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lunes, 30 de junio de 2014

El tenaz gatopardismo

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 El Mostrador.
Freddy Urbano es Magíster en Sociología de la U. de Lovaina y Dr. en Sociología de la UBA; Mauro Salazar es Doctorante en Educación y Cultura. Investigador Asociado de la U. Arcis.
 
 Nuestro paisaje político discurre en un ambiente de promesas reformistas al sistema educacional, tributario, e intenta reposicionar el alicaído régimen de lo público. Sin embargo, la ‘lupa’ de los movimientos sociales ha funcionado como una pantalla moral (2011) para calibrar la veracidad de los cambios concretos. Ello nos deja la sensación térmica de que el “gatopardismo” denunciado por Tomás Moulián (Chile Actual, anatomía de un mito) aún no ha sido superado sustantivamente. Esto vuelve a reflotar el prontuario cultivado por la elite de la ex Concertación. Contra el sentido común, aquello que persiste tenazmente en nuestro diseño sociopolítico es la imposibilidad de una fractura radical con la modernización pinochetista.
 
 Un antecedente relevante se ubica en marzo del año 2002, cuando el diputado socialista Sergio Aguiló escribió una misiva que sentenciaba el “travestismo político” de la coalición del arcoíris; “Chile entre dos derechas”. Esta advertencia interna puso en evidencia la incapacidad, en particular de los partidos de centroizquierda, de implementar cambios sustantivos al modelo económico-social.
La adaptación insospechada a las ‘tecnologías de gobernabilidad’ (gasto público focalizado, política pública sectorial y tercerización del modelo de desarrollo) fundaron una cultura de la resignación que asimiló rápidamente las narrativas liberalizantes aplicadas desde fines de los años 70. En su forma menos matizada, aquí se concretaba el paso de una modernización autoritaria a una modernización liberalizante. Este escenario ponía en entredicho a los primeros tres gobiernos de la Concertación. Dicho balance no hace más que ratificar la consolidación del modelo neoliberal, ahora sobre la base de una versión remozada que viene a perpetuar el orden judicativo de aquello que Moulián calificó como una “Dictadura modernizante”.

