que incitara a su recuerdo. Se llegó incluso a demoler las vías y los acueductos que había erigido. “Y si alguna obra quedara en pie –dice el memorando–, recibirá el nombre de un próximo [gobernante]”.
La damnatio memoriae era una de los castigos más severos que un romano podía concebir; acaso tan temido como el exilio entre los griegos. Roma representaba el principio y el fin del mundo. Morir fuera de su memoria equivalía a una vida execrable.
Después de la Segunda Guerra Mundial, durante los juicios de Nuremberg que condenaron a algunos (muy pocos) de los jefes del nazismo, el derecho moderno se adentró en una práctica similar a la romana, sólo que con otros medios y con el fin, acaso, opuesto. La idea que se escenifica en Nuremberg consiste, esencialmente, en poner al descubierto las atrocidades cometidas por el nacionalsocialismo. Lejos de borrar los nombres de sus responsables, éstos deberían ser exhibidos, en las más disímbolas versiones, como procedimiento de escarnio. Y así sucedió: sus historias, imágenes, relatos, emblemas se reproducen hasta la fecha ad infinitum en cintas, novelas, historias, redes sociales, instalaciones y exposiciones de museos. En la modernidad, el castigo no reside en el olvido, sino en la hiperexhibición.
Desde entonces, los juicios de la memoria forman parte de una dimensión política global que consiste en la denuncia de los crímenes del pasado como dispositivo del esfuerzo por democratizar la vida pública de sociedades que transitaron por regímenes autoritarios o dictatoriales. Esta práctica ha tenido los más disímbolos efectos. Uno, sin duda positivo, reside en su capacidad para, al menos, contener las tentaciones autoritarias que siempre acechan. Sin embargo, otro de sus efectos, inesperado del todo, ha redundado en otra forma de borramiento del pasado. En varios de sus libros, Enzo Traverso señala cómo la reducción de grandes conflictos sociales (la lucha contra el fascismo en Europa, la resistencia contra las dictaduras y los órdenes oligárquicos en América Latina, las batallas contra el apartheid en Sudáfrica, etcétera) a la lógica entre víctimas y victimarios ha eclipsado por completo la historia de las víctimas
. Para empezar, por el hecho inicial de llamar a sus protagonistas víctimas
.
De la Segunda Guerra Mundial se recuerdan las víctimas de la Shoah, pero los combatientes antifascistas, en su apabullante mayoría hombres y mujeres de izquierda, resultan hoy desconocidos por completo. En la memoria de la guerra sucia en México, se olvida que Luis Echeverría acabó con una generación de jóvenes, no porque era un represor simplemente, sino para aniquilar las posibilidades de una nueva revolución social. Y así sucesivamente.
Este nuevo reduccionismo histórico acarrea consigo otro dilema: los victimarios pueden situarse súbitamente en el papel de las víctimas
. Tal y como aconteció el mes pasado en el Campo Militar número 1 cuando se dejó entrar a los familiares de los caídos –léase: caídos, no víctimas– bajo la represión militar de los años 70 y 80. Sin que mediara aviso, el Ejército se declaró a sí mismo otra víctima
de esa guerra. En la lógica de la víctima y el victimario, quién mató, torturó y diseminó a poblaciones enteras, es decir, el Ejército, con un giro emblemático aparecía del otro lado de la mesa. Si el gobierno de Morena tuvo alguna vez el propósito de transformar el viejo régimen, su apoyo, fomento y fortalecimiento del antiguo Ejército no hacen más que preservar la pieza clave en que se sustentó el régimen neoliberal. Imposible pensar así en una reforma sustancial de la sociedad mexicana. La cauda de intervenciones militares para impedir que una fuerza social realmente democratizadora surgiera durante esos años ha sido ya documentada.
La deconstrucción del reduccionismo histórico, basado en la lógica de la víctima y el victimario, que eclipsa toda la historia social y política del conflicto mismo representa, en su escritura y despliegue mismos, uno de los mayores desafíos para quienes piensan que la historia puede ejercer una función crítica en el imaginario de una sociedad.
Por Ilan Semo
Fuente: La Jornada
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