Benito Baranda era “un adolescente movido” cuando se produjo el golpe de Estado. Ahora, que es un adulto de 64 años, padre de seis hijos adoptados, vecino de La Pintana, sigue indignándose y emocionándose con la erradicación masiva de pobladores en dictadura. De la UP celebra el sentimiento de dignidad que les dio a los pobres; de la dictadura lamenta que se los haya quitado.
Era un adolescente de 14 años. Inquieto y muy consciente en lo social, pero privilegiado. Cuenta que ese día, 11 de septiembre de 1973, los colegios particulares llevaban semanas en paro en protesta por el polémico proyecto de Educación Nacional Unificada, la famosa ENU, propiciada por la UP. Él estaba en octavo básico en el San Ignacio de la calle El Bosque.
–Yo era bien movido y tenía planeado salir a una manifestación temprano, pero mi papá me pegó un gran grito desde el segundo piso y dijo que nadie salía de la casa ese día. Vivíamos en Américo Vespucio esquina de Presidente Riesco, frente a la Escuela Militar. Temprano comenzamos a sentir movimiento de tropas, luego el sobrevuelo de helicópteros. Lo que más recuerdo de ese día es la imagen de mi papá pegado a la radio.
Benito Baranda ya no es un adolescente.
Con ya 64 años, viene de vuelta de una vida en que se la ha jugado por los menos favorecidos de la sociedad. En esa tarea, ha hecho de todo: ha ejercido como psicólogo infantil, ha dirigido una hospedería, ha dejado la comodidad del barrio alto para radicarse hasta hoy en La Pintana y ha sido parte relevante y/o fundante en distintas organizaciones de la sociedad civil, como el Hogar de Cristo y América Solidaria. Fue convencional de la fallida Convención Constitucional. Ha adoptado y criado seis hijos con su mujer ecuatoriana, Lorena Cornejo. La parcela donde se instalaron en La Pintana hoy está en medio de la población El Castillo, así es que la pareja de pobreza sabe. Y de cambios sociales. Los que se produjeron pre y posgolpe militar son los que revisó Benito con nosotros en el programa “Hora de Conversar”.
-¿Cómo era la pobreza a fines de los 70, cuando ya estabas en la universidad?
-Creo que la pobreza sigue siendo la principal causa de privación de libertad, entonces y ahora. Es, por lo tanto, la mayor y más recurrente violación de derechos humanos a nivel mundial. Sé que hay gente a la que le carga la expresión derechos humanos, hablemos entonces de dignidad de las personas, de su libertad para desarrollarse y crecer como le corresponde a cualquier ser humano. En mi adolescencia, hice voluntariado dentro del Hogar de Cristo. En campamentos primero y después en los hogares familiares con las comunidades cristianas. Todos veíamos la marginalidad, las precarias condiciones en que estaban las personas. El Estado aportaba una miseria de plata para la mantención de estos niños y niñas que en su gran mayoría estaban ahí a causa de la pobreza.
-¿Había hambre, cómo se vivía?
-El primer campamento que me tocó visitar con mi comunidad y el jesuita Josse Van der Rest fue cuando yo tenía 14 años. Estaba a la orilla del río Maipo, donde quedaba el antiguo puente. Ver la pobreza de ese lugar, el abandono y la total ausencia de Estado, me impactó. En esa época y después, cerca del 80 por ciento de la ciudadanía consideraba que la principal causa de la pobreza eran la flojera y los vicios de la gente. Esa creencia se fue acentuando con la dictadura.
Cuenta que a esa edad, en los veranos, él trabajaba en la panadería de su abuelo paterno. De los Ferrán, que son los dueños de la cadena San Camilo. “Tuve la fortuna, como adolescente, de conocer a una gran cantidad de personas mapuche y escuchaba mucho que eran flojos, que eran alcohólicos. Yo no conocí ningún mapuche flojo o alcohólico. Conocí a panaderos mapuche que madrugaban para hacer el pan, que muchas veces me invitaron a sus casas en los campamentos para un bautizo o una celebración importante de su credo. Ese conocimiento directo me llevó a no alimentar esos juicios peyorativos que se instalaron entre mi generación. En el lugar donde yo estudiaba se hablaba así, descalificando a quienes vivían en situación de pobreza”.
-¿Esos prejuicios eran iguales pre y posdictadura?
-Empeoraron posgolpe. Entonces, la culpa de la pobreza se les achacó a las personas. Se decía que eran flojas, porque eran viciosas. Que no querían cumplir con los deberes. Creo que fue una especie de mecanismo de defensa de la clase alta y de las personas que ostentaban el poder para no ver. Era también una manera represión; entonces se usaba mucho el calificativo “inculto”.
