El resultado de la consulta constitucional del 4S ha tenido este 18 de octubre su expresión en las calles. Entre ambas fechas, separadas por poco más de un mes, observamos de distintas maneras la decantación de los fragmentos del estallido del 2019. La grieta política que abrió hace tres años la revuelta tiende a cerrarse y lo está haciendo de la peor manera: hacia una clausura que se presenta como negación de las causas de la revuelta.
El triunfo del Rechazo, cuyas causas han levantado numerosas polémicas entre especialistas y observadores, sólo ha hallado una entre la clase política que no hace falta desagregar en estas líneas. Para la derecha y crecientemente para los partidos en torno al gobierno, se trata de un rechazo a los cambios y a las demandas identitarias. La corriente mediática se ha encargado de hacer la narrativa sobre esta oportunista opinión que solo beneficia a las elites y a las extensiones del poder.
En estos meses se han sucedido de forma desordenada y aleatoria una serie de hechos dispersos. Una acumulación de voces, decisiones y acciones, que no son proceso ni suma. Por un lado, desde el arrollador rechazo a la propuesta de nueva constitución a la escasa presencia en las calles de organizaciones y grupos territoriales en el aniversario del 18-O. Si el 2019 se visualizaban nuevas banderas y millares de pancartas por demandas e identidades colectivas, esta multitud fragmentada finalmente no cuajó. El martes no estaban en las calles. La escasa participación no logró levantar una masa crítica capaz de neutralizar a las unidades COP de carabineros. La represión se dejó caer de la forma más real y cruda ante los pocos que llegaron.
En las calles no hay mucho más que esto. Sí, un clima aún más desolador que el previo al 2019. Deterioro urbano, confusión, ausencia de expectativas manifestada desde las subjetividades a las corrientes políticas. El 4S, ratificado este 18O, son dos fechas que han terminado con las movilizaciones iniciadas hace más de diez años. Cansancio, hastío, desconcierto. Una profunda tristeza que parece duelo.
Por otro lado, vemos el oportunismo de las elites canalizado hacia la clase política. Negociaciones en el club para instalar el espejismo de una nueva constitución. Una imagen que solo se representa a si misma. Un proceso constituyente desconectado del pueblo que no tiene ni tendrá ni dirección ni sentido.
Con las organizaciones populares en estado de shock, las elites, financistas y poderes en la sombra, han comenzado a estimular aquel fantasma expresado en el 62 por ciento. Una cifra que representa una multitud desconocida que desconfía de todo y todos que puede ser usada como arma de destrucción masiva. No es difícil observar cómo un grupo de outsiders de la política comienzan a conducir a estos millones de indignados.
Lo que observamos cada día con mayor claridad no tiene nada de nuevo. Ni aquí ni en otras latitudes. El crecimiento exponencial de las derechas alternativas gana adeptos cada día porque es capaz de tocar las fibras más sensibles de las ciudadanías. La rebeldía hoy es de derechas, dice el sociólogo argentino boliviano Pablo Stefani, aunque no es una invención. Patear el tablero democrático es un comportamiento natural para las ultraderechas.
Había un tweet esta semana que comparaba la situación de Estados Unidos y Occidente con la República de Weimar. No es mala la imagen. Pero es terrible. Si en las dos primeras décadas del siglo pasado aquel trance estuvo limitado a los perdedores de la Primera Guerra, hoy parece repetirse y reproducirse a escala global: inflación creciente, recesión ad portas, desempleo, auge de las ultraderechas y decadencia de las socialdemocracias y las ideologías liberales.
Es este último punto tal vez el más delicado. Volvamos al caso de Chile. Treinta años de neoliberalismo con gobiernos socialdemócratas o liberales. Treinta años de crecimiento económico, sin duda, que benefició a unas pocas familias y sociedades. Nunca Chile había sido tan rico, pero nunca tan desigual. Un periodo para ganancia de rentistas mineros y forestales, para la banca y las finanzas, que ha destruido el tejido social, los derechos básicos, el ambiente y la dignidad del trabajo.
Todo esto bajo gobiernos democráticos bajo el sello liberal o socialdemócrata. Un proyecto político que no sólo ha fracasado sino que estalló por los aires el 2019 y que solo el cinismo sin límites de una soberbia clase política se niega a admitir. Lo que hay a partir del 2019 no es otra cosa que un intento por resucitar un proyecto político terminado.
¿Por qué fracasó? Simplemente porque fue incapaz de cumplir las demandas más básicas del pueblo y enfrentarse a los grandes poderes y al gran capital. Pueden haber mil argumentos que busquen justificar lo no realizado, como el fin de las AFP, el oportuno reemplazo de la Constitución de Pinochet a la mala salud. No importa mucho porque es tarde. Los aparentes consensos de los últimos treinta años no han sido más que sumisión de esas socialdemocracias a las derechas y a los poderes económicos con su proyecto neoliberal. El historiador Felipe Portales advirtió de este desvío hace varias décadas.
El historiador liberal estadounidense Timothy Snyder en sus estudios de las ultraderechas, desde Trump al nazismo, apunta a la debilidad de las también corruptas instituciones liberales para hacer frente a las ultraderechas. Son aquellas el objetivo principal, desde el incendio del Reichstag en Berlín al asalto por la alt right al Capitolio en 2020. La táctica es la misma porque los resultados son los esperados.
En marzo pasado el gobierno del presidente Boric se sumó a los que gobernaron Chile durante los últimos treinta años. No habrá cambios aun cuando el discurso y algunas voluntades lo anuncien. No pueden haber transformaciones radicales, aquellas que demanda la ciudadanía, porque no es posible una conciliación con los grandes poderes. Ya podemos ver qué sucede con la reforma tributaria o la de pensiones mientras el tiempo apremia. No hay tiempo para entrar en largas negociaciones mientras la ciudadanía aprieta los dientes y el cinturón. Estimar que algo bueno pueda salir de estas negociaciones es cerrar los ojos y no atender a la memoria de los últimos años.
El gobierno y las voluntades de transformación social entraron desde el 4S en un callejón sin salida, en un proceso que estará marcado no solo por la impopularidad y la decepción sino por la inflación, la recesión, la pérdida de empleos y de expectativas. Un momento en especial difícil que será arrebatado por el que grite más fuerte. La agenda política ya la impone la derecha y la ultraderecha, los populismos están desatados, como vemos en la alianza Jiles-Parisi, en tanto el gobierno pierde puntos de apoyo cada semana y hasta el respeto y la consideración. No es sano que al presidente lo insulte la ultraderecha cada semana.
La rebeldía es hoy de derecha y su principal enemigo son aquellas instituciones, desde la ONU a la Cámara, desde las universidades a las ONGs. Apunta contra los colectivos identitarios bajo la denominación de marxismo cultural, una derivación gramsciana que tuvo éxito rotundo en la campaña contra el rechazo. Todos son marxistas, desde los animalistas, feministas, la comunidad LGTVI, ambientalistas, los pueblos originarios, académicos, poetas o artistas.
Si la vieja izquierda, hoy en vías de extinción, puso en sus momentos de gloria en el centro del combate a las instituciones “burguesas”, hoy el péndulo se mueve a una derecha que ve al marxismo cultural en aquellas mismas antiguas instituciones liberales.
¿Cómo se frena este nuevo desvío de la historia? Con una izquierda que haga bien su tarea. Pero esa historia no se está escribiendo.
Por Paul Walder
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