Más allá de la satisfacción de las necesidades alimenticias en uno de los peores momentos económicos que ha vivido Chile, las ollas comunes se convirtieron en un verdadero refugio en el cual muchas personas (la mayoría de ellas mujeres jefas de hogar) encontraron no solo una forma de seguir alimentando a sus familias, sino también dignidad.
La pandemia y las cuarentenas revivieron situaciones que para muchos estaban relegadas en algún lugar de la memoria. Las dificultades para salir a trabajar, el aumento del desempleo –que en julio de 2020 llegó a 13,1%– y los problemas de las personas mayores y los contagiados con el virus para obtener sus alimentos fueron detonantes para la multiplicación de ollas comunes y comedores comunitarios.
En distintos momentos de la historia de Chile han existido coyunturas que han propiciado la organización de ollas comunes –huelgas, tomas o crisis económicas–, pero en general han sido fenómenos transitorios, tal como ocurrió durante la pandemia.
Esta es una diferencia clara con las ollas comunes que se crearon durante la dictadura, según sostiene la psicóloga y antropóloga Clarisa Hardy en su libro Hambre + dignidad = ollas comunes, publicado en 1986, y que recoge la experiencia de las ollas comunes de la zona oriente de Santiago entre 1974 y 1985. Allí señala que fueron “respuestas más estables y permanentes de los sectores populares para sobrevivir”.
Menos comedores, más ollas
Entre 1970 y 1973 el desempleo no alcanzaba al 4%, pero a partir de ese año la cifra empezó a subir dramáticamente. Frente a esta realidad surgieron las primeras bolsas de cesantes y comedores infantiles, los que en 1976 ya no eran solo para los menores, sino que alimentaban a todo el núcleo familiar.
A comienzos de 1976 existían en Santiago 263 comedores apoyados por la Iglesia católica, con 25 mil beneficiados, y a diciembre de 1977 habían aumentado a 323, con 31 mil beneficiados, de acuerdo con datos de la Vicaría de la Solidaridad. A partir de entonces, estos comedores empezaron a disminuir y a ser sustituidos por ollas comunes que reunían a familias que vivían en la misma población o campamento. La idea era cocinar juntos pero comer separados. Es decir, un miembro de cada familia iba a buscar las raciones y las llevaba a su casa.
A partir de 1981 las ollas adquirieron mayor fuerza e importancia, especialmente durante la crisis económica de 1982, que fue el momento en que se produjo el nivel más alto de cesantía (19,6%). A fines de ese año había 121 comedores y 34 ollas comunes y dos años y medio después, los comedores era solo 30 y las ollas comunes alcanzaban a 232, según el catastro del Programa de Economía del Trabajo (PET).
La situación era bastante crítica. El ingreso familiar mínimo en 1984 tenía la mitad del poder adquisitivo que diez años atrás y el 30% de la población vivía en condiciones de extrema pobreza. En este sector, casi cinco de cada diez niños padecía algún grado de desnutrición.
A medida que las ollas se fueron multiplicando, se empezaron a establecer como organizaciones de subsistencia, populares y territoriales, con tareas específicas, normas, deberes y derechos. Funcionaban en un sitio prestado por una familia, por la iglesia o un local comunitario, y se financiaban principalmente con cuotas regulares de cada familia y, en menor medida, por actividades que realizaban para generar fondos. Usualmente, venta de pan amasado, sopaipillas y empanadas, y algunas veces con rifas, bailes, peñas y bazares de ropa usada. También recibían donaciones en dinero y de alimentos de parte de instituciones privadas o de personas. En este ámbito el apoyo de la Iglesia católica, principalmente de la Vicaría de la Solidaridad, fue fundamental en la donación de alimentos. A la Vicaría se sumaban otras instituciones, entre ellas, el Hogar de Cristo.
Con el pasar de los meses el número de ollas fue aumentando y también la cantidad de familias inscritas. En 1982, solo en el sector oriente (actual La Florida, Puente Alto y Peñalolén), había 24 comedores y 16 ollas que atendían a 3.535 personas y, tres años más tarde, los comedores habían desaparecido y existían 39 ollas, de las que se alimentaban 5.696 personas, de las cuales tres mil eran niños.
