El día en que matamos a Allende
por Rafael Luis Gumucio Rivas 18 octubre, 2022
Es difícil para alguien de mi edad y condición no asociar la palabra Allende con la palabra dignidad. Allende, la dignidad se convierte en costumbre, se llamaba justamente un álbum recopilatorio de Patricio Manns del 2003, aunque la canción de 1974, “La dignidad se convierte en costumbre”, se la dedicaba el cantautor al mártir del MIR Bautista Van Schouwen.
La dignidad de Allende fue la de asumir en carne propia no solo el riesgo de la revolución, sino el de la continuidad de la república. La dignidad fue dar su vida para hacer carne y sangre esa contradicción, morir para cambiarlo todo y morir al mismo tiempo para mantener lo esencial del mundo ya existente. Fue dar la cara por el pueblo y su necesidad de igualdad y justicia, pero también por la democracia y sus reglas, sin lo cual esa igualdad y esa justicia no son solo imposibles sino peligrosas para el mismo pueblo.
Fue el sacrificio propio y a cara descubierta, de un hombre que pensó que la política, la política democrática, parlamentaria incluso, era la vía por la que el pueblo con paciencia y pasión podía acceder a los ansiados cambios sin sacrificar la sangre y el terror de sus mejores hijos. La dignidad de Allende residía justo en eso, en impedir con su sacrificio los ríos de sangre de una guerra civil que parecía inevitable hasta ese 11 de septiembre de 1973. Las grandes Alamedas querían decir también eso, que ahora no era posible, que ahora no era probable que se abrieran, pero que mañana en su nombre esas Alamedas se llenarían de hombres libres dispuestos a construir una sociedad mejor. No el “socialismo”, no la “revolución”, dejó dicho Allende en su último discurso, sino la sociedad mejor, un deseo en que podrían encontrarse mañana hombres y mujeres liberales, democratacristianos, socialistas, comunistas, cristianos y ateos sedientos de justicia todos.
La dignidad de Allende consistió en decir “muero yo para que no muera esa promesa, ese sueño que una guerra civil hará imposible no solo para hoy sino para siempre”. Fue la dignidad de Allende, su decisión de elegir, hasta la muerte, la política como vía de liberación de los hombres. Con ese sacrificio les otorgó a sus herederos de la izquierda la fuerza de resistir a la dictadura y luego derrocarla, sin reemplazar al tirano por otro. La dignidad de Allende le otorgó entonces a la izquierda chilena la polémica “superioridad moral” que le permitió de alguna forma mirar la historia de Chile sin sonrojo y conseguir una legitimidad democrática que muchas otras izquierdas de este continente, y de otros, perdieron y siguen perdiendo.
Todo eso murió el 18 de octubre del 2019. Un grupo, del que no se sabe casi nada, quemó la mitad de las estaciones del metro de Santiago. Este fue el comienzo de un programa extrañamente coherente de destrucción de todo y cualquier cosa que oliera a público, a estatal, a igualitario, a común. Los semáforos, las plazas, las veredas, los colegios y las universidades fiscales. Eso y Carabineros, la fuerza pública, una de las pocas instituciones, junto a la Iglesia, que habita las poblaciones y los barrios acomodados. Instituciones más que cuestionables, la Iglesia y Carabineros, más que cuestionadas pero que resultaban una especie de articulación secreta de una sociedad que quedó sin ninguna autoridad creíble en manos del puro impulso, el hambre, la sed, la injusticia y desigualdad de siglos y las de ahora mismo puestas en el mismo plano. Una sociedad librada a la impresión, demasiado cierta, de que en manos de la frívola irresponsabilidad de Pinera y su equipo no llegaríamos nunca a ninguna parte. Que pagar las cuotas de las tarjetas con más tarjetas de créditos no nos daría las cuotas de nada sino más deudas.
