Por: Francisca Palma | Publicado: 23.09.2023
El autor de “Los más ordenaditos. Fascismo y juventud en la dictadura de Pinochet”, ahonda en lo que ha denominado como el proceso de fascistización iniciado los primeros meses post golpe, evidenciando la importancia de este segmento de la población –los jóvenes- para el régimen, cuyos resultados se evidencian hasta la actualidad. Por esta publicación el académico de la Universidad Austral (UACh) es uno de los ganadores del Premio Manuel Montt, otorgado por la fundación homónima y la Universidad de Chile, cuya entrega se desarrollará este lunes 25 de septiembre.
“Lo que comienza a urdirse a los pocos meses del golpe, es una verdadera religión política, ultranacionalista, catolicista, antimarxista, militarista y semicorporativista pero, sobre todo, refundacional y regeneradora, huellas inequívocas de un fascismo en curso”.
Así describe el doctor en Antropología y académico del Instituto de Historia y Ciencias de la UACh Yanko González Cangas el repertorio desplegado por el régimen militar como parte de sus acciones prioritarias: el adoctrinamiento de la juventud. Pero no una juventud cualquiera.
Estas conclusiones forman parte de “Los más ordenaditos. Fascismo y juventud en la dictadura de Pinochet” (Hueders, 2020), volumen acreedor del Premio Manuel Montt en la categoría Ciencias del año 2022, recientemente anunciado por la Universidad de Chile.
Otras dimensiones
Seleccionado entre más de 170 obras postulantes a sus diferentes categorías, para el comité evaluador el libro de González “entrega importantes antecedentes de una parte de la historia política y social reciente de Chile que no ha sido explorada en todas sus dimensiones”; razón por la cual el autor recibirá el premio este lunes 25 de septiembre, en una ceremonia abierta al público a desarrollarse en el Salón de Honor de la Casa Central a las 17:00 horas.
Inspirada en experiencias como la España franquista, este “golpe generacional” dedicado a educar la conciencia, es descrito por el investigador como un proceso de fascistización.
“Hasta fines de los 70 la dictadura cívico-militar se inscribía en un proceso real de fascistización no solo porque se apropia de las claves represivas del fascismo, ‘salva’ al capitalismo y le imprime un cariz terrorista a la dominación de clase, sino que implementa, de manera deliberada, instrumentos simbólicos, retóricos, comunicativos e institucionales de raíz fascista para fortalecerse y reproducirse generacional e ideológicamente”, explica González.
Abordaje institucional
¿Cómo se materializó ese proceso? A partir de la creación de una Secretaría Nacional de la Juventud y el Frente Juvenil de Unidad Nacional, organismos dedicados a “educar” y reproducir los planteamientos oficiales, uno desde el abordaje institucional, y el otro como una especie de “partido único”.
A lo que se suman instancias formativas, encuentros, e incluso rituales, detrás de las cuales, entre sus principales promotores y gestores estuvo Jaime Guzmán, “un perspicaz ‘juvenólogo’”.
Esta “nueva mentalidad”, agrega, “había colonizado muchas subjetividades. Es curioso, porque a través del culto a la juventud la dictadura cívico-militar a través de Jaime Guzmán no sólo cristalizó una Constitución, sino también forjó una mentalidad colectiva, un ethos que pervive aún. De ahí que ese sencillo rayado aparecido hace algún tiempo resulte tan interpelante y conflictivo para el Chile de hoy: “desguzmanízate”.
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– ¿Cómo se explica este modelo fidelizador de la juventud en un contexto de promoción de la desafección política-militante/aniquilación de la misma como fue la dictadura?
Ocurrido el golpe de Estado se debe resolver una paradoja: por un lado despolitizar de cuajo a la sociedad chilena -y lo hace a través de la represión, asesinatos y terrorismo de Estado- y, por otro, alimentar y ensanchar políticamente a la sociedad civil para que lo sustente y legitime. La solución a ello fue la cooptación estratégica de mujeres y, principalmente, de jóvenes, pues Jaime Guzmán, un perspicaz “juvenólogo” sabía que históricamente estos eran los actores axiales para sostener o derrumbar un orden constituido, ya por su capacidad movilizadora, de choque, ya por su capacidad de relevo, de proyección.
Así las cosas, no es casual que, a un mes del golpe de Estado, en octubre de 1973, se funda la Secretaría Nacional de la Juventud (SNJ) y un año más tarde, el Frente Juvenil de Unidad Nacional (FJUN) que, en la práctica, era un “partido único”, el único organismo político autorizado para funcionar en un contexto de prohibición de cualquiera orgánica partidaria.