El 78% de las familias de estas 39 ollas vivía en poblaciones y el 22% en campamentos, mientras que un 17% eran allegadas; solo un 5% de los jefes de hogar tenía trabajo estable y la mayoría vivía del Programa de Empleo Mínimo (PEM), del Programa de Ocupación para Jefes de Hogar (POJH), del subsidio de cesantía y de pololitos varios. Hay que considerar además que las familias eran más grandes que el promedio: 5,7 personas versus 4 (cifras correspondientes a la Región Metropolitana), y que era muy habitual que a este grupo se sumaran otros parientes.
Más agüita a la sopa
En las 39 ollas de la zona oriente se cocinaban cada día cinco mil raciones de lunes a viernes, por lo general en fogones a leña. Los alimentos principales eran papas, tallarines, porotos, arroz y harina. También se entregaba leche. Ocasionalmente se incorporaban huevos y carne (hueso carnudo o cazuela, cochayuyo, menudencias, patas de pollo, pescado). La Vicaría de la Solidaridad y otras instituciones entregaban leche, harina y un tercer producto, que podía ser arroz, fideos o porotos para 12 días. El resto del mes los pobladores debían gestionar su alimentación. Era una dieta muy limitada, tal como lo testimonia una pobladora en el libro de Clarisa Hardy.
“Estamos tan aburridos de comer siempre lo mismo, que la papa, los fideos, el arroz y vuelta a lo mismo… se trata de variarle el saborcito, algún engañito como chicharrón, su huevito, un poquito de tocino, huesos, aunque sea para el puro olor…”.
Como es de suponer, las porciones eran pequeñas. Como promedio el aporte calórico por ración era de 300 calorías y, si se sumaba la leche, se llegaba a 500 calorías; es decir, entre el 10% y 30% del requerimiento diario. Lo mismo ocurría con el aporte de proteínas. Así lo grafica otro de los testimonios que recoge el libro.
“A veces estamos comiendo pura agua y una que otra papa flotando… Cuando hay porotos, son tan pocos los que tocan por ración que hasta podríamos contarlos…”.
La comida de la olla era para el almuerzo. En la noche casi todas las familias tomaban solamente té puro o en el mejor de los casos con pan o leche. Había un alto consumo de pan, con lo que se llegaba a un promedio de 1.224 calorías diarias (la OMS recomienda para los adultos un aporte calórico de 2.000 a 2.500 kcal/día para el hombre y de 1.500 a 2.000 kcal/día para la mujer).
A pesar de que cada olla funcionaba organizadamente y se cocinaba lo justo para las familias inscritas, no era raro compartir con algún vecino que no estuviera en la olla.
“No le podemos negar un plato de comida al necesitado. ¡Cuánto cesante hay en este sector! Muchos no están en la olla y se desesperan, llegan a pedirnos algo para pasar el día, para sus cabros… El otro día llegó una señora, con sus chiquillos flacos, flacos como palillos. Se nos quedó mirando y yo no me pude aguantar, le pasé parte de lo que me correspondía. También están los viejitos… aquí tenemos uno que vive solo, como botado, siempre tratamos de que nos sobre algo para pasarle a dejar al abuelito”.
El hambre le gana a la vergüenza y al miedo
Ingresar a una olla común era una opción voluntaria, pero en la práctica era una obligación, pues se obtenía comida de la olla o se pasaba hambre. No era una decisión fácil. “La primera vez que van a la olla, la mayoría lo hace con vergüenza. Van cabizbajos, escondiendo la olla donde recogerán la comida”, dice Clarisa en su libro. Y recoge un testimonio sobrecogedor: “Dos días mirando a los cabros sin nada que darles, ni para el té me alcanzaba… nada. Salí a la calle, iba decidida a pedir… Cuando golpeé la puerta y vi a la señora con el pan en la mano, quise morirme. Volví derrotada a la casa. Peor que el hambre era la humillación de pedir. Esa noche lloré, lloré harto. Esa noche decidí que entrábamos a la olla común. Cada una de nosotras hemos tomado la misma decisión por los mismos motivos. Cuando se llevan dos o tres días de ayuno, cuando se ve a los hijos que ya ni reclaman de hambre, uno entra no más a la olla. Jamás eso de pedir en la calle, vivir de limosnas”.
