno, atravesó alambradas, zarzamoras y hasta un estero. “Se arremangó los pantalones, se sacó los calcetines, los introdujo en sus zapatos y cruzó el río. Nunca se quejó de nada”.
Apenas identificó el lugar donde se encontraban las fosas, Anselmo comprobó, tal como le comentó Sergio, que el espacio había sido intervenido. Árboles cortados arrojados al lugar sin razón aparente, cubriendo las depresiones que habían dejado los trabajos de exhumación en la Operación Retiro de Televisores.
El equipo interdisciplinario se desplegó en el terreno, cercando el espacio con cintas amarillas. Luego ingresó un geólogo con un chuzo, lo levantó y lo dejó caer sin aplicar ningún tipo de fuerza. La herramienta se enterró varios centímetros en la tierra. “Removieron el lugar”, fue la conclusión del experto.
Mientras los trabajos avanzaban, Anselmo recordó que existía otro lugar que no logró identificar, pero que cuando ingresó con Sergio le pareció muy sospechoso. Como no pudo encontrarlo, le pidió al Juez Guzmán si podía venir otro testigo. El abogado aceptó y en menos de 15 minutos, como era su costumbre, Sergio Fernández apareció en el lugar.
-Ah, el joven no andaba sólo- masculló un militar entremedio. Luego comentó al grupo que era “el baqueano”, apuntando al recién llegado como el verdadero conocedor de la ruta.
Anselmo todavía se recrimina por haberlo llamado. “Terminé exponiéndolo”, dice.
***
“Mataron a Sergio”, fue lo único que escuchó cuando su madre lo llamó para informarle. Anselmo iba en una micro rumbo al trabajo y quedó tan impactado que tuvo que cortar la llamada. “Sentí una súbita sensación de irrealidad”, cuenta.
-Fue terrible, llegué a mi trabajo en el ministerio de Salud, me senté en el escritorio y tuve un ataque de locura. Esto no está sucediendo, pensaba, mientras lanzaba las carpetas del escritorio por toda la oficina.
La prensa informó que un ex preso político del régimen militar había sido encontrado muerto, con una herida de bala en la nuca, al interior de un taxi en Linares, la noche del 23 de septiembre de 2004.
Teobaldo Peña, presidente de la Agrupación de ex Presos Políticos de Linares, aseguró en El Mercurio que el taxista tenía en su poder 30 mil pesos y que no le habían sacado “la radio del auto, el teléfono celular, ni ningún elemento personal ni del vehículo”.
Sin expresarlo directamente, pero dejando entrever el contexto, Peña agregó que Fernández había declarado varias veces en contra del exjefe de la Policía de Investigaciones, Nelson Mery, por su eventual participación en violaciones a los derechos humanos en la Escuela de Artillería de Linares.
A diferencia de otras regiones del país, el grupo operativo en Linares estaba compuesto por miembros del Ejército, Carabineros y la Policía de Investigaciones. “Ellos se desplazan como unidad en toda la región, de mar a cordillera, actuando codo a codo en las sesiones de tortura, siendo el Ejército siempre la columna vertebral”, explica el abogado Hiram Villagra.
La muerte de “Condorito”, como conocían a Sergio en Linares, dejó una estela de incertidumbre. No sólo por haber participado activamente en la búsqueda de detenidos desaparecidos y haber declarado en contra de una exautoridad de la PDI, sino por el destino de los asesinos confesos de su crimen: uno habría fallecido en una riña en la cárcel y el otro se fugó sin lograr ser recapturado.
Para Belarmino Sepúlveda, la muerte de su compañero en el politécnico de Linares, fue un crimen por encargo. Asegura que poco después del asesinato, los diarios regionales dieron cuenta que el arma involucrada era de un uniformado que no dio cuenta a sus superiores del extravío. “A Sergio lo mataron porque andaba averiguando sobre sus compañeros desaparecidos, nunca dejó de buscarlos”.
Pese a no poder acreditarlo “objetivamente”, Anselmo comparte la tesis de Belarmino. “Para mí fue una ejecución, a Sergio lo mataron con alevosía y premeditación, ¿qué delincuente asesina y sale arrancando, cuando su móvil es robar? Siento que aquí hubo fuerzas oscuras, conectadas con la institucionalidad, que decidieron profundizar en la política del silencio y guardar todo bajo la alfombra”.