El paradigma predominante de la Concertación terminó por desvirtuar el escenario tradicional de la polis. De aquí en más, se han desdibujado las fronteras discursivas que distinguen la izquierda de la derecha y se impuso una ideología Win-Win. De este modo, la ex Concertación termina haciendo mimesis con las formas de hacer política del propio mundo neoconservador. Así el escenario político formal –sumado al Parlamento binominal– configura un contexto de proyectos indiferenciados, la distinción se torna insular y se remite a las terapias de duelo y judicialización de la memoria respecto al Terrorismo de Estado. Tras la advertencia del diputado Aguiló, los partidos de centroizquierda de la Concertación, no son interpelados por los actores sociales y la disidencia extrainstitucional, sino que la elitización emerge y se reproduce en sus propios contertulios. El llamado de atención es que la política ha perdido precisamente el horizonte genuinamente. Un orden pospolítico comprende el fin de la promesa política. Fin de la referencia a un horizonte de sentido; la Política con mayúscula cede a la agenda tecnocrática y los actores del duopolio político (el mentado eje derecha-Concertación denunciado el año 2011) contribuye a reducir la acción política a un ethos procedimental que consagra la razón gestional.
El institucionalismo de Lagos y el gobierno ciudadano de Michelle Bachelet (2000-2010), a pesar de provenir de diversas ramificaciones de la “izquierda desarrollista”, llevan a cabo la etapa de consumación más radical de la modernización postestatal (1973-1989), invocando una necesaria moderación reformista. Tras la administración de Lagos (2000-2006), se emprende la tarea de introducir tibias reformas constitucionales (que fueron catalogadas como el fin de la transición), pero, a la vez, se asume una metodología de la privatización expresada en la concesión de autopistas “faraónicas”, el conflicto salmonero y la primavera del CAE (2005), traducida en la nefasta bancarización de la educación (¡la Concertación más allá de Friedman!). En esta línea de gobiernos de centroizquierda, Michelle Bachelet en su primera administración (2006-2010), aparece como el punto disruptivo en la ruta de consolidación del neoliberalismo. Con ella, explosionan las dos primeras crisis significativas del avance del modelo económico-social. De un lado, la toma de colegios secundarios (Revolución Pingüina) y los problemas del transporte público (Transantiago), de otro, la mercantilización de la educación, la vertebración corporativa de las instituciones de acreditación (CNA) y la pauperización en los estilos de vida (desigualdad) agudizan la protesta social. Bachelet, sin moverse demasiado de la carta de navegación de la moderación reformista de la transición, introduce mociones parciales al sistema de protección social (Previsional) y la conformación de comisiones para modificar la Ley de educación (LOCE). En tanto, el modelo de desarrollo permanece “impoluto” bajo el dogma del crecimiento por puntos de empleabilidad, sin la tentación de cambiar nada –esa fue la perversión del celebrado gobierno ciudadano que terminó bajo las recetas de Expansiva–.
Un acontecimiento trascendental fue el triunfo electoral de la derecha el 2010, porque puso de manifiesto –después de dos décadas de gobiernos concertacionistas– el verdadero espíritu del “milagro chileno”. Así, el escenario de la política nacional comenzó a desenvolverse despojado de máscaras y de apariencias. Atrás quedaba aquel “bicameralismo psicológico” de la Concertación que administrativa la victimización de una comunidad herida y el sentimentalismo de un pasado monumental para mantener a una parte de la población en la creencia ingenua de la transformación del modelo. En el fondo, esta clase política –marcada por la impunidad– se comportó como una suerte de concesionaria de la inmobiliaria neoliberal, en la cual actuaron como interpósitas figuras frente a una derecha que gozaba de todo el control del régimen de propiedad privada.
En un escenario de trasparencia del sistema político (2010-2014), con la derecha en el gobierno y la “moribunda” Concertación en la oposición, los movimientos sociales –en particular los estudiantes– no tuvieron barreras culposas para reponer en el escenario público los problemas de arrastre del mercado educacional y el nivel de precariedad alarmante de la propia calidad formativa en Chile (SIMCE) –sin la exhortación de una memoria combativa y antidictatorial–. Los movimientos sociales adquirían una posición no sólo de contrapoder al corporativismo de turno, sino también la conformación de un bloque hegemónico que vas más allá de negociaciones por reivindicaciones sectoriales. Estas apuntan a un cambio efectivo del modelo político-económico. Tras esta articulación hegemónica se sumaban aquellos transitólogos (¡renovados o redimidos!), que en esas circunstancias sin demasiados pudores suscribieron a las demandas ciudadanas por transformar la modernización autoritaria. Aquí se abren múltiples interrogantes, ¿existió en este caso una convicción genuina por transformar el modelo que fue agudizado alevosamente en los decenios de Boeninger? O, más bien, fuimos testigos de un insospechado “sentido de la oportunidad”.
Por cierto, una vez que entramos en la recta final del piñerismo, las promesas electorales de los reinventados dirigentes de la “antigua Concertación” –actual Nueva Mayoría– debían superar los dilemas que predominaron en la época de la transición política. ¿Hay voluntad efectiva de transformar el modelo? ¿Es un espejismo político transformista favorecido por la puesta al desnudo de la dominante neoliberal? En ese momento sólo tenemos dudas sobre el sentido de la oportunidad de los actores políticos de la vieja Concertación para promover cambios, sin tocar la esencia del modelo de tercerización. Aún sigue persistiendo en el imaginario político cómo la misma elite dirigencial que contribuyó a implementar la perpetuación del modelo neoliberal puede desmantelar la “boutique de bienes y servicios” que se fundó con desenfado en los años 90. Pero la duda está a la vista: después de participar en directorios empresariales, paneles de expertos, luego de hacer del consumo una experiencia cultural, tras haber usufructuado del mundo de las asesorías promoviendo una cultura del FUT progresista, por fin, luego de reclutar a sus grupos parentales en colegios de elite, ¿es posible desmantelar un modelo que fue religiosamente urdido?
Actualmente, el segundo gobierno de Bachelet asume el desafío de modificar el ethos de la moderación que había caracterizado a los gobiernos concertacionistas. Ahora, en esta renovada coalición (Nueva Mayoría) se pretende dar una señal al sistema político, a saber, el escenario repartido entre las dos derechas ha llegado a su fin. Para ello se invoca una bancada parlamentaria favorable, ex dirigentes estudiantiles emblemáticos en el Poder Legislativo, ex dirigentes estudiantiles asesorando Ministerios y el Partido Comunista conformando un campo de reformas democráticas, como signos gravitantes para desajustar aquella afirmación –de las “dos derechas”– emitida por el diputado Aguiló en el año 2002.
Sin embargo, la intencionalidad original de efectuar cambios radicales a la matriz de bienes y servicios ha quedado en suspenso por la herencia institucionalista (espectro de Boeninger) y la actitud reactiva del mundo integrista sobre la reforma educacional –el campo de las reformas comprometidas comienza a enturbiarse–. Tras ello la presencia fantasmal de los beneficiarios de la desregulación (años 90) comienza a apoderarse del anhelo de transformación. El peso de la noche expresado en la ruta de la moderación política (las dinastía de los Walker…) vuelve a pernoctar en nuestro paisaje político, ahora bajo la remozada figura de un neoliberalismo corregido que administra la promesa ciudadana desde eventuales cambios a la estructura del sistema educativo…

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