Un daño que no termina
-¿Ha cambiado mucho La Pintana desde los años 80 al tiempo presente?
-Hay aspectos materiales y de servicios que la diferencian, por supuesto, pero en el aspecto simbólico de la exclusión y la marginalidad se mantiene la misma pobreza y quizás con mayor profundidad que ayer. Esta profundización de la pobreza se explica en la instalación y mantención de un modelo donde se estimuló la ansiedad del estatus, de tener unos bienes materiales que te iban a dar felicidad y permitir tu desarrollo. Eso se metió aquí, en La Pintana. Hoy lo que diferencia a la comuna es el camino que han tomado muchas familias, muchas personas, para obtener esos bienes. Hablo del camino del narcotráfico, de la narcodelincuencia.
Benito se extiende hablando de que, entre los miles de niños y jóvenes que están fuera del sistema escolar, existe un grupo que toma esa vía, porque quieren tener esos bienes que se les ofrecen de forma permanente como una fuente de felicidad y realización.
–Cuando nosotros con Lorena llegamos a vivir acá había pocas armas, había poca venta de droga. Entonces había jóvenes y niños que inhalaban neoprén y el pegamento entonces tenía mucho tolueno, pero no era un comercio organizado de droga. También había muchos niños fuera del sistema escolar en la educación básica; ahora a ese problema se ha sumado una gran cantidad de jóvenes fuera del sistema escolar en la media.
Lo que desde un comienzo preocupó al adolescente y después al joven Benito, fueron las erradicaciones masivas de campamentos que empezaron a producirse. “Recuerdo que en mi barrio había una toma grande. Quedaba al sur de Kennedy, donde hoy está el Parque Araucano. Los propietarios de esas tierras habían decidido contribuir con el terreno para que se radicaran allí esas personas. Eso, después del golpe, se revirtió. Y esos pobladores fueron violentamente sacados de ese lugar, como muchos otros”.
-¿Qué aportes en materia de contribución a la erradicación de la pobreza hizo la Unidad Popular y cuáles la dictadura?
-Sin lugar a dudas, el éxito de la Unidad Popular es que las personas que vivían excluidas o en situación de pobreza tomaron mayor conciencia de su dignidad. Hay una frase del padre Hurtado que siempre he tenido colgada en mi oficina. Apuesta a que la tarea más importante del Hogar de Cristo es que las personas logren tener conciencia de su dignidad como seres humanos. Yo creo que la Unidad Popular tuvo ese gran logro.
-¿Tuvo logros sociales la dictadura?
-El modelo económico neoliberal que toma la dictadura claramente fracasa. En Chile se instaló el modelo de la Escuela Chicago en su versión más dura. Un ministro de la Junta, un connotado economista, dijo en su momento que el problema en Chile es la envidia, no la desigualdad. Obviamente, no entiende nada, no ha leído nada, no ha visto la evidencia empírica sobre los efectos de ese modelo neoliberal sobre la pobreza. Al centrar la erradicación de la pobreza solo en tener cuestiones materiales, acentúa la pobreza al final. Eso, porque no les transfiere el poder a las personas que viven en situación de pobreza, no las organiza para que ellas puedan efectivamente reconocer su dignidad, es contrario incluso a lo que el mismo padre Hurtado y la Doctrina Social de la Iglesia nos enseñan. Uno podría decir que hay una reducción de la pobreza material en un periodo, pero después hay una acentuación de ella.
Para Benito Baranda el peor pecado social del régimen de Pinochet fue la erradicación territorial, cuyas consecuencias aún estamos viviendo.
Sostiene:
–Vivir en La Pintana, en la población El Castillo, es vivir con personas violentamente erradicadas durante la dictadura. Son más de 300 mil personas, que en ese periodo de durísima crisis económica de los años 80 fueron sacadas de sus hogares en camiones militares y trasladadas a estas villas en distintos lugares de Santiago. Fue una erradicación brutalmente hecha, sin respeto por la dignidad humana.
-¿Cómo te explicas que nadie levantara la voz?
-Hubo un par de voces disidentes, pero el régimen y la autoridad omnipotente de Pinochet sedujeron a un grupo de personas poderosas que se ven beneficiadas con esas erradicaciones. Con ellas, se termina sometiendo mucho más a los pobres y se genera una regresión social muy fuerte, un daño que hasta el día de hoy nos impacta como sociedad. Para mí ese es uno de los mayores retrocesos sociales de la historia de Chile.
Benito alude a la toma de conciencia de la dignidad y de la autodeterminación de las personas que comienza con la revolución en libertad de Eduardo Frei padre y que se acentúa durante el Gobierno de Allende. Sentimiento que, afirma, “se corta brutalmente dañando a varias generaciones. Ese mal convive y se mezcla con la ansiedad de estatus impuesta por ese modelo neoliberal extremo, que termina generando un daño tremendo a las bases sociales del país”.
