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jueves, 25 de octubre de 2018

OPINIÓN


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Los desesperados conatos del negacionismo

por  25 octubre, 2018
Los desesperados conatos del negacionismo
Esta claro que las cartas desde Punta Peuco y el apoyo a Miguel Krassnoff son una respuesta ante procesos judiciales que no se detienen y condenas que se deberán cumplir. Son un conato de asonada por parte de residuos del pinochetismo, que revela la desesperación del negacionismo ante la fuerza de la memoria histórica del país y, también, es un aviso de que seguirán presionando.

En estos días, la criminalidad de los autores del terrorismo de Estado se ha agravado por su insolencia ante las víctimas y sus familias, por su nulo arrepentimiento, así como su insistencia en negar los hechos que los Tribunales de Justicia han confirmado a lo largo ya de dos décadas, desde que se respetan los Tratados Internacionales sobre los Derechos Humanos suscritos por el país.
Los condenados por ultimar a centenares de víctimas en la Operación Cóndor, acciones terroristas como la Caravana de la Muerte, el secuestro, desaparición y posterior ejecución de las direcciones clandestinas de los partidos Socialista, Comunista y el MIR, siguen diciendo que los crímenes de su autoría son “presuntos ilícitos”, en alegatos enviados al comandante en Jefe del Ejército, general Ricardo Martínez.
Esa presión al alto mando castrense no es casual, coincide con la acción de indisciplina en la Escuela Militar a favor de un ejecutor de crímenes de lesa humanidad, que llevó al retiro de dos coroneles, dada una conducta que violó –de forma flagrante– la norma constitucional de no deliberación y prescindencia a que se obligan los propios uniformados en el juramento a la bandera que realiza cada promoción de oficiales.
Esta claro que las cartas desde Punta Peuco y el apoyo a Miguel Krassnoff son una respuesta ante procesos judiciales que no se detienen y condenas que se deberán cumplir. Son un conato de asonada por parte de residuos del pinochetismo, que revela la desesperación del negacionismo ante la fuerza de la memoria histórica del país y, también, es un aviso de que seguirán presionando.
En esta materia no hay excusa posible y el lazo familiar no exime, sino que acentúa la responsabilidad de quien detenta lo que los ciudadanos civiles no tienen y que es lo fundamental de una institución castrense, el monopolio del uso de la fuerza destinado al resguardo de la soberanía nacional y no para usarse en una incorrecta agitación que deviene en una indebida intromisión en la independencia de los poderes del Estado. 
La ultraderecha insistirá con cartas de los condenados y ofensas como las de una diputada, tratando a la brigada muralista Ramona Parra de terrorista y a una víctima, Carmen Hertz, como culpable. Así confirman su afán negacionista y a la vez, indican una irremediable desesperación ante una perspectiva que no cambiará: Chile cada día más será capaz de asumir su historia.
Los presos por terrorismo de Estado son los primeros en negar y desconocer su participación directa en los hechos, pero, a renglón seguido, se justifican en “el cumplimiento de órdenes”, ese paraguas para todo uso que anula su responsabilidad criminal. Así corrompen un valor esencial que debe inspirar la formación militar: el respeto a la vida y la dignidad del ser humano, como el avance más trascendente de la humanidad.
El oficial que ejecutó órdenes criminales, que lo llevaron a cometer feroces asesinatos, no puede alegar inocencia, más aún cuando, durante tantos años, su conducta ha sido de burla y humillación de las víctimas y de sus familias, indicando con ello que no existe el mínimo arrepentimiento de las atrocidades cometidas. Los crímenes de lesa humanidad no son una acción de combate, sino que una distorsión tan grave que se convierte en una aberración, un proceder indigno, carente de hombría al aceptar “órdenes” inadmisibles.
En todas las naciones, sistemas sociales o económicos –y no importando creencias religiosas– hay personas que se dedican al ejercicio de la profesión militar, la mayoría de ellas lo hace con honor, asumiendo un compromiso-país, aportando activamente a su comunidad nacional, saben bien que no es su oficio matar, flagelar o perseguir a los demás y, menos, aniquilarlos por sus ideas y/o principios políticos.
En Chile está vivo el legado de los ex comandantes en Jefe del Ejército, generales René Schneider y Carlos Prats, que jamás habrían pensado su misión profesional o se hubieran concebido a sí mismos, a sus colegas o subordinados como verdugos sin valores ni conciencia que ejecutan o liquidan civiles, por diferentes que fuesen sus maneras de pensar.
Por cierto que el envilecimiento de la justa doctrina del profesionalismo castrense la inició Augusto Pinochet, al traicionar el juramento de lealtad a la Constitución que le tomó el Presidente Salvador Allende, el 23 de agosto de 1973 y al hacer uso brutal de la fuerza para derribar su gobierno constitucional el 11 de septiembre.
Pinochet fue actor principal en negar los crímenes ejecutados bajo su mando. Lo hizo enviando misiones de empingorotadas figuras de la derecha a su servicio a las Naciones Unidas, con el objetivo de decir que no había ni crímenes ni víctimas, ante las reiteradas condenas de la comunidad internacional.
También negó el atentado a Orlando Letelier en Washington, a Prats en Buenos Aires, a Bernardo Leighton en Roma. No solo eso, intentó lo que creía era la maniobra perfecta de ocultamiento de la criminalidad del régimen, la acción de apresar, torturar y hacer desaparecer los presos políticos, después ordenó la redacción y aprobación de la Ley de Amnistía de 1978, que exculpara a los responsables de los crímenes, por supuesto, a él mismo, el genocida principal.
La puesta en marcha de este instrumento de autoperdón de los ejecutores del terrorismo de Estado se ideó e instaló con el objeto de que la amnistía, al establecer que no había delito y tampoco responsabilidad penal de los autores, imponía la más cruel impunidad, a las víctimas se les quitaba la vida y se negaba su propia existencia.
Fueron años en que la derecha lo aplaudía con euforia. Fue tanto que, ofendiendo los símbolos patrios, se autodenominó “capitán general”, el mismo grado que el libertador Bernardo O’Higgins ganó en los campos de batalla, por eso, el día que lo arrestaron en la London Clinic resultó devastador para sus delirios de grandeza. Allí comenzó un nuevo capítulo, las víctimas volvían a escena y el dictador ya no iba a morir exaltado por la falsa aureola de gloria permitida por su impunidad, sino que como ladrón y criminal.
Así fue, el clamor social repudiando el terrorismo de Estado se hizo más fuerte y la Corte Suprema vivió profundos cambios en su composición hasta que, en 1998, los jueces ya no tuvieron reprimendas o sanciones por la aplicación de los Tratados Internacionales suscritos por Chile, como fuera el caso del eminente juez Carlos Cerda, castigado en 1983 por su rectitud moral y rigor jurídico.
Cuando los autores de las acciones genocidas tomaron nota de que serían juzgados, iniciaron la descalificación de sus víctimas, las que no solo sufrieron en lugares secretos de detención y tortura sino que son ofendidas y tratadas de “lumpen terrorista” o “mentes enfermizas” por los victimarios, que notan la imposibilidad de frenar o anular los juicios que les recluyen con cada vez más años en prisión. Así se aclara una vez más que la ruta a la verdad y la justicia es muy larga, pero posible.
La ultraderecha insistirá con cartas de los condenados y ofensas como las de una diputada, tratando a la brigada muralista Ramona Parra de terrorista y a una víctima, Carmen Hertz, como culpable. Así confirman su afán negacionista y, a la vez, indican una irremediable desesperación ante una perspectiva que no cambiará: Chile cada día más será capaz de asumir su historia.
  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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