Jaime Guzmán entiende esta paradoja, por ello que uno de los imperativos fundamentales que le plantea a la Junta en uno de sus primeros memorándums es la creación de estas “juventudes de Estado”, donde dice textualmente que estas entidades deben “establecer una comunicación entre el régimen y la juventud, que le permita a las Fuerzas Armadas y de Orden inspirar una nueva generación de chilenos, dotados de una nueva mentalidad”. Allí está el germen de la tentativa de la dictadura, distinta al del terror y la violencia, para asegurar su sobrevivencia y reproducción a partir de la instalación de un nuevo credo, una convicción sin necesidad de un poder externo que la sostenga.
-Considerando que el libro evidencia las formas de atraer a la juventud al marco referencial -por decirlo de modo general- de la dictadura y sus principios, y que las voces recogidas son de distintas regiones, ¿existieron particularidades de esta política de estado a nivel territorial?
Sí, aunque bajo un mismo guion ideológico. Múltiples fueron las variantes, por ejemplo, rituales, pero que respondían a un fenómeno de enorme significación, como lo fueron los procesos de reproducción y producción simbólica. Por ejemplo, en los diversos “chacarillas regionales”, la vigilia y las antorchas tuvieron una especial relevancia subjetiva y permitió fenómenos de apropiación ritual muy interesantes, a tal punto que en algunos lugares las marchas con antorchas se hacen en motocicletas o se sitúan en lugares de alta significación histórica, como los torreones en Valdivia o el Fuerte Bulnes en Punta Arenas.
Debemos entender que estos ceremoniales permiten “vivenciar” la pureza, el sacrificio, la valentía y renovación de los héroes adolescentes de la batalla de La Concepción, puesto que se transfiguran ritualmente en las y los héroes juveniles del presente -los 77 jóvenes elegidos en cada caso, ciudad o pueblo-, que defienden la “unidad nacional” -metonimia para referirse al propio régimen- ante las ideas foráneas anticristianas o la agresión por parte del “comunismo internacional” en contra de los “salvadores de la patria”.
Ahora, el gran problema es que este tipo de actividades son tan gravitantes como otras que tuvieron un impacto numérico y transversal aún mayor, y que por ser menos públicos y mediáticos, se han subestimado. Es el caso de los cientos de campamentos juveniles, jornadas de capacitación, seminarios y otros rituales de adhesión, como las promesas y juramentos de fidelidad a los principios del régimen que se hicieron, en algunos casos, de manera masiva.
–Metodológicamente, desde la antropología, ¿cómo se rastrean las huellas del abordaje institucional de la dictadura sobre la juventud?
Fue una de las cuestiones más desafiantes de la investigación que posibilitó el libro, no sólo desde el punto de vista “técnico” y disciplinario, sino también epistemológico y empírico. El acento estaba puesto en las narrativas biográficas juveniles que habían participado directa o indirectamente de lo que sostengo es un proceso real de fascistización que acaece en los diez primeros años de la dictadura cívico-militar chilena. Por tanto, se trataba de reconstruir vidas imbricadas en este proceso desde el punto de vista de los propios sujetos -en antropología llamamos a esto, perspectiva “emic”- para llegar a comprender la “fragua” y el impacto de este proceso en la producción de subjetividades.
Para situar dichas narrativas y llegar a grados más profundos de interpretación, en un contexto de extrema opacidad de fuentes institucionales, había que triangular estas voces con una gran cantidad de retazos de registros, archivos nombrados pero inexistentes, o muy purgados, documentos incompletos repartidos en dos o más países o en varias ciudades de Chile, etc.
– ¿Cómo se inscriben los actuales idearios de corte fascista en la trayectoria de la experiencia vivida en dictadura?
En sus primeros años la chilena no fue una dictadura de corte tradicional, cesarista, que prefiere dejar a la población inmovilizada y despolitizada. No. A través de la SNJ y especialmente el FJUN, que opera como dijimos como partido único, el régimen promueve la participación, movilización y adhesión popular. A través de múltiples procedimientos “fascistiza” expresivamente a las juventudes y, colateralmente, a todo al régimen.
Es una “situación fascista” en la medida que se adoptó un repertorio de elementos funcionales y putativos del fascismo, incluido un corporativismo aggiornado. Creo que son esos elementos los que nos permiten zafarnos de una ceguera, aquella que no ve más que un autoritarismo de “pluralidad limitada”. Estas posturas casi siempre rechazan de antemano la noción de fascismo para entender regímenes como el de Bolsonaro o Trump, movimientos como los de Milei en Argentina o partidos como Vox en España, porque estos no se declaran fascistas, o sus adherentes no exhiben suásticas, ni camisas negras, ni alzan los brazos aullando Heil Hitler.