Y aunque la olla no solucionaba el problema de falta de ingresos, sí era un estímulo para muchos de los que participaban en ella. Así se refería un jefe de hogar sobre el impacto que había tenido beneficiarse de una olla: “Poder sentarme diariamente a comer y saber que al día siguiente también habrá un plato en la mesa, permite que nos miremos a la cara y tengamos la decisión, las ganas de levantarnos al día siguiente a seguir buscando pega… cómo decírselo… salí del hoyo negro en que estaba y, al menos, tengo mi dignidad en la casa”.
Y no solo había que superar la vergüenza de ir a la olla a buscar comida. También se hacía con miedo, en un contexto de mucha represión en las poblaciones. Hablamos de miedo a participar en reuniones, a organizarse, a vincularse con la iglesia, a hablar de la situación del país.
“En la población no se atreven ni a mencionar a la olla común. Para algunos, la olla es algo de la iglesia y, usted sabe, a la iglesia se la ve como política. Para otros, la olla común es de los que protestan, más razón para encontrarla política. En los centros de madres nos advierten de que tenemos que cuidarnos de estas organizaciones, que son de los comunistas dicen, así que cunde el miedo”.
De las ollas a microempresarias
Las ollas eran, sin duda, territorio femenino. Mientras cocinaban, las mujeres conversaban, se reían, compartían sus experiencias, también discutían. Y lo más importante, establecían relaciones que rompían la soledad a la que estaban acostumbradas como dueñas de casa.
“Yo no salía de mi casa. No me atrevía a hablar. Me parecía normal, que así es como deben ser las cosas. He ganado en seguridad, puedo valerme por mí misma. Me doy cuenta que no debe ser que la mujer esté encerrada en la casa, que para todo tenga que depender del hombre, que no pueda opinar, que no decida sus cosas. Además somos las mujeres las que estamos parando la olla en nuestras familias… La olla no son puras obligaciones, también se pasa bien, tengo con quien hablar de mis problemas. Compartimos tristezas y alegrías, aprendo tantas cosas”.
Aunque nacieron en forma espontánea, a poco andar las ollas empezaron a tomar la forma de una organización social en la cual se construyeron relaciones estables y se crearon identidades colectivas. Cada una tenía una directiva, en la que predominaban las mujeres. Como ejemplo, de los dirigentes de la zona oriente, 53 eran mujeres y solamente 14 hombres. En casi todas las ollas se realizaban asambleas semanales de planificación y existían diversos grupos de trabajo.
“Nuestras ollas tienen que ser transitorias, porque el hambre no podemos aceptarlo como algo permanente. Pero los que nos formamos aquí, las organizaciones que hemos echado a andar son parte de lo que quedará”, señalaba una de ellas.
Las organizaciones que se echaron a andar tuvieron dos principales impulsoras: Ana María Medioli, trabajadora social de la Universidad Católica, y Mirtha Ossandón. Después del golpe militar, Ana María trabajó en el Comité Nacional de Ayuda a los Refugiados Extranjeros (CONAR). Tras un año y medio allí, se integró al Comité Pro Paz y luego a la Vicaría de la Solidaridad, donde fue la encargada de la Zona Oriente, la que fue conocida por el trabajo en las ollas comunes y los comedores infantiles, pero, sobre todo, por su trabajo con las mujeres.
En 1991, Ana María volvió a la Vicaría Central para hacerse cargo del Comando Nacional de Ollas Comunes, que se había formado por una condición impuesta por la Organización Holandesa para Cooperación Internacional al Desarrollo (NOVIB) para continuar con el financiamiento de las ollas comunes. Poco tiempo después, dejó la Vicaría y creó –junto a Mirtha Ossandón– la ONG Programa Acción con Mujeres, Prosam. Esta ONG siguió trabajando con las mujeres de las ollas comunes, que ya estaban organizadas, y con algunas dirigentas sociales de comunas más vulnerables. El objetivo era formarlas como microempresarias y gestoras de sus propios proyectos.
Ana María y Mirtha querían que las mujeres pudieran formar empresas de alimentación y ser proveedoras de la Junaeb. Lo lograron. Llegaron a existir ocho empresas en distintas comunas de Santiago e, incluso, en más de una oportunidad fueron evaluadas como las que daban la mejor alimentación.
Finalmente, las ollas comunes se convirtieron en una oportunidad para progresar de muchas pobladoras, más allá de ser la opción que tuvieron miles de familias para paliar el hambre en tiempos de dictadura.
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