Las razones por las que los usuarios del metro, sus dueños, la gente común y corriente y a pie, celebraron como una liberación el sabotaje de su medio de transporte, son largas y complejas de analizar. Allende en su tiempo vivió la Revuelta de la Chaucha y todas las posibilidades del ibañismo, ese peronismo sin Perón que nos tocó a los chilenos. Sin dejar de proclamar la justicia de los reclamos de los movimientos sociales, Allende no cedió, más que parcial y contradictoriamente, a los cantos de sirenas de los que creen que se puede conseguir más democracia fuera de la democracia. Traumatizado por el ejemplo español, se preocupó de que la izquierda y la derecha tuvieran la misma bandera, los mismos héroes, la misma Constitución incluso. Fracasó en lograr que tuvieran el mismo Ejército y esta fue la clave de su tragedia y la nuestra.
El 18 de octubre, la izquierda política, y más aún la cultural y más aún la intelectual, olvidaron todas las lecciones de Allende. La bandera chilena en negro y las banderas mapuches que reemplazaron la tricolor, fueron la señal que lo que la derecha no logró, matar a Allende, lo consiguió la izquierda por pura frivolidad. Una izquierda educada en inglés ignoró y aún ignora la historia de los héroes que proclama. Envanecidos por el éxito de esa gigantesca campaña de marketing que fue el estallido, se les olvidó que le faltaba un producto que vender. Solo algunos pocos tuvieron la lucidez suficiente para proponer un camino constitucional que no iba a cambiar finalmente nada, pero iba a conseguir encaminar en palabras los gestos, en conceptos los gritos, en comedia la tragedia.
La nueva Constitución no llegó a ser constitucional quizás porque estaba marcada por el sello trágico del movimiento que la engendró: un enorme torbellino de energía sin dirección, un enorme gesto sin autor ni autores, una sola expresión anónima de necesidad, un puro mordisco de mendigos que confirman, en su imposibilidad total de asumir el poder, que su lugar es el del que pide y no del que exige. Como el perro Matapacos, que como todo perro que ladra mucho, nunca supo morder.
El orden social en toda su implacable sordidez quedó confirmado después de esa primavera que todos calificaron de carnavalesca. Olvidaron que ese era el rol del carnaval en la Edad Media, confirmar el orden en que el pobre nació pobre y morirá tal. Los poderes fácticos que compraban políticos fueron reemplazados por la pura fuerza del crimen más o menos organizado que compra directamente a la gente y la asesina también en directo. El Pelao Vade consiguió que Pancho Malo entrara al Congreso a ponerle a la Constitución “sus bordes”. La izquierda, al adoptar los métodos del fascismo, lo legitimó. Toda una generación pudo mostrar sus señales de identidad con libertad, pero sin consecuencias, porque la falta de consecuencia es su principal seña de identidad.
¿Nada cambió? Sí, todo cambió, pero casi nada realmente mejoró. O sí, quizás, se pudo poner nombres a cierto malestar que algunos se empeñaban en negar hasta la mañana de ese día larguísimo en que nadie volvió del todo a la casa de la que se fue en la mañana. Eso es quizás lo que aprendimos, los países también viajan y Chile pasó de ser Chile a ser otra cosa sin dejar de ser Chile. Se acabó el miedo y eso es bueno; se acabó el temor y eso es absurdo. Una vez más aprendimos lo que Allende siempre supo: que en las orgías de la izquierda la que más goza es la derecha.
A los que sabemos algo de historia y de geografía nos parece absurdo ver de nuevo una película de la que sabemos el final. Aunque Borges nos advierte, en su Pierre Menard, que incluso un mismo libro escrito en distinta época es otro libro. Esa sabia manera de entender el mundo me consuela cuando pienso en esa primavera en que tantos pensaron que se abrían las grandes Alamedas, las que taponeadas por un círculo de llamas quedaron, para los hombres libres que quieren realmente una sociedad mejor, momentáneamente intransitables.
No hay comentarios:
Publicar un comentario