En lo que hay poner atención es en la “amorfia” dinámica del fascismo, puesto que el fascismo mimético, de caricatura, se desactiva a sí mismo. Lo clave es entender las permutaciones históricas y coyunturales del fascismo y distinguir entre el bosque de discursos y prácticas, los actores y las fuerzas que son capaces de transportar de manera eficaz parte de la esencia del fascismo que, desde mi punto de vista, no sólo descansa en el corporativismo económico y político, el anticomunismo, la militarización o el terrorismo de Estado, sino también, en los esfuerzos institucionalizados y verticales de “purificar” a la nación, de buscar la aquiescencia y lealtad de la sociedad civil y de colonizar las subjetividades con un ultranacionalismo de cariz palingenésico y redentor capaz de vencer a todos los “enemigos” de la patria.
En ese trance, se van construyendo los “enemigos internos”, chivos expiatorios, que el posfascismo del siglo XXI reelabora una y otra vez, al reemplazar, por ejemplo, el antisemitismo por la islamofobia, al judío por el inmigrante o donde la “inseguridad” justifica un estado policiaco, carcelario, aporofóbico y juvenocida como el de Bukele en El Salvador. Y claro, una parte importante de la narrativa del partido Republicano en nuestro país está sembrado de algunas huellas a veces imperceptibles, pero indelebles, tanto del fascismo categórico, como del neofascismo, especialmente en lo referido a una serie de “naturalizaciones” sobre el rol de la mujer, la homología entre raza y etnia, un esencialismo identitario traducido en un ultranacionalismo de cariz palingenésico y excluyente. Ya ves, como decía Primo Levi “cada época tiene su propio fascismo”.
-Recientemente, la ex presidenta Bachelet se preguntaba en una conferencia en la Universidad de Chile: “¿En qué hemos fallado para que los jóvenes pongan al mismo nivel la democracia y el autoritarismo?». ¿Cómo crees que se podría responder esa pregunta?, ¿es tan así según lo que has investigado?
Creo que es un cuestionamiento lúcido el de la expresidenta y nos debiera poner en alerta de uno de los efectos más perdurables de la experiencia dictatorial. El régimen no solo cristalizó una Constitución, sino una mentalidad colectiva, una hegemonía de orden cultural perdurable una vez que los militares dejaran el poder. Y esta narrativa que una vez fue hegemónica, se creía derrotada en el espacio agonístico, de lucha, que es la memoria. Se creyó, erróneamente que se había solidificado una memoria coincidente, una lectura colectiva de los recuerdos sobre la abyección que significó el golpe de Estado y la violación sistemática de los derechos humanos que pondría freno a cualquier imaginario antidemocrático o proyecto autoritario. Pero la memoria es un espacio en disputa constante y persistente, que se nutre justamente por los intereses y actores de una “ahoridad” que puede alterar sustantivamente lo que se creían recuerdos -y saberes- colectivos estabilizados. Y eso se materializa en la discursividad de los herederos directos del pinochetismo, en la captura de sentido que esa discursividad encuentra en la coyuntura local y mundial, y la consecuente metabolización que las y los nuevos votantes obligatorios, concentrados en un número no menor de jóvenes mesocráticos y urbano-populares, hacen de esos contenidos. Y lamentablemente descubrimos de súbito tentativas para hegemonizar, nuevamente, una memoria generacional en la cual la justificación del golpe, el orden y jerarquía “natural”, el tutelaje autoritario, el disciplinamiento policial o el paternalismo moral de un Estado antidemocrático, se cuela como si fuera una posibilidad legítima y alcanzable en una pluralidad de alternativas.
La enseñanza fundamental de esto es que la memoria es un refugio que nos evita la reiteración de aberraciones, pero también es munición dispuesta, en el sentido de sus múltiples usos políticos e ideológicos que nos puede conducir a repetir o profundizar las aberraciones. Aunque a veces logra estabilizarse virtuosamente, nadie tiene su monopolio a perpetuidad, por lo que el trabajo con y desde la memoria debe ser una labor fundamental, sin fecha de caducidad. “Qué antiguo puede ser el futuro”, le reitero a mis estudiantes a propósito de estos fenómenos, invitándolos a cavilar sobre el horror.
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