Impuesto a los ricos
El psicólogo menciona el trabajo del pedagogo y filósofo brasileño de orientación marxista Paulo Freire. Conocido por su influyente trabajo Pedagogía del oprimido, Freire estuvo durante cinco años en Chile y “colaboró en esa tarea de cambio cultural. Él y muchos otros profesionales contribuyeron a cambiar esa visión despectiva que había de los pobres, pero ese proceso se corta con el golpe y todo lo que viene”.
Insiste en que “ese es el daño más grande que provoca la dictadura a Chile en términos sociales: quitarle poder al sector popular. Construir ese poder fue muy laborioso. Le costó mucho a Chile, porque significó hacer un cambio cultural muy grande. Por eso resulta tan dramático volver a la consideración del pobre como una persona que no tiene capacidades, que es inculto, que es flojo, que es borracho”, dice, francamente emocionado, quebrándose.
Hablar de las ollas comunes de ese entonces le hace volver el alma al cuerpo. Quizás porque ahí hay resabios de resistencia. De fuerza femenina.
–Cuando llegamos aquí a La Pintana, con el Hogar de Cristo, había dos religiosas de Estados Unidos y gente de distintas congregaciones que coordinaban unas 20 ollas comunes. Esas ollas se sostenían con lo que conseguía la Vicaría de la Zona Sur y, principalmente, por lo que quedaba después de la feria y los huesos de las carnicerías. El Hogar de Cristo estaba muy involucrado con esas ollas comunes y creo que acertamos al basar nuestra acción social en ellas.
Comenta que quienes seleccionaron a los 300 niños y niñas que ingresaron al centro abierto y a la sala cuna Monseñor Santiago Tapia del Hogar de Cristo, y que aún funciona en la población El Castillo, fueron las dirigentes de las ollas comunes.
–Ellas se transformaron en trabajadoras sociales, identificando en sus pasajes, en sus calles, a aquellos niños y niñas que estaban fuera del sistema escolar, que lo estaban pasando más mal en sus casas. Fue un acierto, porque le transferimos el poder a la ciudadanía. Yo creo que eso es lo más espectacular que hace el Hogar de Cristo. Les dice a las personas: sí vamos a trabajar juntos, yo voy a colaborar contigo, pero eres tú quien debe ir tomando el control sobre tu vida.
-Ya que mencionas a la Vicaría, ¿crees que hoy faltan autoridades morales como la que tuvo el cardenal Raúl Silva Henríquez en los tiempos que estamos recordando?
-Creo que la Iglesia se encerró. Volvió a la sacristía, como dijo una vez un vicario de la zona oeste de Santiago. Se salió de lo que dice la Doctrina Social de la Iglesia y el Evangelio y eso, bueno, a la jerarquía le pasó la cuenta y se la va a seguir pasando. Por la formación que tienen en Doctrina Social y en otros temas tendrían que hablar mucho más de lo que hablan y hacer mucho más de lo que hacen, pero basta ver cómo están los más abandonados de Chile, en Santiago y en regiones, para darse cuenta de que no lo hacen. Supongo que el patrimonio moral lo tienen que ir asumiendo las nuevas generaciones. Conozco a muchas y a muchos que están involucrados en esto y que están avanzando con mucha fuerza y con muy buena formación y con harta coherencia.
-Los conoces tú, pero la ciudadanía no. ¿Dónde están?
-Creo que en lugares como el Hogar de Cristo. Son profesionales, monitores, técnicos, que día a día conocen historias y van generando un espejo para que las personas en situación de pobreza se vean, sientan su dignidad y recuperen el protagonismo de sus vidas. En ellos y en esa tarea está hoy la autoridad moral. Se trata de que todos reconozcamos nuestros recursos personales para poder salir adelante con la ayuda de otros. Así podremos reconstruir ese tejido social que necesitamos para poder avanzar
-Leí una entrevista que diste en 2011. Decías que no hay que caer en medidas asistencialistas que solo aumentan la dependencia de los más pobres, y diseñar políticas sociales que les den más autonomía. También llamaste a aumentar la carga tributaria. ¿Sigues sosteniendo lo mismo?
-O sea, mucho más hoy día que antes lo sigo diciendo, porque la concentración de ingreso y el aumento de la riqueza en un grupo pequeño y privilegiado obliga a que tengan una carga tributaria mayor. Los que integramos el 10 por ciento más rico de Chile debemos actuar en consecuencia. En Chile, la concentración de riqueza en pocas personas es gigantesca. Por eso ese 1 por ciento más rico debe tener una carga tributaria distinta, muchísimo mayor.
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