La muerte de su amigo y compañero de su padre, no sólo caló con fuerza en el ánimo de Anselmo, sino que revivió una vieja deuda que tenía con él. Otra promesa más en su lucha infatigable contra la impunidad: seguirle la pista a una osamenta encontrada por Sergio cerca del polígono de tiro. Una costilla. La costilla de Sergio.
***
El 8 de noviembre de 2019, Anselmo decidió enviar una solicitud de transparencia, dirigida a las autoridades del Servicio Médico legal, donde pedía información sobre una pieza ósea entregada a la abogada del Programa de Derechos Humanos en la región del Maule, Loreto Meza, por parte del expreso político Sergio Fernández.
Anselmo retomó de esta forma la “posta” encargada por su amigo antes de morir. Cuenta que fue a hablar con la funcionaria involucrada y que esta le contó que había entregado la costilla al Servicio Médico Legal y que terminó extraviada al interior del organismo. “Mentira o verdad, esa fue su respuesta”, cuenta Anselmo.
-Es muy probable que si no tenían protocolos, registros ni recursos, la pieza simplemente se les perdió. O sea, el despelote mismo. La expresión máxima de la falta de voluntad y de compromiso de parte de la institucionalidad en materia de derechos humanos.
Once días más tarde, Anselmo recibió la respuesta oficial del entonces Director del Servicio Médico Legal, Jorge Rubio Kinast, señalando que no tenía antecedentes sobre el caso consultado, pero sí respecto a 89 cajas con restos óseos provenientes del Facultad de Medicina Legal de la Universidad de Chile, donde figuraba un material rotulado como “Escuela de Artillería de Linares”.
Lo más increíble de todo es que la carta reconocía que ninguno de los vestigios contenidos en las cajas había sido aún periciado. “Fue algo completamente irracional, surrealista. Estos tipos están locos”, pensó Anselmo tras leer la respuesta.
-Podemos hablar horas sobre el significado del negacionismo- explica. Pero para quienes lo han vivido en la piel y han sentido el peso de las puertas cerrarse en sus narices, que te digan que las cajas ni siquiera han sido revisadas, es una cuestión muy violenta.
La jefa de la Unidad de Derechos Humanos del Servicio Médico Legal, Marisol Intriago, reconoció en una reunión con Anselmo el 6 de febrero de 2020 que al momento de recibir las cajas en custodia -entregadas por el juez Guzmán a la Universidad de Chile el año 2001, luego de una inundación que dejó las evidencias con hongos- “no hubo revisión del contenido” y que el proceso de reconocimiento ha sido lento.
Fue el episodio de las cajas, en definitiva, uno de los factores determinantes para solicitar, a comienzos de marzo, la reapertura del caso por los delitos de inhumaciones y exhumaciones ilegales, causa actualmente sobreseída. Una medida que busca, según la abogada querellante del CODEPU, Mariela Santana, que “los nuevos antecedentes, como las osamentas no periciadas y rotuladas, sean investigados con otra mirada”.
La solicitud busca, además, incorporar el cuaderno reservado elaborado por el ministro Juan Guzmán Tapia, en el marco de la investigación de la Operación Retiro de Televisores. El documento pretende incorporar la información soslayada en su momento por el ministro Alejandro Solís, respecto a las declaraciones de militares sobre lugares de ejecuciones y testimonios de conscriptos comprometidos con colaborar en la investigación.
Para Anselmo establecer jurídicamente la verdad sobre el destino final de los cuerpos, reconocer en el fondo donde fue ejecutado su padre, es un rito que considera necesario para cerrar un capítulo de su vida. “Porque si sigues conectado eternamente, desde el dolor y la injusticia, transformas a esa persona en un fantasma. El primer elemento civilizatorio es cuando los seres humanos comienzan a enterrar a sus muertos. No es sólo un problema mío, entre víctima y victimario, es un tema que debe resolver la sociedad. Han pasado ya 50 años y creo que es el momento oportuno”.
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